lunes, 6 de abril de 2009

Cuatro Yo

Artidoro Gracia/enero 09

Estoy parado. Examino con desconcierto a mis manos. Al tiempo que unos ojos miran las palmas, aquellos observan los dorsos. Alargo una y con ella, me tomo la otra. Cuando siento lo cálido, desde la muñeca hasta los dedos en un lado, percibo lo áspero del envés en el otro. Palma y dorso en idéntico espacio. Son dos manos del mismo cuerpo. Sin embargo, en mi esquizofrenia rampante, creo asir la de otra persona. Entonces, deduzco; aquí hay otros dos Yo; uno que observa por el frente y otro distinto que mira por el reverso y yo los veo a los dos. Me retiro un poco para entender mejor lo que me pasa y desde allí, alcanzo a mirar a esos dos quienes son mis otros Yo. Ahora somos tres. Al percatarse de mi presencia, piden que me acerque y los acompañe en la espera; que ya no ha de tardar, argumentan. No se dan cuenta que cuando me ven, se están viendo a ellos mismos. Yo soy ellos. Aunque diferentes, somos ya tres Yo.
Alguien sale de la recámara. Es el Enamorado quien cambiaba las sábanas de la cama. Ahora somos cuatro y podemos jugar póker. Reparto la baraja, llevo las cartas a la altura de la cara y evito las miradas furtivas. Meditabundos y muy serios, los cuatro dudamos en quién será el primero en bajarlas, cada uno conoce las opciones de salidas del rival, los trucos y las jugarretas que podremos hacer. Encerrados en el claustro de los distintos egos propios y después de varios minutos de meditación, de cuestionamientos, de dudas e iras y muchos cierres de juegos, terminamos empatados, aburridos, bostezando, melancólicos y con la irritación reflejada en la cara.
Al pincharme un dedo con el lapicero de las cuentas, el Yo que se queja es el sensible Enamorado. “¡Cállate y aguanta!”, me grita exasperado el Conflictivo y sigue jugando con el Yo viejo Aburrido. Estoy muy serio, iracundo, enredándome las cartas entre los dedos. Me froto la uña lastimada y es como si sobara el índice de todos. Es un revolcadero de nudillos y coyunturas de ocho manos distintas, confusas, todas mías, todas de uno solo que enfrenta un caos encima de la mesa. Es un enredo de palmas y dorsos revueltos en una y cuatro miradas diferentes, extrañas, en unas terribles rivalidades estériles, obsoletas unas y desanimadas otras, aquellas volubles e intolerables, y el resto, enamoradas y coquetas. Justo es el momento de la angustia y el conflicto diario, de los enfrentamientos internos, cuando además se está a la espera de ese alguien impuntual.
Apago la luz. El Enamorado protesta, el Conflictivo me pide encenderla, el Aburrido no dice nada, le da igual. La enciendo, después la apago, la prendo y apago de nuevo. Miro la televisión. El Enamorado reclama para que le cambie al canal de los tele dramas. El Aburrido está ensimismado en el sillón, observa la nota roja en el periódico y cierra los ojos, mira hacia su interior y bosteza. Parece estar en otro lugar, menos aquí, en la zona del desastre. Me dirijo a la puerta, me asomo por la mirilla una y otra vez, regreso a la sala, voy de nuevo a la entrada, consulto el reloj tantas veces como pasos doy alrededor de los muebles; con la oreja pegada a la puerta, escucho los ruidos de la calle o de unos pasos que nunca llegan. Me dirijo hacia la cocina, hurgo entre los cajones de las cucharas y los cuchillos y encuentro una cuerda que me servirá para mi propósito.
El romántico Enamorado, entre suspiros, husmea y enciende una vela. La coloca en la mesita del recibidor, después es él quien acude a la entrada de la casa insistentemente, regresa, pasa por la cocina, voltea los platos, retorna a la mesa, hace que los otros tres nos sentemos en círculo y reparte las fichas del dominó, y empatamos uno, dos y tres juegos; tira las fichas al piso, Yo las pateo, apago la luz y voy a la puerta. Antes de eso, aplasto con los dedos la luz de la vela en el recibidor, huele a carne quemada; después, el Enamorado la enciende, se lleva un cigarrillo a la boca, pero no fuma, sólo juguetea con el tabaco entre los dientes, ahora reparte los naipes y después los bota a la basura en un arranque de enojo lacerante…
Alguien llega, toca el timbre... Todos guardamos el cigarrillo, como si fuera el pecado cometido, excepto el Conflictivo quien le da la última fumada y arroja el humo hacia la lámpara del techo. El Enamorado se alisa el cabello y se abalanza como un resorte a la entrada de la casa. Pero soy yo quien la abre de golpe y aparece mi mujer; la que también es mujer de los otros tres. Con una sonrisa nerviosa, como disculpándose con la mirada por la tardanza, coloca su bolso junto a la vela, y en un florero, la rosa que ha traído del camino. Se dirige al sillón y le toma la mano al Enamorado, al paso, mira sin pena al Aburrido quien sigue despatarrado en el sofá y éste no le presta atención al elegante porte que luce. Ella, como un sedal me lanza una mirada. Yo, con la ira y un desdén, la ignoro.
Luce radiante, con la cabellera recién lavada, el cuerpo perfumado dentro del vestido nuevo, con vivos rosas como el color que trae plasmado en sus mejillas. Mientras conversa, tomada de la mano de su romántico y a la luz mortecina de la veladora, el resto, ardemos en celos. Encandilada se va a la recámara en brazos del ciego Enamorado. Ha elegido a ese Yo. No entiendo, si ayer estuvo con el Aburrido y quizá mañana esté con el Conflictivo, ¿por qué hoy no optó por mí? ¿Por qué no soy ese quien la lleva en el regazo enternecida? Cambio mi forma de ser; sin embargo, ella permanece insensible, nunca cambia y reclama airadamente mi actitud. Entonces, ¿Soy yo quien debo transformarme? Los dos se pierden tras la puerta y el resto nos miramos con los celos pintados en las muecas como si fueran unas máscaras de soldados en guerra.
Cuando la puerta se cierra sigilosamente y esconde a la mujer junto al Romántico, alguien va a la cocina. Con una cuerda en la mano y el filo de un cuchillo, va hacia el aposento matrimonial. Es tarde ya para detenerlo. Crimen pasional, es la nota que el Aburrido, inventaba despatarrado en el sillón entre las páginas rojas del periódico.

Papel de locura




Artidoro Gracia/febrero 08

Por encima de la recámara, en el ático, hay una maraña de cosas revueltas, con un desorden y un caos que le desesperan y le sacan de quicio. Pero nada hace para remediarlas. Y aunque quisiera, tampoco podría. Contra la histeria y la locura del raciocinio, poco ha logrado. Una larga mesa de trabajo, llena de botes y de cacharros está adosada al muro que da hacia el norte. Una pared recubierta de papel tapiz con figuras de animales, complementa el cuadro: hay una jirafa, un león, una cebra y un par de ciervos. Es el estudio y taller del nuevo dueño. Hace un par de meses que compró esta casa y su interminable encierro es por el exceso de trabajo y los compromisos adquiridos durante el verano.
Una angosta escalera lo comunica directo desde la recámara. Con la llegada del crudo invierno, los últimos días, le han sido desastrosos y depresivos.
Junto a la mesa, hay un lavabo en donde limpia la pintura de los pinceles. En ocasiones, cuando se le cierran los párpados por el cansancio, cree sentir sobre su cabeza, la mirada penetrante de los animales cuestionándole su proceder y actuar. Sin embargo, aguanta hasta el último minuto para adelantar las tareas pendientes. Durante varias noches, cuando se despierta atormentado por pesadillas, sube al taller para seguir la faena. En medio del torbellino de pensamientos, imagina al león en pos de los ciervos que pacen en la sabana, a la jirafa mordisquear las hojas del ceibo y a las rayas de los lomos de la cebra estar resolviéndolas como si fueran los laberintos de sus borrascas y angustias.
Agobiado por el peso de las horas interminables de trabajos y delirios, baja a dormir un poco. Un caer de gotas de agua en el lavabo, un chasquido de la lengua de un gato al estar saciando su sed en ellas, un ruido extraño como un sordo forcejeo y unas hojas que caen en el techo sacudidas por una estampida de cuatro patas veloces, lo van arrullando en el intento por alcanzar el ansiado sueño. Una pastilla somnífera y un trago de agua fría, acompañan al sonido del gato en el bebedero. Afuera, el viento mece al fresno que se va descarnando con el invierno y la luna se arrulla en la cama de nubes que parecen algodones iluminados por las luces de una ciudad que tampoco duerme tranquila.
El despertar del día siguiente, le trae un insólito sopor que gravita en el entorno. Le extrañan sus manos salpicadas con manchas de un raro color rojizo. Sube al ático y se encuentra con un mar de cosas regadas por el suelo. Una caótica mesa llena su vista. No están los animales en el tapiz, parece que ellos mismos se arrancaron a jirones del papel, dejando los agujeros que dibujan el contorno de sus siluetas. Hay indicios de huellas que bajaron en tropel al manantial del lavabo y las hojas del ceibo tienen dentelladas de la jirafa. De las carnes de la cebra desgarrada, manaron gotas de sangre sobre la mesa. Hay un rastro de puntos rojos por el piso que bajan por los escalones, llegan hasta la puerta de la calle y se pierden entre la hojarasca del fresno que se desviste al son de la melodía invernal. Junto al recio árbol, hay un cartel con letras rojas en donde se lee: “Remato esta casa”.

En la primavera siguiente, un nuevo dueño repara el tapiz con los mismos dibujos, resana el hueco en donde estaba el león, pinta cada una de las hojas del ceibo, retoca los colores de la cebra, recompone las figuras de los venados y cambia la mesa de trabajo por un gran sofá colocado junto a la ventana con vista hacia las colinas azulosas con casquetes blancos. La vida sigue su marcha; el fresno reverdece con hojas de un verde intenso, el brillo de la luz del cielo rebota en la duela encerada del cuarto. El barandal de la pequeña escalera ya no recibe el fragor de las manos en el constante subir y bajar. Y de las aún nevadas montañas, llegan renovados aires que barren a una ciudad llena de flores y aromas de la temporada.
Pero en la primera noche que duerme en la casa, un ruido estruendoso, como un pleito de perros y unos rugidos salvajes que provienen del ático lo despierta sobresaltado. Cuando se incorpora de la cama, un brillo de ojos selváticos viene bajando por la estrecha escalera.