sábado, 18 de abril de 2009

Rosas y algodones


Rosas y algodones
Artidoro Gracia/febrero 09

I
El señor Charley murió a principios del Siglo XIX, en su casa, en medio de los plantíos de algodón y nadie supo la causa de su fallecimiento. Cuando sucumbió, estaba solo. Su esposa Marie, el pequeño hijo Bernard de once años y Rose, la leal nana, habían salido en el coche tirado por un caballo al cercano pueblo a comprar víveres. Aprovecharían para conseguirle un regalo, un par de guantes para las labores diarias del campo. A un lado del coche, trotaba “Spot”, un perro labrador considerado como un integrante más de la familia, compañero inseparable y guía de Bernard.
Era una hermosa y fría primavera cuando el señor Charley se quebró como la hoja seca que se desprende de una rama. Se quedó quieto, sentado en su sillón enfrente de la chimenea encendida. Puso sobre sus piernas el libro que leía, cerró los ojos, y cuando lanzó el último suspiro, ya no se dio cuenta de que estaba muerto.
Cuando llegaron del pueblo, él seguía sentado con la paz reflejada en su rostro. Marie pensó que dormía y pasó con sigilo hacia la cocina para guardar en la alacena el regalo comprado.
― Ya llegamos papá ― le dijo Bernard tomado de la correa de “Spot”―. Un silencio sepulcral le llegó como respuesta. Se acercó con lentitud y le tomó la mano. La sintió fría aún y cuando, de la chimenea, se desprendía un calorcillo que inundaba la estancia.
― ¿Papá? ―le insistió―. El perro gimió con un sombrío instinto.
Bernard nunca más obtendría una caricia de su padre.

II
La casa era muy espaciosa. La vida estaba presente en todos los rincones de sus dos pisos. En el de abajo, había una biblioteca repleta de libros en donde el señor Charley trabajaba sin descanso hasta que la soledad de la noche y el sueño lo vencían. En el segundo piso, después de llegar por una elegante escalera, la sala familiar rodeada por cinco habitaciones. En el frente de la casona, un gran pórtico con columnas de doble altura y vigas de anchas maderas le daba un señorial aspecto. Tres escalones la separaban de la plazoleta de acceso. En el centro de la rotonda, una simpática fuente arrojaba hilitos de agua intermitentes adonde llegaban a saciar la sed y a remojar sus alas, con gran algarabía, parvadas de pajarillos multicolores. Además de sembradíos, la casa estaba rodeada de jardines y huertos que se confundían con los bosques.
En la parte de atrás, un pequeño patio cubierto con piso de piedras y rodeado por unos grandes macetones, era el lugar preferido de Bernard, acompañado siempre por Rose y “Spot”. Los jarrones de barro, llenos de flores, rompían con la monotonía de los verdes que estallaban por doquier.
En una de las macetas, una mata de algodón que germinó de alguna semilla de los plantíos cercanos, y de la cual, ya empezaban a brotar pequeñas motas, desentonaba con los geranios, caléndulas y rosales que ahí se cultivaban. Rose le platicaba a Bernard de esa planta:
― Es como el símbolo de vida, apareció un día y ha crecido como un milagro, sus capullos son la alegría del vivir y el florecer de algo hermoso. Las flores tienen vida, brotan, maduran y al final se secan y mueren. Se nos van. Todas morirán un día, unas primero que otras. Es inevitable.
Bernard oía a Rose mientras acariciaba entre sus dedos aquellas bellotas cada vez más grandes. Muy temprano, el niño, con pasos vacilantes, tomado de la correa del perro, iba en busca de la planta para cerciorarse de que seguía viva y a punto de reventar en algodones.
El patio era un remanso de paz. Se llegaba a través de la cocina. Las macetas se apreciaban desde los ventanales de la biblioteca. En su estudio, el señor Charley paseaba la vista por el patio, de ahí a las copas de los frondosos fresnos, después, a las coloridas flores y a la fuente en la rotonda. Los pájaros acudían a beber agua a las vasijas que Rose colocaba entre las macetas. Llegaban tordos, golondrinas y cardenales con un concierto de trinos y gorjeos.
Otras avecillas acudían por la casa a construir sus nidos bajo los pórticos, fuera del alcance de los gatos, que tirados en el patio y apuntando al cielo, se calentaban con la panza al sol.

III
Un angosto sendero de arcilla en forma caprichosa, iba desde el patio hasta el bosque. Serpenteando un poco, libraba los gruesos troncos de los abetos hasta llegar a un claro con una suave inclinación recubierto de pasto cuidadosamente podado, como si fuera una alfombra de un intenso color verde. Al fondo, un arroyuelo irrigaba a los cipreses que crecían en sus bordes. Antes de llegar al pequeño río, incrustadas en la hierba, unas lápidas con los nombres inscritos de varios familiares del señor Charley, sobresalían por encima del césped. El lugar, arropado por el paisaje, era el pequeño cementerio de la familia. En el invierno, un gélido manto blanco lo cubría. Sólo las lápidas resaltaban como celosas centinelas del silencio.
En cada aniversario de algún muerto, el padre tomaba de la mano a Bernard y se perdían caminando con lentitud por la vereda rumbo al cementerio. En el trayecto, el padre hacía un alto.
― ¿Escuchas a las aves? Hay canarios y cardenales. ¿Alcanzas a oír el vuelo de algunos cuervos entre el bosque? ― le preguntaba al niño, mientras los ladridos de “Spot” espantaban chapulines que huían con enormes saltos.
Bernard escuchaba con nitidez los sonidos del bosque; el sonoro picar de un carpintero en el tronco del roble, el viento al sacudir el follaje y silbar entre las copas, el incesante arrullo de las palomas y pichones, el canto de los ruiseñores y jilguerillos.
Sin omitir detalles, el señor Charley explicaba a su hijo lo que había en el trayecto de la casa hasta el claro. Decenas de pájaros, con gran jolgorio, revoloteaban por la senda. ¡Qué delicia era caminar tomado de la mano de su padre! Cada sensación en la vereda la disfrutaba. El aire fresco impregnado con el aroma de los pinos le llenaba los pulmones. El sendero era como el hilo que unía los lugares llenos de vida con el que significaba la muerte.
Al llegar a las tumbas, barrían la hojarasca de los robles, cipreses y nogales, que arrastrada por el viento, se replegaba contra las piedras. Colocaban los ramos de florecillas silvestres recogidas a la vera del sendero; hortensias, geranios y jazmines.
Al terminar, cientos de colores pendían de las lápidas como si fueran collares de arco iris.


IV
El ambiente en la casa ahora es triste. El ataúd está colocado al centro, junto a la chimenea. Tiene la tapa levantada. Se mira el rostro sin color y frío del señor Charley. Se le advierten unas ojeras y una línea en las comisuras de los labios. Tiene un ramo de rosas en capullo colocado sobre el pecho. Los amigos y familiares están sentados en la orilla del salón, pegados a las altas paredes decoradas con pinturas y cuadros, fotografías de aves y animales salvajes. Junto al féretro, están Marie y Bernard. Ella está desecha y el niño impaciente por tocar a su padre.
Con el permiso y guiado por su madre, el niño se acerca al ataúd. Introduce sus manos y le toca el rostro, después, toma los capullos y los siente lozanos, llenos de vida. Son como las bellotas que crecen en la maceta del patio. Para Bernard, su padre sigue vivo al igual que las rosas y algodones. En las flores se manifiesta la vida, en el andar por el sendero, en los trinos, en el tamborcillo del carpintero, en el correr del agua del arroyuelo, en los olores a brea, en el silbido del viento y en la arcilla en la vereda. Marie intenta conservar la serenidad y entereza ante el hijo indefenso. Con los ojos llorosos y un nudo en la garganta, lo retira del ataúd.
Bernard va a la cocina. Bajo la mirada de Rose y guiado por la correa de “Spot”, sale al patio para tocar los capullos de algodón y verificar que tengan vida. Llega hasta ellos. Ya han reventado y muestran los blandos algodones. Los palpa sedosos y mullidos, igual que los capullos que encontró en el pecho de su padre. No puede estar muerto, aún le toma de la mano por el sendero del bosque.
Con esa imagen, se aferra y estruja las rosetas de algodón.

V
Al pie del ataúd, junto al foso, destino final del señor Charley, todos están quietos. Lo único que se mueve son los labios del párroco al rezar una oración de aliento, de despedida al difunto y consuelo a los dolientes. Bernard sostiene en sus manos el ramillete de rosas. En su pensamiento, se despide: “Papá, para mí sigues aquí, conmigo, las flores están vivas como tú, vendré a verte cada día, no te vayas lejos”. Todos rezan en un murmullo. El aire ha dejado de silbar en señal de duelo, los pájaros callan como si respetaran el silencio. Después de una paz indescriptible y de una última oración, unos claveles caen sobre el ataúd que bajan al fondo del foso. Los primeros puños de tierra empiezan a cubrirlo, después las paladas se suman a las manos, y así, poco a poco, hasta dejar un pequeño montículo.
Al finalizar la ceremonia, Bernard, con la ayuda de su madre, coloca el ramo de rosas junto a la tumba. Sin moverse, “Spot” está echado sobre sus cuatro patas. Cabizbajos, algunos empiezan a perderse en el camino a casa.
Una nueva lápida se yergue en el cementerio.

VI
Durante los dos días siguientes, Bernard va al patio, toca los capullos de algodón y los siente, esponjados, llenos de vida. Le pide a Rose que lo lleve al camposanto. Al llegar, el niño toma el ramo de rosas y se da cuenta de que ya se están abriendo como soles que revientan en sus pétalos. Aunque triste, Bernard está tranquilo, se reconforta al pensar que su padre sigue cerca de él y descansa en ese lugar. Regresa a casa tomado de la correa del perro que juega y trata de morder a las mariposas que se cruzan por la senda. Rose los sigue de cerca.
Al tercer día sale al patio. Con gran sorpresa encuentra que las bellotas están muy ásperas, duras y resecas. Siente que las motas de algodón se han desprendido, se inclina y las halla tiradas en el piso. Con un sobresalto, le grita a su mamá, y sin esperarla, corre sin “Spot” rumbo al panteón, trastabilla y tropieza, yerra, cae, se golpea contra los arbustos una y otra vez. Desorientado, continúa hasta que Marie lo alcanza. Le ruega que lo lleve al cementerio cuanto antes para asegurarse que los capullos están vivos, y con ellos, su padre.
Llegan al pequeño montículo. Marie lo deja solo, no se atreve a contradecirle y sólo cuida que no se haga daño. El viento ha arrastrado al ramillete. Bernard gatea con desesperación, confundido, en medio de sus tinieblas y en un caos. Por fin lo encuentra. Toma los capullos de rosas y los percibe marchitos, ajados y sin vida. Muertos. Cuando comprende que su padre ha partido para siempre, le llama con un grito desgarrador.
“Spot” ladra lastimeramente y una parvada de pajarillos se espanta en la espesura del bosque.