jueves, 31 de diciembre de 2009

Noche y luna llena de Año Nuevo

Artidoro Gracia, 31 diciembre 2009

Hoy fue un día intenso como pocos. Empezó desde anoche con su luna llena, brillante en la punta de la cresta de un cielo negro y miles de estrellas como si fueran gotas de pintura esparcidas por aquí y por allá, con menos brillo, pero igual de hermosas como ella.
El sol llegó desde muy temprano, entró por las cortinas y empezó a calentar mi casa con delicia.
Durante el día de un azul inmenso, el aire soplaba fresco, limpio, y mecía los árboles sacudiéndoles las últimas hojas secas. Las tiró al piso, y después, las recogió cantando como si fuera el jardinero de la casa. Sin descansar, se siguió por el cielo, le barrió las pocas nubes y lo dejó tan limpio que parecía una pista de mármol que invitaba a danzar al ritmo de sus canciones.
Y yo absorto, paladeando el color del día, la calidez del sol y la frescura de la sombra de los robles en el patio.
Yo también cantaba y le ayudé al viento a recoger hasta la última hojarasca. Mis manos hicieron lo que a él se le dificultaba. Terminamos la faena siendo amigos y nos sentamos a esperar a que llegara la negra noche. Vendría de la mano de la luna llena.
Después, el viento me acompañó a recoger un poco de gruesa leña. No podía faltar en la chimenea para calentarme junto al gato que, hecho un ovillo, ronroneaba sobre mis piernas.
Ya estábamos listos para recibir a otro Año Nuevo. Y cuando mis ojos y oídos se llenaron de luces y de truenos, llegó acompañado de sus amigas; la noche y la radiante luna.
¡Que seas feliz, Año Nuevo!

lunes, 28 de diciembre de 2009

Tendidos en La Maestranza

Artidoro Gracia/diciembre, 2009


—¿Puedo entrar al museo? —le dije asombrado por la belleza de sus ojos verdes grisáceos y el par de hoyuelos que se le formaron en las mejillas cuando me sonrió. Yo estaba encandilado por el fuerte sol que se reflejaba en los ladrillos del famoso coso. Ella se recargó en el dintel del portón guareciéndose bajo la sombra de los anchos muros.
—Ya está cerrado —me dijo con una voz angelical, suave y profundamente encantadora. Su presencia fue un remanso después de haber caminado por las calurosas, estrechas y laberínticas callejuelas del centro de Sevilla que me llevaron hasta La Maestranza, la famosa plaza de toros de España.
—Hace quince minutos debí haber cerrado. Los sábados lo hago a las cuatro. Por alguna razón que no entiendo, me retrasé. Ya estaba en la puerta cuando tocaste —. Seguía sin moverse, Sólo se balanceaban sus labios y el pelo acariciado por la brisa que venía desde el Guadalquivir.
—Vengo de muy lejos y me perdí en los callejones. No quiero irme sin haber conocido la plaza de toros y su museo. Me voy en el primer tren de mañana domingo, sale a las seis. Por favor muéstramelo rápido, tomo unas fotos y sigo conociendo la ciudad antes de que anochezca.
—Bien, pasa por favor. La ventaja es que vivo aquí muy cerca, justo enfrente, al otro lado del río.
Desdoblé un mapa que traía en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Para ir a tu casa, cruzas el río por el puente Isabel II?
—Si, por ahí paso todos los días, me lleva menos de diez minutos llegar a donde vivo.
Seguía fascinado por su belleza. Usaba una falda larga, llena de florecitas violetas y rojas sobre un pulcro blanco y una blusa de un amarillo pálido que le combinaba muy bien con el color de su cabello castaño y el verde gris de sus ojos. El gesto de la sonrisa le adornaba deliciosamente el rostro. Me tenía maravillado. No quería hablar para no romper con la magia de su presencia.
Adentro, se sentía el fresco de las gruesas paredes. El recibidor de doble altura se iluminó con la luz del portón al abrirse. Fue como entrar al cielo acompañado por el ángel que lo cuidaba; la Princesa de La Maestranza.
—¿Y dónde exactamente vives?
—En la Calle Del Rocío. Es una muy pequeña que desemboca sobre Betis que es la calle que bordea el Guadalquivir. Pasa, aquí empieza el museo.
Su voz me tenía embelesado y no me di cuenta que ya estaba en medio de la primera sala.
Me sedujo aún más con el conocimiento que tenía de la plaza y de su museo. Era una experta guía taurina.
—En esta primera sala, se pueden ver los carteles más antiguos. Ese de seda está fechado en 1740. En las vitrinas hay representaciones de los servidores de la plaza en el siglo XVIII; timbaleros, desjarretadores y lanceros.
Entramos a la segunda sala, igual o un poco más grande que la primera. Casi le rozaba sus manos con las mías, sentía su aliento fresco, perfumado y seductor.
—Aquí hay un conjunto de pinturas del siglo XIX. Destaca la obra "Cogida de muerte de Pepe Illo", de Eugenio Lucas.
Sus palabras se me perdían. No le quitaba la mirada de los impresionantes ojos que como luceros le maravillaban el rostro. Sus manos parecían mariposas que aleteaban con sus colores sobre las altas paredes blancas. Su pelo se movía cayéndole sobre los hombros.
—La tercera sala está dedicada a la época de Belmonte y Joselito el Gallo. Aquí se pueden ver obras talladas en bronce. Antes de entrar a la última sala, salgamos a la arena. Es magnífica, puedes mirar las galerías, el Palco del Príncipe, los balcones, los tendidos y las puertas por donde aparecen los toros. Toma las fotografías que necesites, yo me adelanto y te espero allá en aquella puerta en donde está la cuarta sala —me dijo. Giró sobre sus pies y se fue despacio con coquetería.
La vi caminar con su cuerpo ondulante. Apunté la cámara para tomar fotografías de su espalda, enmarcada por los arcos de las maderas rojas de la techumbre. El blanco de su falda adornada con flores se recortó sobre el color café de la arcilla de la plaza de toros. Disparé en varias ocasiones hasta que su silueta se perdió en las sombras de la puerta al final del museo.
En cuanto desapareció, fui tras ella. Entré a la sala, y me recibieron unas cabezas de toros que colgaban en las paredes, unos trajes de toreros y capotes en las vitrinas y óleos y pinturas de autores contemporáneos en nichos iluminados. Pero ella no estaba. No sabía ni cómo se llamaba. Pensé que estaría, tal vez, retocando el rímel de sus pestañas y limpiándose el polvo de las zapatillas. Seguí esperándola. Antes de terminar el recorrido, al llegar a la puerta de salida, algo me hizo volver la cabeza hacia una galería. Era un pequeño cuarto que estaba a un lado de la sala, como un lugar reservado y especial. Entré. Sobre la pared, estaba un rótulo con la leyenda; “Tragedias en La Maestranza”.
En el primer cartel, tapizado de imágenes y textos, estaba descrito un drama ocurrido en mayo de 1992. Se veía a un torero ensartado por los pitones de “Cabestito”, un enorme toro, muy basto, fino, y muy fiero que le partió el corazón en dos pedazos como si hubiera partido una manzana de un solo golpe. La arcilla se manchó de un color rojizo y los espectadores cubrieron sus bocas para que no salieran gritos de espanto. Las escalofriantes imágenes y el trágico relato me impactaron.
Mientras esperaba a que la mujer regresara, miré varios cuadros que relataban la muerte de toreros o de valientes y aguerridos banderilleros. Empezaba a impacientarme.
Casi al final de la salita, en una fotografía, se miraba a un toro volando por encima de los burladeros, parecía como si fuera un camaleón encorvado, aferrado a las tablas, brincándolas ante los ojos y bocas muy abiertas del público. En medio del coso rojo y oro, altar en donde se veneraba la fiesta, la gloria y la tragedia, algunos despavoridos, desparramaban las bebidas al aire ante el ataque bravío del morlaco gigante y el peligroso acecho de las astas filosas.
Y ahí estaba ella, con el mismo pelo bailándole por encima de su cabeza, despeinada ante la embestida de la fiera. Con la misma mirada verde grisácea que me había recibido en la puerta de este templo de la muerte festiva. Bajo la fotografía, alcancé a leer: “Pilar Marcial, joven mujer, muere por los pitones y pezuñas de imponente morlaco que voló por encima de los tendidos y le astilló el pecho como si fuera un espejo de cristal”.
Mi corazón se estrujó, era ella, sin duda, ahora sabía su nombre. Era la misma mirada brillante, el mismo cabello revuelto. Grité llamándole. Un frío y denso silencio me respondió. Afuera, sobre las tablas de los tendidos, se escabullía y silbaba el aire. Era como una lúgubre melodía. Unos pequeños remolinos levantaron polvo del redondel.
Estupefacto y como si flotara, salí de la plaza de toros, por la puerta en donde me la encontré. Sentía un escalofrío en la espalda y las manos me sudaban. Un temblor en la barbilla y la incredulidad invadió mi cabeza. Corrí por la orilla del río. Un pequeño barco carguero navegaba hacia el sur aventando un hilo de humo al cielo. Más adelante, montado sobre el Guadalquivir, estaba el puente Isabel II. Al otro lado, algunas calles que nacían del borde del río, estaban con una mitad en la sombra y la otra iluminada por la tarde. En algunas de ellas vivía Pilar. Abrí el mapa con temblorosas manos y localicé la Calle del Rocío, en donde ella dijo que vivía. Estaba a unos cien metros al sur de donde desembocaba el puente. Corrí para cruzarlo. No me quedaría con la terrorífica duda.
Llegué a la calle. Ésta era muy corta. Era seguro que todos los vecinos se conocían entre ellos. A la primera persona que me encontré, un hombre ya viejo y de mirada cansina, le pregunté por Pilar Marcial. Incrédulo y sorprendido me respondió con dos preguntas.
—¿A Pilar?… ¿En dónde… en dónde la miró?
—Allí en La Maestranza —le respondí mientras señalaba con el índice las torres de ladrillo que sobresalían al otro lado del río.
Y me dijo desesperado masticando cada palabra y con un dolor en la boca.
—¡No puede ser que la haya visto. Ese maldito lugar lo cerraron desde la muerte de mi Pilarcita!

domingo, 13 de diciembre de 2009

Sin tinta en la vena

Artidoro Gracia, 2009

Durante la noche, la pluma, con frenesí, dejó un rastro azul en unas hojas blancas sobre la mesa. A la mañana siguiente, unos ojos azorados intentaban descifrar lo escrito. Los trazos azules, titubeantes, de pronto eran unos puntos azules, y después, unas pequeñas gotas rojizas a la orilla del desfiladero. Abajo, tirada en el suelo, estaba la pluma, desfalleciente, seca, casi muerta. Ya no tenía tinta en la vena. Los ojos se cerraron al mismo tiempo que las pastas del libro. No había ya, más poemas .

lunes, 16 de noviembre de 2009

Luna de septiembre

Artidoro Gracia, 2009

Alguien dice que la luna de octubre es la más bella. Si la comparo con la de septiembre que apareció anoche, la de octubre se queda corta.
En mi ventana estaba su brillo. Parecía un gajo de una gota de agua. Unas nubes como algodones blancos que por ahí pasaban, la sostuvieron.
Pensé que esas nubes eran tu cabellera. Y entonces la luna se convirtió en alguno de tus collares de plata.
Y siguió brillando mientras la contemplaba. Embelesado quedé mientras me arrullaba en su brillo.
Me quedé dormido, pensando en la luna. Pensaba en las nubes.
Soñando en tu cabellera.

Amelia

Artidoro Gracia, 2009

Amelia era su nombre. Nadie sabía de dónde venía, tampoco que significaba ese nombre. Sólo respondían a ella como responder a la necesidad de comer o de saciar la sed.
Así era su nombre. Amelia, La de la revolución que había empezado y nadie sabía cuándo terminaría. Los remolinos de polvos que se abrazaban a los lomeríos no tenían las fechas. Indicaban sólo tempestades de calores y de tierra. Chamizales, matorrales y lagartijas estiradas en la sombra.
Amelia no era nada, sólo mujer de manos callosas y corazón blando, que ofrecía comida hervida y guisados sin grasa. Por todos lados, por cualquier parte de los pisos de tierra mojada.
¿A quién le importaba si era de tarde o era a mediodía? A nadie le interesaba. Aquí el tiempo era una nadería. Importaban más los climas, si hacía calor o frío.
Nada ocurría si así lo deseaba la tal Amelia.

Catedral de Morelia



Artidoro Gracia, 2009

Catedral de cantera, de hierro macizo y de muchos dolores, de anchas cintillas de piedras todas ellas. Catedral de mujeres y niños dormidos, envueltos en gabanes de pálidos amarillos, hombres que acorralan sus quejidos, mujeres que caminan en muchos pasos, van y vienen como si fueran las olas, que arrebatadas desaparecen en su arena de muchos colores. Esquinas de hierro que suben al cielo, se pierden en el reflejo de un cerrar de ojos, agachas la cabeza y respiras de nuevo.
Catedral que termina en la plaza de globeros, catedral que rezas cada tarde de domingo, de lunes a viernes, también los domingos. Sin prisa, el tiempo en ti se resbala, caminas como la tierra, sin que nadie lo sepa, acumulas los polvos de muchas lloviznas.
Catedral que opacas las otras pequeñas capillas.
Adiós catedral, de ti se van los abriles, te quedas y dejas a las mujeres, gimiendo por aquellos placeres. Adiós catedral te quedas y quejas, sin ti las calles no se asemejan a nadie, ni se parecen a los filibusteros que brincaron por tus arroyos.
Libros y peines, pañuelos, juguetes, tamales, pozole, niños con globos.
Adiós catedral de muchas esquinas y varias canteras, de espigas e incienso de velas. Columnas y piedras, pisos cubiertos de mármol.
Catedral que arrancas esperanzas de muchos ajenos.
Adiós catedral te quedas y olvidas.

Canto al puente romano


Artidoro Gracia, 2009


Puente romano
Sobre el Guadalquivir
¿Cuántos años habrás tardado
Para tomar un color así?

Puente romano
Puente de arcos
De muchos retratos
¡Eres tan angosto!
Que haces pasar malos ratos

Unes a la Calahorra
Con aquella Mezquita
Las besas a cualquier hora
Con agua del río bendita

Puente romano
Que del río sacias tu sed
¿Cuántos años habrás tardado
En pintar de este color tu piel?

Torre de la Calahorra
De cientos de visitantes
Ofrece tu puente ahora
A todos en un instante

Puente romano
Es el tiempo y es el sol
Quienes te han teñido a mano
Y te han llenado de color

Puente romano
Unos te dan y otros te quitan
Te toman de ambas manos
Y unen la Torre con la Mezquita

Torre de la Calahorra
Testigo mudo y testigo fiel
¿Quién eres tú que deshonras
Con tu belleza a cualquier mujer?

Puente romano,
¿Quién será quién se atreva
A contar cada piedra tuya
Cada junta que las une
Cada palmo que se mira?
Puente de damas
De niños y de quijotes
Puente de corazones
De caminatas y de algunos trotes

Córdoba es tu guarida
Donde te curas las heridas
Los tropezones y las caídas
Tus desvelos y tus dormidas

Córdoba te guarda de la rapiña
Por el norte con sus montañas
Por el sur con su campiña
De noches y de mañanas

¿Dónde habrán quedado los califatos
Las mil seiscientas mezquitas,
Que entre llantos y tus cantos
Te habrán contado sus cuitas?

Tu puerta en el oriente
Tu torre por el poniente
Son tus señales, ¡oh puente!
Que todos ven y todos sienten

La Torre de San Rafael
Ha sido como el pincel
Que te ha pintado de muchos ocres
¡Y te ha bañado el color tu piel!

Torre de San Rafael
Ha sido tu mazo y cincel
Los dos a la misma vez
¡Que te ha trazado con cal y cordel!

Puerta del Puente
Triunfo de San Rafael
Han sido muchos los valientes
¡Que han pasado por ti a tropel!

Oda a Córdoba

Artidoro Gracia, 2009

— ¿De Córdoba qué cosas hay para ver?
Pregunta el viajero aquél.
—De cosas, encontrarás más de cien.
¡Ya verás lo que tú ahora no ves!

— ¿De Córdoba qué hay para oír?
Pregunta el viajero en su ir y venir.
—De las cosas que hay que oír, hay más de mil.
¡De las cuales, muchas de ellas, podrás repetir!

— ¿De Córdoba qué hay para degustar?
Pregunta el viajero además.
—De todo habrás de saborear.
¡Ya tendrás el tiempo de ellas probar!

— ¿De Córdoba qué hay para tocar?
Pregunta el viajero mordaz.
—Ya lo verás en tu largo caminar.
¡Lo que quieran tus manos palpar!

— ¿De Córdoba qué hay que leer?
Pregunta el viajero aquél.
—Lee el tiempo que pasa por doquier.
¡Mucho de él tendrás que aprender!

martes, 20 de octubre de 2009

Flores y páramo

Artidoro Gracia / Octubre 2009

Mi Estimada Señora:

Reciba usted mi más alta estima y admiración. Debo decirle que cuantas veces crucé el campo camino a su casa para visitarla, miré el rosedal de siempre, con bellos rojos, violetas y naranjas, capullos que reventaban como si fueran arcos iris con los que pintaba su cara y me anunciaban el color de sus mejillas. Y emocionado llegaba hasta su puerta. Al abrirme, usted siempre risueña, yo ponía en sus manos una de las flores cortadas a mi paso. Cada jueves tenía la oportunidad de conocer cómo estaba.
La semana pasada, al transitar por el sendero de siempre, miré el rosedal convertido en un páramo. Un lúgubre viento soplaba levantando un fino polvo que me hizo entrecerrar los ojos y un escalofrío recorrió mi espalda.
Presagié algo terrible y no tuve el valor para, por mi propio pie, avanzar e investigarlo. Alguien me ha dicho que su casa se está convirtiendo en un olvido. Las hiedras trepan por los muros y unas goteras aparecieron desde el tejado. Es por eso que decidí enviarle ya, esta tercera carta. De las dos primeras, no he recibido alguna respuesta.

martes, 6 de octubre de 2009

Torre de Oro


Artidoro Gracia, octubre 2009


Torre de Oro. Donde sin decoro. Rompieron sus lanzas los moros. Fuiste prisión hoy eres museo. Donde estrellaron caballos y de ti desprendieron la piel aquellos herejes. Piel de azulejos dorados.
De ahí proviene tu nombre. Eres guardián del Guadalquivir. Que en su ir y venir, celoso te pones.
Cada tarde con cada paseante.
Torre del Oro. Eres tú el caballero. Un día tú fuiste dorado. Hoy eres de un ocre sereno. Las aguas del río en ti se escabullen y llenan los ojos de cualquier pasajero, que te mira y se quita ante ti su sombrero. Deja sus mochilas y botas de cuero.
Tierra y venero. Vino y cerveza. Ante ti la nobleza de muchos viajeros. Fotos continuas, acuarelas que animan. Castillo de Indias, Carlos V y muchas doncellas ahora lamentan no estar aquí contigo.
Torre del Oro. De la ciudad eres el caballero que atento vigila los embates de aquellos viajeros y caminantes.
Torre del Oro. Ante ti me quito las gafas y el cuero. Celoso guardián de las vías, de todas las noches y días. Por los siglos fuiste siempre vigía.
Torre del Oro. Donde los moros, guardaron cruentos tesoros.
¿A quién vigilas ahora con desdén y denuedo?

domingo, 4 de octubre de 2009

Otoño de colores

Artidoro Gracia, octubre 1999

Los árboles se desnudan acompañados de un vals de colores que brincan entre sus copas. Están cambiando de piel. Ahora de verdes, ahora de amarillos y ocres. Pequelas llamaradas de colores estallan en el bosque. Las hojas se bambolean en su caída, van y se posan en el piso y forman mullidas alfombras caprichosas. La melancolía es la compañera de los bosques cuando cambian de colores al iniciar el otoño.
La melancolía también se viste; primero de verde, después del amarillo suave, luego se desnuda entre canciones que le canta su amante, el viento.
Pero no sólo los colores se miran en el bosque. También hay olores que se sienten. El olor del aire que barre las hojas. El de la lluvia que las lava, de la tierra húmeda, tendida a los pies de los castaños, arces, hayas y robles.
Los olores en otoño son de un color amarillo. La tierra mojada huele a setas, a hojarasca seca, a cáscaras añosas pegadas a los troncos. En estos bosques se antoja ser un jardinero. Cultivar los arcos iris, regarlos y podarles sus crestas. Arcos iris que se forman con los cientos de colores, de pinos, abedules, acacias y madreselvas. Los colores del arco empiezan en el bosque, van y besan la tarde y su cielo. Después regresan a besar de nuevo al bosque, forman una larga curva, recogen y cuentan las últimas gotas de lluvia que se desprenden de sus madres, las nubes.
El musgo, los encinos, alcornoques y algarrobos están siempre verdes. No cambian. Contrastan con los ocres de otros altos y frondosos árboles.
En estos bosques se antoja ser su cocinero. Cocinar todos los olores que se encuentran, las cáscaras de nueces, de castañas y de hongos. Sazonar la humedad de la tierra con la brea de los pinos.
No sólo colores y olores hay en estos bosques. También hay sonidos que parecen melodías. Hay música de las aguas cristalinas de ¿cuántos riachuelos y arroyos que se forman en las piedras? Melodías de pájaros locos y silvestres que se aprestan en sus nidos. Rumbas de las ramas que se mecen y golpean a otras ramas, que rechinan, que silban. Música de hojas que se alborotan que se resisten al aire cuando las corteja. Melodía de la lluvia cuando con sus gotas tamborilea los troncos huecos de los pinos y abedules. Repican las campanas de las piedras cuando ruedan al pisarlas. Ecos de mis gritos cuando busco encontrarte en mi camino. Ecos de pisadas cuando corro en la madrugada. Hay una música de tambores, son los golpes de las castañas contra el piso. Rebotan y se acuestan en la campiña.
No sólo los colores, olores y sonidos se encuentran en el bosque. También hay sabores y sentidos que apetecen. Frescos que se sienten en la piel dormida, que llenan los pulmones cuando se respira el frío en la mañana.
La piel se eriza con la llovizna alegre, menuda y fría. Las luces de las hojas que aletean, giran y dan vueltas cuando caen al piso. Olor a frutos de árboles; nueces, bellotas, castaños y semillas. Acacias y nogales. Rosales y laureles. Todos ellos erizan cualquier piel dormida.
El bosque es como una mujer que se desnuda en otoño.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Encuentro en el tren

Artidoro Gracia/septiembre 2009

Parten dos trenes, uno de Segovia rumbo al sur y otro de Madrid, desde de Atocha, hacia el norte.
En uno, la vieja locomotora de vapor con estridentes sonidos, se arrastra como si fuera una cadena sobre el camino de hierro. Lanza al cielo columnas de humo con figuras de diablos grises y prietos. En sus vagones, de pisos y asientos de tablas envejecidas, huyendo de Segovia, su pueblo, se embarca Juanjo junto con Nicolás rumbo a la Sierra de Guadarrama. Es octubre de 1936. Se bajarán en Cercedilla, la estación más cercana al lugar en donde se enfrentan los grupos rebeldes con el ejército. Decidieron enrolarse en la guerra que estalló hace dos meses. Como únicas armas, llevan el coraje y la valentía que le manan de sus veinte años. Nerviosos responden a los guardias armados que indagan sus nombres, edades y oficios. No cargan papeles encima. En esa época es difícil conservarlos, si es que los tienen. En sus roídas mochilas, llevan un par de pantalones y tres o cuatro camisas de lana. Cercedilla está al pie de los montes en donde los guerrilleros se esconden de las incursiones por tierra y aire de la armada española.
El frío que llegó con los primeros copos de nieve, les hiela los huesos.
En el otro, una moderna y silenciosa máquina eléctrica de Cercanías, tira desde Atocha, catorce coches aerodinámicos, limpios, aseados y puntuales, con puertas automáticas y música ambiental. Ahí se embarca el anciano rumbo a la Sierra de Guadarrama. Se apeará en Cercedilla. Huye del ruido y de la ciudad que lo agobia y lo mata de tedio. Es octubre de 1999. Los asientos del tren están tapizados con telas resistentes, lavables. El piso es de vinil y los escalones metálicos pulcros y brillantes.


De baja estatura, con las botas sin limpiar y las agujetas deshilachadas que se disimulan con los pantalones de lana gruesa, tirado sobre los asientos, Juanjo se apoya en un codo mientras Nicolás empieza a comer avellanas y frutas secas que guarda en la mochila.
― ¿Cuántas paradas haremos de aquí hasta Cercedilla? ― con el golpeteo de las ruedas de hierro por debajo de la madera llena de agujeros, la voz de Nicolás es casi inaudible.
―Ni me lo preguntes, apenas iniciamos y son diez estaciones―. Dice Juanjo mientras revisa los apuntes en un pequeño cuadernillo de hojas amarillentas. ―Tendremos que aguantar muchos trechos y paradas. La Guardia Civil anda brava. Hay que estar preparados en cada apeadero.
El trayecto de cuesta arriba es duro y llegarán al atardecer, antes de que las sombras del cielo se monten sobre sus cabezas.
Juanjo tacha el nombre de la primera parada de Navas de Río Frío y cierra la libreta. Faltan nueve estaciones más. La locomotora cada vez que se detiene, cruje, avienta humo y unos hombres enfrían sus motores. Los picos de la sierra empiezan a lanzar sus primeras sombras sobre las faldas y dibujan figuras en los pinos y cañones. En Ortigosa del Monte los jóvenes se asoman por las ventanillas a la espera de que en cualquier momento los soldados suban a los vagones en busca de armas.
Los muchachos parecen ser un par de estudiantes que mueren de hambre por ganarse la vida cargando cajas en algún mercado.


En Pitis, al noroeste de Madrid, aún y cuando han transcurrido más de sesenta años del fin de la guerra, hay pobreza. Al lado sur de las vías del tren, entre los montones del terreno, cientos de casuchas de cartón, de láminas y retazos de madera, están aplastadas contra el suelo, desparpajadas, como naipes sueltos formando grupos de irregular tamaño.
Más adelante de la estación, el tren cruza los campos con árboles y pastizales bajos y escasos. A la distancia se alcanzan a mirar unos venados que retozan entre los arbustos, y otros, en manada, están echados en los rellanos del terreno.
El tren se desliza como una serpiente silenciosa que acaricia las vías de acero.
El anciano empieza a platicar con un matrimonio, un par de viejos que se subieron en la estación de El Tejar. Están sentados frente a él. Viajan de espaldas al rumbo que llevan.
― Voy a la sierra, tengo ochenta y cuatro años ―. La edad se le vino encima en la curvatura de la espalda, los dientes y la mirada―. Aquí en El Pardo hay jabalíes, tórtolos y palomas. En este lugar cazaba Franco. Hace algunos años se veían centenares de conejos, y ahora, ¿saben cuántos he visto? En seis años a tres.
El anciano es de baja estatura. Viste un pantalón café y un suéter de estambre del mismo color. Unos pequeños lentes descansan a la mitad de su nariz roja. Se cubre la cabeza con una boina desgastada.
―Voy a la montaña, antes venía muy seguido, pero ahora ya no puedo, estuve en la Guerra Civil. La edad y las enfermedades me han acorralado y tengo dos marcapasos.
―Nosotros somos de Segovia y de cuando en cuando visitamos a un pariente de mi marido que aún vive allí, tiene problemas en la vista y está solo. Hace un año enviudó y venimos a verlo, vamos a su casa, después salimos a comer y ya por la tarde nos regresamos ―. Dice la señora que tiene la cara siempre risueña. Al sentarse, sus pies le quedaron colgando. Los tiene tan cortos que no alcanzan el piso. Luce su pelo recién peinado y con el polvo del maquillaje intenta disimular las arrugas de su rostro. Su esposo, tiene los párpados caídos, la boca entreabierta y respira con dificultad. El cansancio le llegó para quedársele pintado en la cara.
―Yo voy a la sierra ―les repite el anciano de la boina ―. Hace un día feo, parece que va a llover, pero voy preparado. Ahí dormiré. Me gusta hacerlo como en la guerra, cerca de la fogata y con una manta recargado al tronco de un pino.
Abre la maleta y saca un bastón. Se los muestra, lo extiende y les explica cómo funciona.
―Lo puedo alargar hasta dos metros, pero como soy muy chaparro yo lo dejo en uno ―dice mientras empieza a sacar más cosas; fruta seca, una naranja, una manzana y una botella de agua―. Traigo también un silbato, si me pasa algo en la sierra, pito en clave Morse―. Saca una bolsa de tela en donde lo trae envuelto, es de bronce pulido.
Pasan por Torrelodones. A esa hora, el pueblo está cubierto con el fresco de la mañana. Algunas nubes muy bajas pasean entre los valles. Por encima de las montañas se mira un azul pálido todavía con vestigios de la noche. Algunos jóvenes colegiales suben y corren por los vagones del tren. Gritan y comparten los lonches y botellas de jugos de fruta.


La locomotora ruge y pita al arrancar en Herreros después de haberse detenido unos quince minutos por orden de los militares. Cuatro de ellos, con sus carabinas apuntando al techo, y con amenazas, suben al vagón en donde Juanjo y Nicolás dormitan con la pesadez del lento viaje. Después de hurgar sus maletas y de hacerles una y otra pregunta, se convencen de que son unos pobres diablos en busca de trabajo fuera de su pueblo.
―Más adelante la cosa está fea ―les dice uno de ellos con la cara chata y los ojos de lince―. Les recomiendo que tengan el culo pegado al piso en caso de que escuchen disparos o explosiones en cualquiera de los paraderos. ¡Joder! Hay muchos rebeldes que están atacando a escondidas a los trenes, creen que en ellos viajan militares rumbo a Madrid para reforzar el sitio.


―Escribí una carta a Aznar, ―dice el viejo―. “Señor presidente, tengo ochenta y cuatro años y me parece absurdo que alguien como yo, quien dio su vida por formar la patria, no tenga en ocasiones veinte duros para comer. A mi esposa y a mí no nos alcanza para pagar el pequeño piso en las orillas de la ciudad. No tenemos para la electricidad, y ya no digamos para darnos un pequeño lujo como un teléfono móvil para cuando vaya a la sierra”. En estos lugares por donde vamos a pasar; Galapagar, Villalba, Los Negrales, murieron muchos compañeros que pelearon junto conmigo para hacer de este país lo que ahora es. Lo único que me queda, porque no tengo un solo duro, es poder venir a estas montañas a revivir los recuerdos de aquellos años.
― ¿Y por qué no le escribe al Rey Juan Carlos? ―le pregunta la señora.
Se volteó rápidamente mirándola por encima del hombro ― ¡Hostia tía! soy republicano y no quiero faltarle a usted el respeto―.
El marido tose incómodo y mira hacia las montañas pardas cubiertas de neblina.



―La sangre me hierve de emoción ―dice Juanjo―. Saber que vamos a estar en los montes con los rebeldes me entusiasma. Mi novia no quería que viniera, pero, ¿qué le vamos hacer? Prefiero esto a estar encerrado esperando las noticias. El hermano de mi novia es un fascista. No quiere que Carmina y yo nos veamos. A él no lo conozco y prefiero que así sea. No resistiría matarle en cuanto lo viera y ella le tiene un temor muy grande. En los callejones de Sevilla, teníamos que vernos a escondidas. Le dije a ella que iría a Madrid a estudiar. Insistió que ahora no se puede, que la ciudad está en llamas, con huelgas, paros y revoltosos en la calle. Ella estudia enfermería y será quien me cuide en la vejez. Si acaso voy a morir en esta guerra, que sea mirándole a los ojos mientras me consuela y tapiza de besos.
En Navas de Río Frío, nuevamente un par de militares mal encarados los registran. Cuanto más se acercan a la zona rebelde, más gente aborda. La mayoría son viejos campesinos que suben en un paradero y bajan en el siguiente. La tristeza se les mira en los ojos.


En Galapagar, un oficial del tren sube y revisa los boletos a todos los pasajeros.
― ¿No le da miedo ir solo? ―. Le pregunta la señora al anciano.
―No. Acuérdese que yo peleé en estos lugares. Me gusta subir a la montaña. Me enamoré de ella desde la primera ocasión en que vine, hará sesenta y pico de años. Me gusta la bicicleta, pero sólo verla porque tengo enferma la vejiga. No tengo problemas de orina cuando camino, pero sí cuando me subo a la bicicleta. En la guerra civil peleé junto con unos italianos que vinieron a apoyarnos, traían unas bicicletas en la espalda. ¡Eran la leche!
Acababan de pasar Los Negrales.
―Miren, allá el fondo, en aquella sierra. Desde aquí se divisa la Cruz de los Cuelgamoros.
Como un centinela de las colinas, una gran cruz blanca sobresale por entre la sierra a mitad de su falda.
―Unos nueve kilómetros más hacia el sur está El Escorial. Tengo pensado ir a visitarlo el próximo fin de semana. Hace tiempo que no lo hago. Lo construyeron una vez que se terminó la guerra. Allí está enterrado Franco y más de treinta mil combatientes de ambos bandos. Fue una barbaridad, con esa cruz se les rinde un homenaje.


Desde arriba del tren, las pequeñas y angostas calles de Los Ángeles de San Rafael se miran abandonadas, recién se han enfrentado el ejército contra los sublevados.
―Nicolás, prepárate, ya sólo nos quedan cuatro estaciones, si vemos que esto empeora, nos bajamos antes.


―En Alpederete ya se empieza a sentir el frío. Es un lugar hermoso, es por las acacias, pinos y encinares que siempre están verdes. Desde aquí ya se miran los Siete Picos, son los más altos de la sierra. Dejen que me presente, mi nombre es Juan José Abanades.
―Yo me llamo Feliciano Beótegui y mi mujer se llama Luisa Lebrero―. Empieza a hablar el marido. ―Después de la guerra, regresé a Segovia y ahí nos conocimos. Tenemos tres hijas, una de ellas es enfermera y trabaja en Fuencarral. Tiene la misma profesión que tuvo una tía de ella, es decir, hermana mía. Me dijeron que se fue a Nicaragua durante la guerra. Debe haber muerto, ya nunca volví a verla. La guerra separa a las familias para siempre. Son más de sesenta años que no la miro.
El anciano pega un respingo al escuchar ese nombre. Su agitación es notoria y quiere disimularla volteando al monte. Empieza a sentir un fuerte dolor en el pecho. Se da cuenta que es su cuñado, el imperdonable, el que hizo sufrir a su mujer y por eso, nunca lo quiso conocer y prefirió jamás regresar a Segovia.
―Mi cuñada fue a Nicaragua porque es muy dada a ayudar a la gente. Llevó no sé cuántos kilos de medicina en aquella ocasión ―. Dice la señora Luisa.
Juan José, no quiso quedarse con nada por dentro. Con la punzada que dan los años contenidos como si se lo contara a alguien, aunque fuera el cuñado maldito. Porque la muerte se presiente y muy de cerca, zumbándole atrás de sus pasos, con la misma velocidad silenciosa del tren. Suelta las palabras mientras mira hacia la neblina que besa las faldas de las montañas. Como si al confesarse le ayudara a no quedarse con nada por dentro.
― ¡Mire! A mí me hirieron aún y cuando no estaba en la guerra, fue aquí, en Cercedilla. Por eso vengo muy seguido, me ayuda a recordar y a aliviarme, es como una venganza del recuerdo. De aquí me llevaron, no sé cómo, a Segovia. Llevaba balas en el cuerpo. En el hospital me atendió una enfermera que ahora es mi mujer. Hoy en la mañana entré a la habitación a despedirme de ella y me preguntó, ¿a dónde vas?, a la sierra, le dije yo y me contestó, cuac, cuac, cuac, dándome a entender que llovería. Y en eso, ella nunca se equivoca, llevamos cincuenta y tres años de casados y estuvimos nueve de novios. Tiene problemas en su espalda, pero todo el día trabaja, limpia la casa y las ventanas, friega el piso. Ahora le he comprado una almohadilla en el toreo y eso le ayuda. Cuando me casé, lo hice ausente porque estaba en el Sajara español. Me casé por poder y me fui a la guerra en estas montañas y después de curarme, me mandaron al campo de Pamplona y me dieron a escoger, o te vas al frente a combatir o te vas a picar con pala a construir bardas y trincheras. De morir con una pala al hombro o de morir con el fusil en las manos, prefiero el fusil les dije. Y así me quedé en el frente, peleando. En Madrid vivo en los sanatorios, me han hecho ya siete reparaciones, la columna, la vejiga, dos balas, una en la pierna y otra en la espalda, dos marcapasos, un tobillo roto. Una bala, la de la espalda, nunca me la pudieron quitar y aquí la traigo puesta― dice mientras se intenta alcanzar con la mano el centro de la espalda.


Entre San Rafael y Gedillas, hay familias junto a las vías del tren, mujeres, niños y ancianos que cargan los utensilios de cocina. Abandonan sus casas con mucho miedo en el cuerpo. Se alejan como filas de hormigas por la orilla del camino que corre paralelo a la locomotora. Cargan con el frío entre la espalda y las piernas. Los mayores se encorvan con el peso. Algunos niños lloran por el hambre o por el temor. Unos hombres con la cara ceniza por la barba de varios días, suben al tren sin rumbo, amontonándose en donde están Juanjo y Nicolás a la expectativa.
― ¡Sólo nos falta una estación más y luego ya está Cercedilla, ahora sí, prepárate! Recoge tus cosas. Veo soldados por todas partes. Esto se va a poner de hostias ―. Dice Juanjo mientras mete en su mochila su libro de apuntes y la bota de vino. Saca una americana, se la pone y sube la cremallera hasta las orejas para protegerse del frio.


― ¿Y no tiene problemas con los detectores de metales? ―bromea Luisa.
―Si, por eso traigo una constancia del hospital de la bala que tengo incrustada. La muestro siempre junto con mi documento de identificación.
Cruzan el pueblo de Collado y luego Los Molinos, dos estaciones antes de Cercedilla.
El dolor en el pecho se agudiza. Ya no le dirige la palabra ni la mirada al cuñado despreciable.
― ¿Y no lo registran? ―. Dice la señora.
Sigue en silencio durante un largo rato tragándose el dolor.
―Me bajo en la próxima estación―. Alcanzó a decir con los dientes apretados.


― ¡Qué cosas Nicolás! La guerra viene siendo como el escape a los encierros del pueblo, de los trigales, de los mismos escenarios que te cuecen con el tiempo, que te forjan con los golpes. Si no fuera por la Carmina que retoza mientras pardea la tarde, que me envuelve con su aire, con sus enaguas floreadas cuando recorre el campo acompañada de los perfumes de su juventud, esa monotonía sería como un lastre. A escondidas del hermano, por el acueducto, le besaba los párpados que como mariposas revoloteaban entre mis labios. Y ella me hacía sentir tan diferente.
Uno tras otro, los cigarrillos se acaban mientras el aire frío se cuela por las ventanas.


Cercedilla se encuentra al pie de la sierra. Sus casas con techos inclinados están entre el bosque, muy separadas entre ellas. El clima se siente frío y ahora hace siete grados. Muchos jóvenes se bajan en esta estación. Todos van a la montaña. En sus manos llevan palos largos. El bosque de otoño empieza a buscar otros colores. Hay árboles amarillos desperdigados en las montañas, entre los verdes oscuros. Son de un tono ambarino, intenso, que contrastan con los verdes olivos, pardos y azabaches.
Cuando se para el tren, se levanta el anciano. Toma su maleta y el dolor que le atraviesa el pecho, se hace insoportable, hasta casi ahogarlo. Se echa la mochila en la encorvada espalda. No se despide de la pareja. En su andar se denota la agonía después de los tantos años que se había pasado sin enfrentar en una plática, al familiar adversario.
―Aún se mira fuerte―. Dice Luisa mientras mira de reojo a su cansado marido.
Arranca el tren en el silencio y, mientras Luisa y Feliciano se asoman hacia los andenes, escuchan unos pitidos que vienen de un bulto que se derrumba en el andén envuelto en un suéter de color café.
― ¿Pasaría algo? ―se preguntan al unísono el par de viejos.


Juanjo y Nicolás brincan del tren antes de que se pare en la estación de Cercedilla. Han visto a varios Guardias en el andén y presienten lo peor. Corren un trecho junto a las vías en busca de un sendero por donde enfilarse hacia la sierra. Hay muchas piedras, tropiezan y caen, se levantan y continúan la carrera. Son vistos por los militares y les empiezan a disparar. Las balas silban muy cerca, levantan una nube de polvo cuando se estrellan muy cerca de los pies de los dos muchachos. De pronto Juanjo corre solo. Cuando se da cuenta que Nicolás no lo sigue, se detiene y voltea hacia atrás y lo alcanza a mirar tirado en el suelo junto a un montículo de tierra.
La metralla le retumba en los oídos.
Siente un fuerte ardor en la espalda y otro en la pierna.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Instinto, animal

Septiembre 2009
La señora de cabellos largos, teñidos de un rubio demasiado falso, compone su mundo ––el que está detrás de las ventanas con las cortinas plegadas –– y desarregla el mío ––el que existe en la calle, en los callejones del abandono.
Sus amigos, también de pelos coloreados, quieren ordenar lo que no es mío.
Afuera, los ríos de autos se debaten en el trajín diario en donde cada día hay que lidiar por un mendrugo de comida. En el restaurante, el grupo arregla lo que sólo existe de sus dientes hacia adentro. El tronar de sartenes no les hace mella. Están como posesos hablando de banalidades. Viven el momento, cuentan historias. Sus risotadas me alteran.
Desde la cocina llegan aromas y sabores. Me rugen las tripas de coraje y hambre.
Unos delantales, presurosos, se afanan por atenderles mientras las mujeres se vanaglorian de sus uñas largas, recién pintadas. Yo mastico y relamo el aire. Afuera los autos trinan en la noche que llega cansada.
“Ojalá alguno de ellos me adoptara aunque fuera para un circo”.
Con las orejas gachas y el pelo erizado, salgo a la calle por debajo de unas cuantas mesas.

sábado, 15 de agosto de 2009

¿De qué tamaño es el mundo?

Artidoro Gracia/enero 09

Para que conozcas su tamaño y la inmensidad del mismo, empieza a sumar poco a poco todo aquello que lo forma, inicia ahora que ya vas tarde. Puedes iniciar con; esa huella que dejas sobre la tierra requemada, aquella florecilla perdida entre las agrestes rocas, la mano que roza el quicio de una puerta, un aliento que impulsa un tulipán, una mirada que abarca más allá de los montes pardos, la gota de sudor que huye de la frente, un silbido tras el gato que se escapa, una lechuza que canta y da la bienvenida al misterio del anochecer, la serpiente que repta en busca de un ratón errante, un pájaro que vuela como gaviota, las palomas que le arrancan ruidos al aire con su fuerte golpeteo, una espina que rasga la piel que la toca en un descuido, el martillo y el punzón que labran los minutos en la piedra, el salto de un sapo, un chapulín en la breña, una cucharada de miel, el reflejo en el agua de un gorrión que surca el cielo, un latido de las venas, una abrazo que conforta, la rana que croa en la llovizna, un trago de atole de maíz, una hormiga que arrastra una hoja de eucalipto, la centella que brilla atrás de la cortina de agua, un goteo incesante durante la noche, un cotorro que mueve los ojos, un barquillo de papel hecho por las manos de un niño travieso, una melancolía ante el paso de una bella dama, un rocío que riega el césped en la madrugada, una buganvilia que acompaña a la jacaranda, un aroma y una risa desde la hornilla cuando se llega a casa, un canturreo de una avispa pegada a la ventana, un vacilante vuelo de la mariposa roja, un pleito de tórtolos en el follaje, una plaza que se llena con la tarde, un camino que baja, sube y alcanza a besar al horizonte, una rosa cortada furtivamente en el jardín de un vecino, un pato que vuela y aterriza ruidosamente en el agua verde de la laguna, una abeja que erra y quiere cruzar el cristal, un mosquito que bebe de tu sangre, un sopor que agota con delicia tus flacas fuerzas, una almohada que recoge tu cabello de las sienes, una sábana blanca que oculta los pensamientos, un par que se aman sin medida...
Y así, hasta lo inconmensurable. Si te atreves a pensar que has terminado y si te animas a voltear la vista sobre el hombro, aquello que has contado no será ya lo mismo; la huella del pie estará con polvo encima, la florecilla marchita o florecida, la mano con estrías marcadas, el tulipán sin recibir alientos, los montes antes pardos, llenos de primavera o sin ramaje, el sudor de la frente surcando nuevas arrugas, no se escuchan ecos del silbido tras el gato, ahora en pos del gato hay gatitos, con del amanecer la lechuza habrá levantado el vuelo, la serpiente saciado el hambre con dos ratones, la gaviota surcando los mares en busca de más tierra seca, las palomas posadas en el árbol grande, en la piel, la cicatriz de la espina hincada, en las piedras los minutos sumarán días y meses, el sapo se ha enterrado en las cáscaras de lodo y el chapulín ha desaparecido, la cuchara con mieles de otras pencas, el gorrión en las garras del depredador, las venas dilatadas, los abrazos serán para otros pechos, la rana junto al sapo en la laguna, el atole cambió por una cerveza fría, la hormiga acarrea hojas de laureles, la centella desapareció con la llegada de mayo, la fuente rebosante con las gotas en fuga, el cotorro con los ojos cerrados hurgando en el plumaje de su cotorra, el barquillo zozobrado en el riachuelo, el dejo de melancolía convertido en una gran sonrisa ante la dama conquistada, el césped recién cortado, la jacaranda ahora abraza a la buganvilia, el aroma en casa es de una cena con luces de románticos candiles, el canturreo de la avispa ha desaparecido, la mariposa convertida en miles de ella misma, los tórtolos reproducidos como conejos en los matorrales, la plaza llena de madrugadas y con adoquines nuevos, el camino más ancho y transitado, el vecino a falta de rosas ahora siembra nochebuenas, los patos y el agua de la laguna en un eterno idilio, el cristal con tela para las abejas, el mosquito sin la sangre de tu sangre en un jolgorio, las fuerzas recuperadas después de un jarro de agua fresca, la almohada en funda nueva recogiendo las sonrisas, la sábana con el mismo color de la piel dorada.
Y vuelves a empezar en el mismo punto.
De ese tamaño es el universo y crece más rápido que cualquiera de nosotros. Te lo dije, ya vas tarde.

martes, 11 de agosto de 2009

Hombre que vuela

Agosto 2009


En la madrugada llegué en silencio a tu lecho y me recosté a tu lado. Sentí el latir de tu corazón y el correr de la sangre por tus venas. ¡Cuánto calor emanaba de tu cuerpo dormido! Acaricié tu cabello con temor a despertarte. Pero seguías profundamente inmerso y me hubiera gustado saber lo que había en tus sueños. Imaginé tal vez que volabas, con grandes alas e ilusiones y no quise interrumpirte. Me adapté al ritmo de tu respiración para impulsarte más en ese posible vuelo. Y no resistí la tentación de besar tu mejilla y noté una incipiente barba que no te conocía.
Desvié la mirada y encontré unos vellos en tus piernas desnudas. Y me sentí un extraño. Te habías convertido en lo que ya eres, en todo un hombre.
Seguí abrazado a ti y escuché el aliento del niño dormido. No pude distinguir si había una sonrisa en tus labios. Supongo que sí. Siempre la tienes dibujada en el rostro. Por eso, cuando te miro pensativo y triste, sufro.
Cuando te abrazaba por la ancha espalda, quise transmitirte mis sentimientos. Ojala y mientras vueles, los hayas percibido, si no es ahora, mañana cuando te despiertes. Y cuando lo hagas, ¿sabes? ahí estaré cerca, contigo, como ahora lo estoy, sintiendo los fuertes brazos que aún te crecen. Porque estás creciendo y no lo notas. Pero yo, cuando salgo de viaje y pasan días sin mirarte, a mi regreso, te veo más fuerte, más completo. Estás perdiendo esas últimas facciones infantiles de tu mirada.
Porque la necesitaba, seguí aferrado a tu calidez. Eres ya un hombre que vuela.

sábado, 8 de agosto de 2009

Ceguera

Artidoro Gracia, agosto/09

Avanzaba dando tumbos, casi a ciegas y a rastras, con la bayoneta en mano, tumbando maleza para abrirme camino. De pronto, amor, tu cuerpo cayó a mi lado. Sin darme cuenta, te había cortado las alas con el cuchillo.

Y no escuché ni un reclamo tuyo, ni con tu mirada. Sólo lamentaste en silencio mi ceguera de siempre.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Brillos en el lodo

Artidoro Gracia, agosto/09

Al hundir los pies descalzos en el lodo de la calle, siento que piso algo redondo y duro. Meto las manos hasta alcanzarlos. Con el agua de un pequeño charco, les lavo el barro. Son pedazos de cobre y poco a poco, me doy cuenta que son monedas antiguas que brillan. Para mí, es mucho dinero. Vuelvo a meter las manos y encuentro otra, y otra, y una más. ¡No lo puedo creer, me he encontrado lo que parece ser un tesoro!
Mis fantasías infantiles son realidad. Siempre he soñado con encontrar dinero para poder comprarme los regalos que nunca he tenido.
Sentado en el lodo, manoteo con desesperación y limpio las monedas en los pantalones empapados, están batidos en el barro. Sigo excavando con mis torpes manos. Cuantas veces hundo los dedos en el agua lodosa, más monedas encuentro. Son muchas. Las amontono en un cartón colocado a la orilla de la charca. Siempre que llueve, la calle se convierte en un río de fango y charcos. Es ancha, deforme, limitada por las pocas casas que están en medio de los corrales y grandes patios. Ahora están entre la niebla y la pertinaz llovizna.
Cuando he llenado los cuatro bolsillos y sin saber porqué, empiezo a volar por encima de la calle, de los techos y establos. ¡Otra fantasía hecha realidad! Siempre había soñado con poder volar.
Alcanzo una nube espesa. ¡Ahí también hay monedas que vuelan junto conmigo! Parecen bandadas de palomas que me acompañan. Las nubes están llenas de dinero; de plata, cobre y oro. Monedas por doquier que caen a la calle y me afano por atraparlas.
Veo el techo de tierra húmeda de mi casa. Afuera, unas vacas con el agua casi rozándoles las panzas, las gallinas se guarecen debajo de un árbol. Un gato que chorrea gotas, arrastra su cola mientras cruza el patio. Vuelo por encima del paisaje triste y lluvioso. Llueven monedas y nadie se da cuenta, yo soy el único que está afuera. Me elevo; más arriba, más alto, hasta alcanzar lo que creo que es un cielo brillante.
Sigo recogiendo monedas con ambas manos, son interminables. Mi cuerpo se llena de ellas y lo siento muy pesado. Agito los brazos y piernas con mucho esfuerzo. Cada vez, un mayor peso en la espalda me sofoca. No puedo respirar. Las nubes se transforman en tierra pastosa, llenas de lodo, de granizo y de truenos. Las monedas ahora me resultan grotescas, con caras horribles que me sacan la lengua y se convierten en una pesadilla que me espanta. Ya no puedo volar. Engarrotado por el peso, las empiezo a soltar a puños, a lanzarlas hacia abajo, hacia la calle, me resultan una espantosa opresión en el pecho que me corta la respiración.
En mi cuarto, el agua sube lentamente hasta llegarme al cuello, a la nariz, y me ahoga. Ya no hay más tesoros ni fantasías, sólo mi catre que se mece en medio de un río de agua y lodo. Es la cruda realidad de un niño que se hace hombre.

sábado, 1 de agosto de 2009

Mosquito del amor


Artidoro Gracia /Agosto 2009

Es de noche y hace calor. La ventana está abierta y las cortinas se mueven con la brisa que refresca los cuerpos semidesnudos de la pareja. Yacen separados en la cama. Ella duerme.
¿Por qué su mujer dejó de parecerle bella? Han pasado meses y ya no recuerda cuándo por última ocasión, recorrió esa piel que, en ese entonces, le parecía maravillosa.
Se vuelve dándole la espalda, apaga la luz en el buró e intenta conciliar el sueño.
Mientras cae en un leve sopor, escucha distante a un mosquito que ha entrado a la recámara. Primero lo percibe como un lejano siseo, después como si fuera un minúsculo helicóptero que le roza la piel queriendo posarse en ella. Lo espanta con la mano y el zumbido va y viene. Se mece en el aire. Va y viene. No cesa.
Y en ese bamboleo adormecedor, se debate en los pensamientos de su situación matrimonial. El mosquito lo hechiza como si fuera la música de un violín. Con lentitud asombrosa, inicia una paulatina metamorfosis. Sus brazos y manos se introducen en las alas del insecto; primero los dedos, luego la mano entera y cuando termina con las piernas, su cuerpo se ha puesto por completo el traje del mosquito, haciendo de él, el suyo propio, fino y con patas esbeltas. Ahora se mira provisto de alas largas y delgadas. Un segundo par de aletas, son una especie de balancines que utiliza para mantener el equilibrio. Cobra una nueva vida. Sus antenas son plumosas y una enorme espada le nace de la boca, larga y filosa con la que se alimenta. Se la mira emocionado, tiene hambre y está dispuesto a utilizarla.
Así, transformado, se encuentra tirando del timón en varias direcciones. Abajo, ve a unos brazos que manotean de cuando en cuando espantándose el zumbido que provoca. Ahora vuela en zigzag en busca de alimento y se encuentra con aquella piel de la mujer que lo deslumbra. ¡Tanta belleza abandonada!
Unas colinas blancas, coronadas con pequeños montículos oscuros, lo invitan a encajar su espada hambrienta. Pero se contiene antes de ultrajar aquella belleza indescriptible. Queda pasmado contemplando el sedoso cutis.
¿Cuánto tiempo transcurrido desde que besó con labios de hombre ese par de montes que ahora lo deslumbran siendo un insecto?
Los mira tan de cerca, sobrevolándolos, que la piel se convierte en altas dunas de arena blanca, ¡tan tersas! que no se atreve a mancillarlas. Tira del mando y busca otro rumbo en aquel femenino cuerpo. Pero cuanto más vuela, más le aguijona el hambre. Alcanza un valle. Es el cuello de la dama. Impresionante paisaje de un acantilado liso. Una hermosura extraviada ante los ojos del varón indiferente.
Juguetea encima del cabello aromoso. Encuentra unas líneas doradas como miel que lo admiran cuando las toca. El pensamiento de hombre en el cuerpo del mosquito, está confuso. Excitadas sus patas y ávida la espada.
Y el cuerpo masculino que ya duerme, se revuelve. Se agita con los paisajes que le envían los ojos del mosquito que se posa en el vientre de la mujer e hinca el candente acero. Absorto y ansioso succiona la sangre que lo sacia, mientras se aferra con sus patas a la piel que lo adormece.
El hombre excitado, rompe la inacción ante la pareja olvidada, levanta la pierna y con su peso restriega el vientre de la dama.

domingo, 28 de junio de 2009

Ánima en Alcalá de Henares


Artidoro Gracia, 28 junio 09

La ciudad de Cervantes, del Quijote, Sancho y Rocinante, entre otros, se encuentra pasando el Río Jarama, el Arroyo Henares y un montón de plantíos yendo a trote desde Madrid por carretera. Con sigilo, sale del apartamento cerca de las cinco de la madrugada. El recepcionista, un hombre gordo, dormita todavía. Cruza el lobby de puntillas y trata de no hacer ruido. Pasa junto a él, abre la puerta y la deja de par en par para que sea el frío el que lo despierte y no el golpe de la cerradura.
Empieza a correr por la misma calle de siempre, avanza unas cuantas esquinas, trota y calienta las pantorrillas. En la avenida América, enfila rumbo al este, por la carretera a Zaragoza. La noche anterior había medido la distancia en el manoseado mapa que le sirve de guía en los caminos. Calculó cerca de treinta kilómetros y casi tres horas a un buen ritmo. Empieza despacio y aprieta el paso una vez que va dejando atrás las últimas luces de la ciudad.
La claridad del día le llega cuando va por el aeropuerto de Barajas, quince kilómetros más adelante y chorreando sudor por todas partes. El viento le golpea la cara. En la autopista no hay tráfico. Hace un fuerte frío y las gotas de una ligera lluvia, que se confunden con las del sudor, le hacen cerrar constantemente los ojos.
La carretera pasa al sur de las pistas del aeropuerto. A esa hora, varios aviones aterrizan y otros tantos despegan. Con sus tronidos en el cielo, rasgan y se abren brecha por las nubes espesas hacia el Mediterráneo o rumbo al Atlántico.
Alcalá está rodeada de verdes, de una montaña que parece mesa y de muchas venas de caminos y carreteras que por ella pasan. Al llegar jadeando, se encuentra una oleada de ramos de claveles, gladiolos, nardos y muchos colores. Son flores que llevan los vivos a sus muertos. Es el uno de noviembre, el día de Todos los Santos.
La ciudad lo recibe con esas flores que se regatean junto a la barda que divide la vida con la muerte. Recién lavadas las lápidas de mármol, verdes los uno, blancos los otros y grises los muchos. Los pisos de tierra entre las tumbas están barridos y húmedos. Es el único día en donde los vivos se juntan con los muertos. Recargados a la barda pintada de ocre por el tiempo, muerta también en sus colores, se arremolinan los regateadores de precios y arcos iris.
Se topa de frente, con los ramos de margaritas encendidas. Parecen veladoras que cuidan al difunto. Los amarantos, las rosas y claveles, son cómplices en el cementerio.
Alrededor de Henares, los maizales están secos, cortados a la mitad, llenos de hojas largas y ajadas, de color café tostado, húmedos por la granizada de la noche anterior. Los largos plantíos, están cortados y heridos por las vías del ferrocarril. Las puntadas de los durmientes cosen al campo dibujándole una larga cicatriz.
Mientras el día avanza, las almas de los difuntos mueven las hojas de los árboles. Parece que juegan, que tienen su propia fiesta. Es como la clausura de su día festivo. Las familias aguardan de pie a un lado de las tumbas, esperan a que sus difuntos se despidan, borrachos de tanto jolgorio de rosas rojas.
El panteón se encuentra junto a las vías de los trenes que llegan y se van de Henares. Tres pares de vías se alinean, hacia allá, apuntando hacia Madrid o hacia acá apuntando hacia Zaragoza. Los vagones pasan muy próximos a los difuntos despertándolos con los chirridos de las ruedas de acero. Las huellas de humos blancos de los aviones que se enfilan hacia París, o allá, más arriba, a muchas partes, son estelas blancas que se descomponen en muchas esponjas mientras se alejan de las turbinas que las avientan. Son ríos de vapor que se desmoronan con los besos y abrazos del viento.
Por allá, hay montañas largas y planas, achaparradas, pelonas y áridas. También hay arroyos que fueron tejidos por la naturaleza sentada en una gran silla mecedora, cosiéndolos en la sábana de terrenos planos y hondonadas de verdes bosques que se acunan con el sopor de la tarde después de la hora de la siesta.
Los senderos junto con las vías del ferrocarril cicatrizan la tierra. La surcan al capricho de las lomas. Cuando el ferrocarril no puede rodear a la montaña, la atraviesa perforándola con túneles. Son como largas heridas en los sembradíos.
Llega a la plaza central con los últimos alientos que le dejaron estos paisajes y los kilómetros recorridos. La ciudad es una postal iluminada. Después, los pasos le llevan hasta la estación de autobuses, en donde, montado en alguno de ellos, tiene que regresarse. Se le acabaron las fuerzas para desdoblar lo recorrido. Algunos pasajeros en la sala de espera tiritando de frío, le miran extrañados cuando deja unas gotas de sudor en la ventana de la taquilla.
Sube al autobús y se sienta en la última butaca en la parte de atrás. Entre sus dedos sudorosos carga unas postales que se compró en la estación. Pasan por el cementerio. Las difuntas de Alcalá reciben más flores que las que deambulan en las calles. Al llegar al edificio de apartamentos, sube al suyo por las escaleras en silencio. No quiere que la puerta del ascensor despierte al hombre gordo que aún dormita.
Suena el timbre del despertador. Se levanta y se empieza a calzar los zapatos tenis. Es hora de iniciar el recorrido planeado. Extrañado, mira unas tarjetas postales húmedas y un boleto de autobús arrugado en la mesita de noche.

sábado, 27 de junio de 2009

A la memoria de 49 chiquitines

Artidoro Gracia, 29 julio 09

Nunca te diste cuenta de que ya estabas muerto.
Por esa razón, cuando te dieron aquellos besos en la frente, un apretón de manos y unas palabras todas rotas… no supiste.
Era el adiós de una mujer destrozada junto al lecho. Después, unas manos llenas de callos, pero con sublime delicadeza, te secaron unas gotas en la cara. Eran las de un hombre ahogándose en sus lágrimas.
¿Qué te ibas a dar cuenta de eso?... Los niños no tienen porqué andar dándose cuenta de esas cosas.

lunes, 22 de junio de 2009

Huellas de lluvia

Artidoro Gracia, junio/2009



Las gotas de lluvia tienen unos pies muy pequeños. Cuando pisan el camino sediento, dejan su huella húmeda pasajera, como besitos.

martes, 16 de junio de 2009

Primero Yo


Artidoro Gracia; Junio/ 09

La gallina discutía con el huevo sobre quién había sido primero, si él o ella. A cloqueos quería ganarle. El huevo estaba amarillo de coraje y se hacía un ovillo para no escucharla. “Yo fui primero” decía con su voz tímida y se quedaba en silencio hecho una bolita. Entonces la gallina se enfureció, cacareó más fuerte, lo maldijo y le rompió la cáscara a picotazos. Y el huevo roto se chorreó por el suelo.
La gallina se quedó sola, y ahora, de cuando en cuando, se le escucha cacarear en los corrales buscando a su pollito que nunca tuvo.

viernes, 12 de junio de 2009

En medio de un mar de luz


Artidoro Gracia/enero 2009

I
En una isla, solitario, escribo durante largo tiempo y formo pilas de papeles que custodio con mucho celo. Sin explicación y con delirio, de pronto me llega un intenso deseo por mostrarlos a alguien que tenga la magia tantas veces esperada; a una mujer que me alivie el desconsuelo de los amores extraviados y en dónde anidar la soledad de mí escritura.
Intuyo que esa mujer vive en el puerto, al otro lado del mar y que puedo encontrarla en cualquier momento.
La afición por las palomas mensajeras que domestico, es el medio y una forma emocionante para poder hacerlo. Las enviaré en su búsqueda.
Una mañana, muy temprano, decido iniciar con la osadía. En la pata de una de las aves amarro el primer escrito y le doy instrucciones en voz alta.
–– Anda, ve a buscar a mi bella dama. Vuela hacia el poniente y antes del mediodía llegarás al puerto. Por las señas que te voy a dar, sabrás cómo es la mujer que vayas a buscar. La reconocerás de inmediato. Cuando sonría, que un par de comisuras se le dibujen en los labios, que su pelo esté suelto y perfumado, que tenga el color de miel pintado en su cara y la mirada llena de perlas. Que posea un hechizo en los ademanes. Cuando mires su silueta de musa y el cuello de cisne en celo, la habrás encontrado. Búscala por las plazas, patios y callejones y regresa con su respuesta.
El animalito, a gran altura, vuela hacia el poniente y antes del mediodía aterriza al ras de los tejados del pintoresco puerto. Busca en las callejas, hurga entre las plazas, hasta que por fin la descubre. Está adornada con la blanca espuma que fabrica el agua en una fuente. Recargada en un barandal, tiene el cabello suelto y lleno de luces que se confunden con los destellos de los chorros de agua. Tiene una sonrisa eterna y una fascinación que la desparrama como gotas de lluvia.
La doncella se sorprende por el ave que se posa sobre la baranda. Llama su atención el papel en una de las patas y el misterio la invade. ¿Qué es esto? ¿Acaso es el hechizo esperado desde los cuentos de hadas leídos cuando era niña? Es muy grande la tentación, pero no se acerca. Está encantada con la imagen, pero no se atreve. Le brillan los ojos. Observa al ave que sigue en el mismo sitio. ¿Una paloma mensajera? No se explica el embrujo, que a su edad, es inconcebible. ¿Es quién debe recibir el mensaje como en la Edad Media de su enamorado? La sorpresa, y una gran curiosidad, la empujan, y con el temor de que emprenda el vuelo, desata el pequeño rollo, lo extiende y lee con avidez un poema escrito.
“Por favor contéstame, dime algo. La paloma te está esperando”. Dice la posdata.
Cuando termina, siente una danza por su cuerpo y un deseo incontenible por responderle. Mira a la emisaria. No quiere terminar con la emoción de la tarde y escribe la respuesta. Las palabras le salen espontáneas sobre un pedazo de papel; “Estoy sorprendida por la forma y el medio con el que me buscas. Me has transportado en el tiempo y me quedo con la piel erizada”
Sin creer lo que está pasando, amarra el mensaje. El ave, al sentir el encargo, alza el vuelo y se pierde en las alturas dejándola con el estupor en la cara.

II
Ya es de noche cuando escucho, con el zureo, el regreso de la paloma. Abro la puerta y la miro sentada en el portal de mi refugio. Sonrío al percatarme del recado. Aún no termino su lectura, cuando ya siento el aguijón del hechizo por la dama; una punzada deliciosa que se me clava en el cerebro, como una espina que se enquista. Y doy rienda suelta a la alegría.
Durante la noche redacto otro mensaje y cuando aún no amanece, ya la recadera vuela por el mismo rumbo que un día antes había recorrido.

III
El ave llega al puerto. Después de buscarla, la encuentra camino a casa y se posa en la repisa de una ventana. Ella, incrédula, se desconcierta por lo que le sucede. Desata el nudo y una oleada de mariposas invade su piel. Lee el primer párrafo, y cuanto más avanza, la cara se le llena de alegría. ¡Cuántas palabras bellas hay en el escrito! ¡Cuántos colores encuentra en los paisajes que ahí se le relatan!
Lee emocionada: “¿Cómo haces para arrancarme tantas letras? ¿Acaso será tu lejanía la que me hace dar rienda suelta al pensamiento? ¡Qué antojo el mío por abrazarte y de saciar mi sed de ti! El primer mensaje me llegó con la magia de tus palabras y me las comí como si fueran un racimo de uvas. Mis labios, testigos de mis arrebatos, cómplices de mis locuras, guardan secretos para cuando te tenga cerca”.

IV
Los mensajes continúan por varios días. La paloma ya sabe el camino y la pasión que ha nacido entre nosotros. Ella, la dama elegante. Yo, el soñador incansable, inventor con poemas, de las tardes con nubes blancas.
Ella está embrujada en medio de un mar de luz y con el misterio de las letras plagadas de emoción. Cuando está sola y deprimida, las lee y son un bálsamo para sus sentidos. Yo, al escribirlas, me alegro por haber encontrado cómo llenar mis noches solitarias.
Mis poemas se convierten en la larga estela de un cometa, para que ella las mire suspendidas en el cielo.

V
En unos de los tantos vuelos, la paloma no la encuentra. La busca por todo el puerto. Revolotea con desesperación. El mensaje sin entregar le desespera. No puede cumplir con el encargo y se desorienta.
La mujer se divierte en algún lugar, lejos, entre amigos y fiestas. Risas, vino y un encuentro ocasional. Una mano sobre su hombro la acaricia. Pero es diferente. Ahora extraña el embrujo y el deseo de leer a su poeta.
El retorno de la enviada se me hace eterno. ¿Mis palabras la habrán ofendido? Sé de los riesgos que corre la mensajera de amores. Las horas son como campanadas desde las torres de una iglesia, que con una lentitud pasmosa, me trastornan. Acudo a los libros para no calcinarme a fuego lento.
El ave, al no poder entregar el encargo, vuela sin rumbo. Cuando llega la noche, tiene las alas cansadas y se posa a reponer las fuerzas en un lugar recóndito.
Al segundo día, con el viento en contra y con lluvias repentinas empañándole la vista, la emisaria retoma el vuelo hacia el oriente, después vira hacia el norte y luego retorna al sur. Está perdida. No encuentra a la bella dama. Está exhausta. Vuela por encima de los tejados. Los soplos del aire frío la desorientan, pero es mayor el deseo de entregar el encargo, que la necesidad de detener la búsqueda. Con el ocaso, encuentra un lugar para pasar la noche. Picotea entre la hojarasca en busca de alimento. Duerme afligida en la espesura de un árbol canoso. Yo desespero al no recibir noticias.
En la mujer, el incierto penetra. Está lejos de casa. Un remordimiento la asalta. No sabe hasta dónde dejará entrar al desconocido poeta que la acecha. La curiosidad implacable le muerde las entrañas con una delicia indescriptible, que su mente, en el intento de ser fría, le increpa.
Después de dos noches durmiendo fuera, regresa al puerto.

VI
Guiada por el perfume femenino, al tercer día, la paloma llega al patio de su casa. En la recámara, junto a un mueble, mudo testigo de los deseos reprimidos, ella está sentada en una silla, frente a la ventana. Parece que duerme. Al escuchar el aleteo en el cristal, la dama se sobresalta. Abre la ventana, desanuda el mensaje y sonríe al leer las palabras que forman un poema. Las letras resquebrajan la última muralla de su mente fría y se deja arrastrar por los escritos del misterioso, que le calan en lo más profundo de su mente.
La mensajera sabe que ha cumplido, desprende sus patas del pretil y vuela de regreso.
En la recámara, los ojos de ella se empiezan a humedecer con un especial brillo.
Al final del poema, encuentra unas preguntas, últimas estocadas que le rompen el corazón a jirones; “¿A qué sabrán tus suspiros en mi oído, tus manos en mi cuello, tus brazos rodeándome los hombros, tus labios posados en los míos? ¿A qué sabrán las sábanas blancas llenas con el aroma de tu piel?”
Un calorcillo que le nace desde las piernas y le sube hasta el cerebro, la llena de un placer nunca antes percibido, de coquetería femenina y de un interés por conocer a quién se atrevía a acariciarle los ojos con palabras cada vez más encendidas. ¿Cómo es que había podido conocerla y decirle que era hermosa?
“La próxima semana voy a visitarte. Llego en el barco que atraca en el muelle, la tarde del martes. Te buscaré hasta encontrarnos”. Se lee al final del escrito.
Se queda perpleja e incrédula. “¿Vendrá a buscarme?”
No puede dormir esa noche ni las siguientes. No sabe si se atreverá a recibirlo.

VII
En el pequeño barco, los marinos se arremolinan sobre la cubierta y se preparan para atracar. Lanzan las sogas hacia los postes de acero en el muelle. Varios pasajeros empiezan a salir y se entrelazan con los brazos que los esperan. Entre la multitud, hay una mujer escondida. No hay duda, sé que es ella y siento un hormigueo en el pecho. Intenta esconderse en unos anteojos negros y no se atreve a enfrentar mi mirada. Desde que doy el primer paso en tierra firme, sabe que soy yo quien avanzo y no tiene el valor para esperarme. Da media vuelta y confundiéndose entre la gente, se retira con prisa.
Su corazón le ordena regresar, pero sus pasos se van hacia la dirección opuesta, casi corren. La alcanzo con mi mano en el hombro y siento por primera vez el calor de su piel. Ella cierra los ojos. No quiere voltear la cara. Hace el intento de abrir la portezuela del auto y huir por las calles. Con el corazón estrujado quiere escapar, pero no puede. Siento un temblor en todo su cuerpo.
Unos pájaros alzan el vuelo sobre el cielo que nos cobija y regresan al mismo árbol para perderse entre el follaje y seguir llenando la tarde a trinos.
Ella se desmorona cuando mis brazos la rodean por la espalda y le acaricio el cuello con mi aliento. Aspiro su perfume. ¡Nunca imaginé que tendría un aroma tan distinto!
Los pajarillos siguen con sus cánticos, y de pronto, como si se pusieran de acuerdo, callan. Quieren escuchar los suspiros que ella lanza y el sonido del primer beso. Se asoman por entre las hojas y con los ojos perplejos, se dan cuenta de nuestro apasionado encuentro.
Mientras tanto, el barco zarpa rumbo al siguiente puerto y se pierde en medio de un mar de luz dejando una huella de borbotones en la superficie.
––Mira la luna ––le digo al oído––. Parece ser la suma de los brillos de tus ojos. Ojala alguien pudiera amasar a nuestros cuerpos, hacer uno solo; tus piernas con mis piernas, tus brazos en mis brazos.
–– Vamos a casa, tú conduce ––. Me dice mientras le miro los ojos luminosos.
Es tiempo de jacarandas. Nos llenamos los zapatos de flores lilas mientras caminamos hacia el auto. Cientos de pétalos violetas están enredados con las hojas verdes y amarillas. Parecen estar enamorados.
Subimos al automóvil y ella me guía por las calles angostas.
Empieza la noche llena de silencio. El sol ya se ha ocultado por encima de las colinas y por atrás de la niebla que empieza a desprenderse del mar. El aire golpea las ventanillas del auto y me trae su perfume de mujer. Admiro su piel bronceada, las ondulaciones de su pelo y el perfil con su par de labios que me encandilan. Tengo un enorme deseo de estacionarme en la orilla del camino, pero me contengo.
Ella, con disimulo, mira mis manos.
Llegamos a su casa, y con recato, me pide que le de más tiempo. Tiene que respirar profundo. Está llena de sonrisas contenidas, de deseos amarrados. Nos quedamos en silencio mirándonos.
––Me siento extraña –– dice al fin––. ¿Estaremos haciendo lo correcto?
––No lo sé ––digo mientras busco en sus ojos una invitación para besarla––. Sólo quiero perderme entre tus labios, fuente que salpica gotas de luces y de brillos. ¿Es que aún no te has dado cuenta?
––No me dejas ni respirar ––me dice.
–– No puedo creer que te tenga tan cerca. Te he escrito sin parar en mis soledades.
––Déjame que suspiro ––dice––. Entremos a casa. Ahora que estás aquí, no sé cómo comportarme. Te invito, pasa para que conozcas el lugar en donde vivo.
Voy tras ella mientras quiere abrir la cerradura de la entrada. No la dejo. Me recargo en la puerta y la abrazo.
––De acuerdo, pero antes de que entremos, quiero decirte que en cualquier momento, cuando tú lo pidas, me detengo. Aunque siempre lo he deseado, no quiero invadir lo que no permitas. Ten la seguridad en ello––. Musito.
––Gracias, eres muy amable en decirlo, entra.
Abre y nos sentamos en una pequeña sala llena de detalles. Le tomo las manos.
––Aunque no estaba errado al imaginarte, me siento extraño. No sé por dónde empezar para conocerte. Quiero empezar por tu corazón. ¿Nunca te han mordido el corazón? Para besarte empezaría por tu voz. ¿Nunca te han besado la voz antes de que salga de tu boca?
––Estoy muy emocionada, me tienes sin habla, espera un minuto, vas muy de prisa, dame tiempo para asimilar lo que me dices. Me enamoraste con tus letras y poemas. ¿Quieres tomar algo?
––Primero, un vaso de agua fría. Después una copa de vino. Eres una mezcla de emociones y de sentimientos. Ante tu presencia, se me eriza la piel. Siento como si una brisa acariciara mi cuerpo. En el barco te escribí un poema.
––Me encanta lo que me dices, en cambio yo, pensé que sería más fácil mirarte a los ojos. ¡No sé lo que me pasa! ¿Cuál es ese poema?
Busco en mi maleta un sobre repleto de papeles escritos a mano.
––Este es, lo hice imaginándote a la orilla del mar, con la piel dorada por el sol.
Y se lo leo. Ella escucha cada palabra sin parpadear. Cuando termino de leer, suspira y lanza una exclamación de asombro.
–– ¡Divino, me encantó! ––y se abraza a mi cuello.

VIII
Ella prepara la cena y las copas de vino. Rebosantes, poco a poco minan su resistencia.
––Estoy ebria de tanto amor y de tantas copas ––me dice mientras me cubre con el lienzo de una larga mirada.
Sentados en el sillón, ella se recarga en mi pecho. Le acaricio las mejillas. Noto cómo su delicado cuerpo, en una ola de ternura, se va quedando dormido. Tiene los ojos cerrados y los labios entreabiertos, como esperando un beso. La levanto en brazos para llevarla a su recámara y ella se deja hacer. Alarga los suyos y los enreda en mi cuello. Sus piernas dobladas y el cabello revuelto. Abro la puerta y miro las sábanas blancas en la cama. Parece que nos esperan. La tensión me sube y entumece el pensamiento. Estoy ahí con ella, como siempre lo imaginé. Pero se ha quedado dormida y no quiero romper la promesa hecha.
Me acerco a la cama, retiro las sábanas y la recuesto lentamente. No quiero despertarla. Cuando ella siente la almohada en su mejilla, una leve sonrisa se le dibuja en los labios. Ahora sé que está despierta. Me enderezo y la observo durante un momento. Apago la luz y me dirijo hacia la salida en medio de la penumbra. Una suave luz de luna, que entra por la ventana, ilumina débilmente el piso junto al mueble mudo.
Llego hasta la puerta, tomo la perilla y me detengo. Volteo a mirarla. Sigue quieta. Me resisto a salir sin tenerla desnuda bajo las sábanas. Se puede escuchar el silencio de la recámara, su respiración, el latir en mis venas. Miro el cuadro de luz tenue que la luna pinta en el piso. Un solo gesto, una sola voz, un leve gemido, un tierno suspiro, serían suficientes para regresar y recostarme a su lado y pasar enamorados muchas noches juntos.
La noche, como ella, está inmóvil. Yo por dentro, hiervo. Por la ventana, más allá de los tejados, se divisa un nuevo barco en medio del mar iluminado con la luz del puerto.
En el quicio de la puerta, con un pie en la sala, y el otro en la isla, sigo solitario con los delirios de poeta.

La hija del cubero


Artidoro Gracia, Junio/09

El mozo estaba enamorado de la hija del cubero del pueblo.
— ¿De qué tamaño es tu amor? —le preguntó ella un día.
—Tan grande que no lo podrían medir ni los ojos de un buen cubero —le respondió el joven.
Incrédula, lo fue averiguar con su padre.
—Es tan inmenso que no lo sé —le contestó éste.

Soberbia


Artidoro Gracia, junio/09

“Ven a mí”, insistió la montaña al hombre soberbio. “Acércate y medita en mis faldas” le reiteró con ahínco durante varios días. “Ven tú” le contestaba una y otra vez el altanero. Hasta que la convenció.
Alud de piedras y lodo sepulta a hombre, apareció en los periódicos al día siguiente.

sábado, 6 de junio de 2009

Flor de Babel

Artidoro Gracia, junio/09

Fue construida por varios hombres. Uno le formó el tallo con sus brazos fuertes; otro le construyó sus pétalos con sus recias manos; aquél le puso el perfume con el aroma de su aliento; uno más la pintó de color rojo terciopelo con dos poemas; otro le colocó a besos unas hojas verdes; otro más le moldeó el cuerpo con su mirada.
Terminó siendo de todos y de nadie. Se sentía muy sola. Hasta que llegó uno más fuerte, y aunque era delicada como una rosa, la deshojó como a una margarita.
Hasta entonces supo lo que era estar acompañada.

Gato de tres pies

Artidoro Gracia Junio/09

¿Para qué me buscas el cuarto pie si sabes que uno lo perdí en la trampa de los ratones?
Le pregunta un gato manco a otro.

jueves, 4 de junio de 2009

Cuatro millonario


Artidoro Gracia, junio/09

Cuatro era un número muy pobre y flojo. Un día, pintado en el piso, los niños le aventaban piedritas junto a la puerta de un colegio, hasta que de hambre y aburrimiento se quedó dormido. Unas niñas que jugaban con seis aros, los dejaron olvidados junto a él.
Cuando Cuatro se despertó, pensó que tenía seis ceros y se sintió un Número Millonario.

Círculos de fuego


Artidoro Gracia, mayo/09

Sube a la cima de la colina cargando antorchas y una caja de cerillos. Abajo, en el valle, las aguas están tranquilas y controladas. Sin embargo, al hombre aquél le gusta jugar en las alturas con el fuego entre sus manos. Hace malabares arriesgándose el pellejo, practica piruetas y baila en la cuerda floja con los círculos que arden, como si fuera un malabarista del circo que se estacionó en el pueblo.
De madrugada, cuando el alcohol lo embrutece, inicia las cabriolas. Da saltos arriesgados cambiando el pie, mientras una antorcha gira con desequilibrio, otra hace círculos chispeantes y casi colisiona con los otros aros, y una más, no menos peligrosa, irrumpe con escandaloso brillo quemándole los dedos.
Allá, en el horizonte plano, las casas blancas con tejados rojizos se encuentran apacibles, se llenan con los cantos de los gallos, que sueltos, vagan por los corrales buscando a sus gallinas.
El hombre, en el filo de la navaja, está a punto de cruzar la línea delgada de la prudencia. Los círculos de fuego andan por el aire cruzándose en el río revuelto de la prisa. Cambia de pie y de manos, mientras su cabeza es un completo caos.
Una piedra en donde se apoya es de barro. Se deshace cuando las llamas chocan entre sí en la orilla del despeñadero.

Oveja negra




Artidoro Gracia, junio/09

Cuando la oveja negra contaba hombres brincando la cerca para poder dormir, uno de ellos se le abalanzó encorajinado y le quitó el sueño. Desde entonces la oveja padece insomnio y se porta mal.

martes, 2 de junio de 2009

Acné lunar


Artidoro Gracia /junio 09

En su adolescencia, la luna padeció de acné. El mal avanzó muy rápido por su cara, probó todos los ungüentos y lo único que la curó, fue la crema de conejo.

lunes, 1 de junio de 2009

Marianita


Artidoro Gracia/junio 09

Creo que a Marianita no le habían dicho en su pueblo que era una mujer muy hermosa, porque cuando se lo dije, se le enrojecieron los cachetitos, se enrolló hacia adentro de ella y se hizo tan pequeña que desapareció.

Mirada que asesina


Artidoro Gracia, mayo/09

Es tan intensa la mirada que la siente como un aguijón en la espalda, como flechas en el cuello. Gira la cabeza por encima de su hombro para conocer quién se la envía y una atractiva mujer la disimula. El hombre se lleva el tenedor a la boca, sigue comiendo, sin prisa, pero inquieto por aquellos ojos penetrantes. Los siente de nuevo en la nuca. Voltea con rapidez y ella le sostiene la mirada por un segundo con una ensayada coquetería.
Él se deja llevar. Su instinto está opacado por esos ojos que lo arrastran. El movimiento de la mano de la mujer, con una inusitada delicadeza, es una señal que él capta como una obvia invitación.
Continúa con la ensalada y resiste el par de ojos negros, misteriosos como la tarde, agudos como cuchillos en sus carnes blandas.
Afuera llueve.
El agua cae a chorros sobre los toldos de las terrazas. La noche baja con un color oscuro y lo deposita en el pavimento de las calles y entre los árboles mojados. Pequeños riachuelos como culebras sucias meten sus cabezas interminables y se escabullen por las alcantarillas.
La mujer calcula el tiempo y lo deja correr como la espuma que se desliza en el tarro de la cerveza.
Pasa a su lado con el hilo sensual de su perfume. Resultó ser más alta de lo que aparentaba. Con el movimiento de su cuerpo, lo invita a seguirla. Como si ya tuviera práctica, en sus movimientos están medidos los segundos para que él pida la cuenta, pague y salga tras sus pasos.
Ya afuera, la sigue bajo el color gris de su paraguas; ella lleva uno rojo. El contoneo de las caderas responde también a un plan premeditado. Se salpica la minifalda y las medias con la lluvia. Un auto negro arranca el motor, enciende las luces y empieza a rodar con sombrío silencio en la acera de enfrente.
Ha dejado de llover. Las paredes están empapadas con una neblina que se resiste a levantarse de los árboles y de una banca solitaria en la esquina entre dos farolas. Los ríos de agua fluyen por las orillas de la calle recogiendo las últimas gotas. Son las víboras que enlodan la ciudad en las noches lluviosas.
Él la sigue y la alcanza por el codo.
— Hola. ¿Te acompaño? — le pregunta.
La dama simula estar intrigada. Finge sorpresa y responde con una femenina sonrisa provocadora. No se detiene y lo obliga a caminar de prisa rumbo a la oscuridad.
— Es tarde, deja que te acompañe — le insiste.
Lentamente, el auto se mueve a la velocidad de las manecillas del reloj de quien lo conduce.


Se despierta en un cuarto, hecho un ovillo en un colchón maloliente. Una venda negra le tapa los ojos. No sabe en dónde se encuentra ni lo que le ha pasado. El dolor en las muñecas le hace mover las manos y se da cuenta de que las tiene atadas. Intenta zafarse pero el dolor aumenta y se queda quieto. Quiere sentarse pero las piernas no le responden, las tiene dormidas y se ladea como un torpe. Otra correa lo ata del cuello. Tiene hambre pero no le importa.
La pesadilla es la realidad que le cae encima y el pánico se le mete en las entrañas.
La dama está ahí con el mismo perfume que usaba en el restaurante. Sentada en una esquina del cuarto, sonríe cuando el hombre hace el primer movimiento. Se le acerca en silencio y de un tirón le arranca la venda de los ojos. El hombre reconoce la mirada penetrante que lo cautivó. Ahora es como un cubo de hielo, gris y sin expresión.
— Negocié hasta donde pude, pero no quieren pagar por ti ni un centavo— Le dice mientras le recarga el cañón de una pistola en la nuca.
Afuera llueve.
Un rayo con sus largos brazos, resquebraja el cielo como si estuviera hecho de un cristal negro y dibuja en él, un enorme y siniestro rompecabezas.

martes, 5 de mayo de 2009

Fuego abrasador



Artidoro Gracia/diciembre 2008

Un juego de luces multicolores y de rayos láser, cruza el ambiente cargado de humo de cigarrillos y de neblina artificial. La música estridente satura la pista atestada por jóvenes que bailan a brincos. La alegría está presente en todos los cantos y caras; al unísono, los coros festejan al ritmo del rock moderno. Las bebidas, el alcohol y los destellos saltan a chorros y se confunden con el sudor, lubrican los cuerpos que se balancean y se mecen al ritmo de la fiesta. Las risas y los cabellos húmedos completan un escenario escandaloso. Todos se divierten. No hay uno solo que esté agobiado por preocupaciones. Los cigarros construyen sus propias Torres de Babel rumbo a lo alto del techo de la discoteca. El griterío obliga la plática al ras de los oídos; el amontonamiento de siluetas y el roce de la piel, invitan a la falta de pudor ante la vista de los primerizos. La diversión a todo tren, galopa. A tope.
Por la mañana había hecho la cita.
Le pregunta en el teléfono; –– ¿Vendrás a la tardeada?––. Y se queda callado a la espera de respuesta.
Le llega un impaciente silencio, entonces, le insiste:
–– ¿Puedo verte antes? ––. Sólo se escucha la respiración lejana y el mutismo de ella. Se empeña en arrancarle algunas palabras. Por fin, se escucha la femenina voz con un tono que lo hechiza y le vuelca el pensamiento.
–– Ahí voy a estar en el café a la misma hora.
–– ¡Espera!––. Alza la voz cuando ella ya ha cortado la comunicación.
La boca del adolescente se seca en medio de una delicia que lo invade. En un intento inútil por retener las palabras de ella antes de que se escurran como delgados hilos de agua, retuerce la línea telefónica con una de las manos. Los dedos se le enredan en el cable, pero ya no las alcanza. Quiere decirle muchas cosas, que la ama, que quiere mirarla, que el tiempo se le hará eterno hasta ese momento en que se encuentren, pero el nudo en la garganta se lo impide y el clic definitivo es más rápido que su vano impulso de atraparlas. El silencio le cae como una lápida. Sin embargo, se queda ilusionado y la emoción por encontrársela más tarde le acelera los latidos.
El volumen del festejo sube al nivel que exige la alegría de los danzantes. Alguien arroja el vino de la copa al aire y otros lo festejan como una inocente y simpática ocurrencia.
Se alisa el cabello y la camisa, simula afeitarse el mentón y se mira de reojo en el espejo por encima de los hombros; primero en un perfil y luego por el otro. El toque final a su imagen jovenzuela se lo da con unas gotas de perfume. Con cuarenta minutos por delante, sale al encuentro en aquella mesilla escondida en un rincón del café de siempre. Cada segundo que pasa sin tenerla es un suspiro sin destino. Un cartucho quemado en vano.
En la diversión, los brincos del baile se suceden en cadena. Los contoneos llegan a ser hasta grotescos. El descaro y alborozo están presentes; la prudencia y sensatez yacen dormidas. La barra colmada de sedientos se atiborra entre botellas; vino, agua, ron... Las culebras de luces caprichosas se enredan entre sí y el calor se apretuja en las alturas; unos cables de color naranja empiezan a subir de tono.
El momento ha llegado. Los minutos pasaron como ráfagas de viento quemándole la cara. La demora fue interminable, y en su pecho, bulle el deseo por tenerla cerca. Llega la hora de la cita y ella se presenta tarde, después de diez minutos y treinta miradas al reloj en la muñeca. Y él se lo reclama, pero con la vista, no con las palabras… “¿Por qué llegas tarde?, me has quitado tiempo para poder besarte”.
Con el calor acumulado, lo naranja de los cables se torna negro. La sangre se expande a punto de salírsele en el pecho. Empiezan a derretirse, primero lentamente, luego se tornan gotas plásticas que caen sobre el falso plafón de yeso. La locura se le agolpa en el cerebro y le tiembla la barbilla. La humareda empieza a correr por los ductos del aire acondicionado. Enciende un cigarrillo, ella se lo invita; lo aspira y se le llena pecho de suspiros. La fiesta sigue en todo su apogeo y el olor a hule y goma quemados avanza entrando en todos los rincones. Sostiene el humo y le ayuda a calmar sus nervios tensos. La ansiedad por besarla brota. Aparece un chisporroteo sobre el techo. Se le iluminan los ojos con el brillo en la sonrisa de la amada. En el interruptor se achicharran los fusibles. Él se derrite al tocar las suaves curvas en el cuello. Es mucho el calor que se genera con la intensidad y el alboroto. La mano acariciándole la suya tiembla de repente. Ella duda y se sonroja. A gritos piden que le suban al volumen.
El deseo por tenerla lo desborda, la toma entre sus brazos y ella se resiste. Otro corto circuito funde lo que encuentra al paso. Su mente se bloquea con lo cerca del soñado cuerpo y con lo profundo de sus ojos, con la mirada la desnuda y ella con elegancia lo detiene. Las llamas brotan por rejillas. Hay ardor en los suspiros que él le lanza. Ella los sostiene con tímida sonrisa, y en él, la tez se le estremece, le quema las palmas de las manos y palpita.
El crepitar de las llamas pone en alerta a unos cuantos. Coloca los dedos en su sien queriendo conocer sus pensamientos y desea secar sus labios con los suyos, pétalos en erupción, alas de mariposas encendidas, ansía paladear el par de mejillas con sabor a caramelo. En un intento inútil de apagarlo alguien corre con cubetas de agua, no quiere levantar el pánico, afuera hay jóvenes que pretenden ingresar a la tardeada. Embrujado avanza su tacto por el pecho, la sangre fluye en los veneros. Las llamas se arrojan por cualquier rendija desde el techo, alguien chilla con en el espanto. Ella lo alborota con un suspiro y es correspondida con decenas de ellos.
Algo estalla en el fondo y surge la histeria colectiva. Avanza a lo prohibido y ella se pone alerta. Una voz de alarma se escucha por encima del bullicio de la fiesta. Se le enciende un foco rojo en la cordura. Cuando se dan cuenta, el incendio es incontrolable y desata la estampida. Ella reacciona y coloca los brazos en sus pechos como murallas protectoras de la pasión desanudada. Un grito provoca el tropel hacia las puertas. Él se siente estallar en candente espuma, bebe su aliento con deseo extraño y sorbe su mirada mientras ella se opone, florece el apetito loco por tenerla. Manan mil puñados de reacciones. La pasión es un interminable regocijo al contemplarla.
El fuego avanza por los conductos peligrosamente. Los chispazos y los ardores crecen, empiezan a hurgar intimidades con deseo incontrolable. Y quiere penetrar en el cráter ardiente de la piel despierta. Lo tiene tan próximo que adivina el cielo y la vuelve a desvestir con la mirada y ella se levanta. Arde la techumbre y la bodega de garrafas. Al mirar sus piernas largas y torneadas, en las venas fluye tórrida lava que quiere estallar arrasando poros y latidos, siente que delira, ella duda en la osadía que provoca. Los jóvenes se agolpan en las puertas que están aseguradas con candados por fuera, lloran, se aplastan con su propio peso. Él la quiere detener con palabras atinadas, se obceca en los intentos, desea fundirse en el volcán en forma de tonel que hierve.
El pánico explota entre el gentío, golpean las tablas del acceso, las llamas amenazan ya muy cerca. En el escape, todos brincan y arrollan mesas y las sillas, las cerraduras de la discoteca impiden la salida. Ella se echa hacia atrás, se protege en el asiento y él avanza incontrolado. Saltan chorros de chispas, alguien empuja a otro y éste a aquél. Las delicadas manos en el hombro al tratar de detenerlo lo incitan todavía más. Brotan campanadas de furor y de gemidos, el tropel llega desde atrás, forcejean en la asfixia, son atrapados por las lenguas de la lumbre, una jovencita es lanzada moribunda por el aire.
––Me asustas, tengo miedo––. Bolso en mano se separa con rapidez y se marcha con una estela de mujer hermosa, la reacción lo desconcierta, el delirio lo arrasa y cree volverse loco, las palabras le anudan la garganta y el calor hace que las trague, el cerrojo de sus labios, como grilletes, en una mueca indescifrable las atrapa no dejándolas salir, como un remolino se le acumulan en los dientes y en la lengua, se le agolpan con fuerza, apiladas y mordidas. Están revueltas, tan confusas que no las puede pronunciar, se atraganta y se tropieza en ellas; un “espera, no te vayas, te amo” caen en la batidora de las cuerdas vocales en un desordenado “amo te te no espera vayas” y se ahogan en el mortal encierro de su propia boca.
Los jóvenes luchan por sobrevivir, unos lloran, otros claman, aquellos arden, aquél se desfigura el rostro por el pánico y en el horror de morir por la falta de aire. Por fin se abren las grandes puertas y la discoteca escupe a los jóvenes a la calle, unos corren, otros quedan regados en la acera. Y en el saldo final, los socorristas tienden mantas blancas y encima de ellas colocan a seis jovencitos muertos. Ya no hay nada que puedan hacer por ellos; fallecieron bajo el fuego abrasador en ese infierno. Luego cubren los inertes cuerpos con lienzos blancos. Entre ellos y ante la vista de curiosos, un par de jóvenes amantes queda calcinado, juntos, en un estrecho abrazo. Espasmo terrible en la infructuosa búsqueda de ayuda mutua. Los bomberos apagan el siniestro.
Cuando ella parte, en él, el furor sigue latente. Saca una hoja de papel blanco con poemas torpes que le ha escrito en retacería suelta y la extiende sobre la mesa. En un gran esfuerzo, rompe la rigidez de la mueca y su boca lanza sobre los papeles a seis tímidas palabras que sufren por el fuego interno. Las toma una a una con las manos y las ordena ante la mirada curiosa de algún mesero. Son letras que quedan tendidas sobre el papel marchito. Dos de ellas que dicen “te amo” quedan juntas, abrazadas, y las cubre junto al resto, con una servilleta blanca manchada con el rojo carmesí del lápiz labial que dejó su novia.
Busca consuelo en un último deseo y pensamiento; “Nada ni nadie va a impedirme bailar con ella toda la tarde en la discoteca”.