sábado, 26 de septiembre de 2009

Encuentro en el tren

Artidoro Gracia/septiembre 2009

Parten dos trenes, uno de Segovia rumbo al sur y otro de Madrid, desde de Atocha, hacia el norte.
En uno, la vieja locomotora de vapor con estridentes sonidos, se arrastra como si fuera una cadena sobre el camino de hierro. Lanza al cielo columnas de humo con figuras de diablos grises y prietos. En sus vagones, de pisos y asientos de tablas envejecidas, huyendo de Segovia, su pueblo, se embarca Juanjo junto con Nicolás rumbo a la Sierra de Guadarrama. Es octubre de 1936. Se bajarán en Cercedilla, la estación más cercana al lugar en donde se enfrentan los grupos rebeldes con el ejército. Decidieron enrolarse en la guerra que estalló hace dos meses. Como únicas armas, llevan el coraje y la valentía que le manan de sus veinte años. Nerviosos responden a los guardias armados que indagan sus nombres, edades y oficios. No cargan papeles encima. En esa época es difícil conservarlos, si es que los tienen. En sus roídas mochilas, llevan un par de pantalones y tres o cuatro camisas de lana. Cercedilla está al pie de los montes en donde los guerrilleros se esconden de las incursiones por tierra y aire de la armada española.
El frío que llegó con los primeros copos de nieve, les hiela los huesos.
En el otro, una moderna y silenciosa máquina eléctrica de Cercanías, tira desde Atocha, catorce coches aerodinámicos, limpios, aseados y puntuales, con puertas automáticas y música ambiental. Ahí se embarca el anciano rumbo a la Sierra de Guadarrama. Se apeará en Cercedilla. Huye del ruido y de la ciudad que lo agobia y lo mata de tedio. Es octubre de 1999. Los asientos del tren están tapizados con telas resistentes, lavables. El piso es de vinil y los escalones metálicos pulcros y brillantes.


De baja estatura, con las botas sin limpiar y las agujetas deshilachadas que se disimulan con los pantalones de lana gruesa, tirado sobre los asientos, Juanjo se apoya en un codo mientras Nicolás empieza a comer avellanas y frutas secas que guarda en la mochila.
― ¿Cuántas paradas haremos de aquí hasta Cercedilla? ― con el golpeteo de las ruedas de hierro por debajo de la madera llena de agujeros, la voz de Nicolás es casi inaudible.
―Ni me lo preguntes, apenas iniciamos y son diez estaciones―. Dice Juanjo mientras revisa los apuntes en un pequeño cuadernillo de hojas amarillentas. ―Tendremos que aguantar muchos trechos y paradas. La Guardia Civil anda brava. Hay que estar preparados en cada apeadero.
El trayecto de cuesta arriba es duro y llegarán al atardecer, antes de que las sombras del cielo se monten sobre sus cabezas.
Juanjo tacha el nombre de la primera parada de Navas de Río Frío y cierra la libreta. Faltan nueve estaciones más. La locomotora cada vez que se detiene, cruje, avienta humo y unos hombres enfrían sus motores. Los picos de la sierra empiezan a lanzar sus primeras sombras sobre las faldas y dibujan figuras en los pinos y cañones. En Ortigosa del Monte los jóvenes se asoman por las ventanillas a la espera de que en cualquier momento los soldados suban a los vagones en busca de armas.
Los muchachos parecen ser un par de estudiantes que mueren de hambre por ganarse la vida cargando cajas en algún mercado.


En Pitis, al noroeste de Madrid, aún y cuando han transcurrido más de sesenta años del fin de la guerra, hay pobreza. Al lado sur de las vías del tren, entre los montones del terreno, cientos de casuchas de cartón, de láminas y retazos de madera, están aplastadas contra el suelo, desparpajadas, como naipes sueltos formando grupos de irregular tamaño.
Más adelante de la estación, el tren cruza los campos con árboles y pastizales bajos y escasos. A la distancia se alcanzan a mirar unos venados que retozan entre los arbustos, y otros, en manada, están echados en los rellanos del terreno.
El tren se desliza como una serpiente silenciosa que acaricia las vías de acero.
El anciano empieza a platicar con un matrimonio, un par de viejos que se subieron en la estación de El Tejar. Están sentados frente a él. Viajan de espaldas al rumbo que llevan.
― Voy a la sierra, tengo ochenta y cuatro años ―. La edad se le vino encima en la curvatura de la espalda, los dientes y la mirada―. Aquí en El Pardo hay jabalíes, tórtolos y palomas. En este lugar cazaba Franco. Hace algunos años se veían centenares de conejos, y ahora, ¿saben cuántos he visto? En seis años a tres.
El anciano es de baja estatura. Viste un pantalón café y un suéter de estambre del mismo color. Unos pequeños lentes descansan a la mitad de su nariz roja. Se cubre la cabeza con una boina desgastada.
―Voy a la montaña, antes venía muy seguido, pero ahora ya no puedo, estuve en la Guerra Civil. La edad y las enfermedades me han acorralado y tengo dos marcapasos.
―Nosotros somos de Segovia y de cuando en cuando visitamos a un pariente de mi marido que aún vive allí, tiene problemas en la vista y está solo. Hace un año enviudó y venimos a verlo, vamos a su casa, después salimos a comer y ya por la tarde nos regresamos ―. Dice la señora que tiene la cara siempre risueña. Al sentarse, sus pies le quedaron colgando. Los tiene tan cortos que no alcanzan el piso. Luce su pelo recién peinado y con el polvo del maquillaje intenta disimular las arrugas de su rostro. Su esposo, tiene los párpados caídos, la boca entreabierta y respira con dificultad. El cansancio le llegó para quedársele pintado en la cara.
―Yo voy a la sierra ―les repite el anciano de la boina ―. Hace un día feo, parece que va a llover, pero voy preparado. Ahí dormiré. Me gusta hacerlo como en la guerra, cerca de la fogata y con una manta recargado al tronco de un pino.
Abre la maleta y saca un bastón. Se los muestra, lo extiende y les explica cómo funciona.
―Lo puedo alargar hasta dos metros, pero como soy muy chaparro yo lo dejo en uno ―dice mientras empieza a sacar más cosas; fruta seca, una naranja, una manzana y una botella de agua―. Traigo también un silbato, si me pasa algo en la sierra, pito en clave Morse―. Saca una bolsa de tela en donde lo trae envuelto, es de bronce pulido.
Pasan por Torrelodones. A esa hora, el pueblo está cubierto con el fresco de la mañana. Algunas nubes muy bajas pasean entre los valles. Por encima de las montañas se mira un azul pálido todavía con vestigios de la noche. Algunos jóvenes colegiales suben y corren por los vagones del tren. Gritan y comparten los lonches y botellas de jugos de fruta.


La locomotora ruge y pita al arrancar en Herreros después de haberse detenido unos quince minutos por orden de los militares. Cuatro de ellos, con sus carabinas apuntando al techo, y con amenazas, suben al vagón en donde Juanjo y Nicolás dormitan con la pesadez del lento viaje. Después de hurgar sus maletas y de hacerles una y otra pregunta, se convencen de que son unos pobres diablos en busca de trabajo fuera de su pueblo.
―Más adelante la cosa está fea ―les dice uno de ellos con la cara chata y los ojos de lince―. Les recomiendo que tengan el culo pegado al piso en caso de que escuchen disparos o explosiones en cualquiera de los paraderos. ¡Joder! Hay muchos rebeldes que están atacando a escondidas a los trenes, creen que en ellos viajan militares rumbo a Madrid para reforzar el sitio.


―Escribí una carta a Aznar, ―dice el viejo―. “Señor presidente, tengo ochenta y cuatro años y me parece absurdo que alguien como yo, quien dio su vida por formar la patria, no tenga en ocasiones veinte duros para comer. A mi esposa y a mí no nos alcanza para pagar el pequeño piso en las orillas de la ciudad. No tenemos para la electricidad, y ya no digamos para darnos un pequeño lujo como un teléfono móvil para cuando vaya a la sierra”. En estos lugares por donde vamos a pasar; Galapagar, Villalba, Los Negrales, murieron muchos compañeros que pelearon junto conmigo para hacer de este país lo que ahora es. Lo único que me queda, porque no tengo un solo duro, es poder venir a estas montañas a revivir los recuerdos de aquellos años.
― ¿Y por qué no le escribe al Rey Juan Carlos? ―le pregunta la señora.
Se volteó rápidamente mirándola por encima del hombro ― ¡Hostia tía! soy republicano y no quiero faltarle a usted el respeto―.
El marido tose incómodo y mira hacia las montañas pardas cubiertas de neblina.



―La sangre me hierve de emoción ―dice Juanjo―. Saber que vamos a estar en los montes con los rebeldes me entusiasma. Mi novia no quería que viniera, pero, ¿qué le vamos hacer? Prefiero esto a estar encerrado esperando las noticias. El hermano de mi novia es un fascista. No quiere que Carmina y yo nos veamos. A él no lo conozco y prefiero que así sea. No resistiría matarle en cuanto lo viera y ella le tiene un temor muy grande. En los callejones de Sevilla, teníamos que vernos a escondidas. Le dije a ella que iría a Madrid a estudiar. Insistió que ahora no se puede, que la ciudad está en llamas, con huelgas, paros y revoltosos en la calle. Ella estudia enfermería y será quien me cuide en la vejez. Si acaso voy a morir en esta guerra, que sea mirándole a los ojos mientras me consuela y tapiza de besos.
En Navas de Río Frío, nuevamente un par de militares mal encarados los registran. Cuanto más se acercan a la zona rebelde, más gente aborda. La mayoría son viejos campesinos que suben en un paradero y bajan en el siguiente. La tristeza se les mira en los ojos.


En Galapagar, un oficial del tren sube y revisa los boletos a todos los pasajeros.
― ¿No le da miedo ir solo? ―. Le pregunta la señora al anciano.
―No. Acuérdese que yo peleé en estos lugares. Me gusta subir a la montaña. Me enamoré de ella desde la primera ocasión en que vine, hará sesenta y pico de años. Me gusta la bicicleta, pero sólo verla porque tengo enferma la vejiga. No tengo problemas de orina cuando camino, pero sí cuando me subo a la bicicleta. En la guerra civil peleé junto con unos italianos que vinieron a apoyarnos, traían unas bicicletas en la espalda. ¡Eran la leche!
Acababan de pasar Los Negrales.
―Miren, allá el fondo, en aquella sierra. Desde aquí se divisa la Cruz de los Cuelgamoros.
Como un centinela de las colinas, una gran cruz blanca sobresale por entre la sierra a mitad de su falda.
―Unos nueve kilómetros más hacia el sur está El Escorial. Tengo pensado ir a visitarlo el próximo fin de semana. Hace tiempo que no lo hago. Lo construyeron una vez que se terminó la guerra. Allí está enterrado Franco y más de treinta mil combatientes de ambos bandos. Fue una barbaridad, con esa cruz se les rinde un homenaje.


Desde arriba del tren, las pequeñas y angostas calles de Los Ángeles de San Rafael se miran abandonadas, recién se han enfrentado el ejército contra los sublevados.
―Nicolás, prepárate, ya sólo nos quedan cuatro estaciones, si vemos que esto empeora, nos bajamos antes.


―En Alpederete ya se empieza a sentir el frío. Es un lugar hermoso, es por las acacias, pinos y encinares que siempre están verdes. Desde aquí ya se miran los Siete Picos, son los más altos de la sierra. Dejen que me presente, mi nombre es Juan José Abanades.
―Yo me llamo Feliciano Beótegui y mi mujer se llama Luisa Lebrero―. Empieza a hablar el marido. ―Después de la guerra, regresé a Segovia y ahí nos conocimos. Tenemos tres hijas, una de ellas es enfermera y trabaja en Fuencarral. Tiene la misma profesión que tuvo una tía de ella, es decir, hermana mía. Me dijeron que se fue a Nicaragua durante la guerra. Debe haber muerto, ya nunca volví a verla. La guerra separa a las familias para siempre. Son más de sesenta años que no la miro.
El anciano pega un respingo al escuchar ese nombre. Su agitación es notoria y quiere disimularla volteando al monte. Empieza a sentir un fuerte dolor en el pecho. Se da cuenta que es su cuñado, el imperdonable, el que hizo sufrir a su mujer y por eso, nunca lo quiso conocer y prefirió jamás regresar a Segovia.
―Mi cuñada fue a Nicaragua porque es muy dada a ayudar a la gente. Llevó no sé cuántos kilos de medicina en aquella ocasión ―. Dice la señora Luisa.
Juan José, no quiso quedarse con nada por dentro. Con la punzada que dan los años contenidos como si se lo contara a alguien, aunque fuera el cuñado maldito. Porque la muerte se presiente y muy de cerca, zumbándole atrás de sus pasos, con la misma velocidad silenciosa del tren. Suelta las palabras mientras mira hacia la neblina que besa las faldas de las montañas. Como si al confesarse le ayudara a no quedarse con nada por dentro.
― ¡Mire! A mí me hirieron aún y cuando no estaba en la guerra, fue aquí, en Cercedilla. Por eso vengo muy seguido, me ayuda a recordar y a aliviarme, es como una venganza del recuerdo. De aquí me llevaron, no sé cómo, a Segovia. Llevaba balas en el cuerpo. En el hospital me atendió una enfermera que ahora es mi mujer. Hoy en la mañana entré a la habitación a despedirme de ella y me preguntó, ¿a dónde vas?, a la sierra, le dije yo y me contestó, cuac, cuac, cuac, dándome a entender que llovería. Y en eso, ella nunca se equivoca, llevamos cincuenta y tres años de casados y estuvimos nueve de novios. Tiene problemas en su espalda, pero todo el día trabaja, limpia la casa y las ventanas, friega el piso. Ahora le he comprado una almohadilla en el toreo y eso le ayuda. Cuando me casé, lo hice ausente porque estaba en el Sajara español. Me casé por poder y me fui a la guerra en estas montañas y después de curarme, me mandaron al campo de Pamplona y me dieron a escoger, o te vas al frente a combatir o te vas a picar con pala a construir bardas y trincheras. De morir con una pala al hombro o de morir con el fusil en las manos, prefiero el fusil les dije. Y así me quedé en el frente, peleando. En Madrid vivo en los sanatorios, me han hecho ya siete reparaciones, la columna, la vejiga, dos balas, una en la pierna y otra en la espalda, dos marcapasos, un tobillo roto. Una bala, la de la espalda, nunca me la pudieron quitar y aquí la traigo puesta― dice mientras se intenta alcanzar con la mano el centro de la espalda.


Entre San Rafael y Gedillas, hay familias junto a las vías del tren, mujeres, niños y ancianos que cargan los utensilios de cocina. Abandonan sus casas con mucho miedo en el cuerpo. Se alejan como filas de hormigas por la orilla del camino que corre paralelo a la locomotora. Cargan con el frío entre la espalda y las piernas. Los mayores se encorvan con el peso. Algunos niños lloran por el hambre o por el temor. Unos hombres con la cara ceniza por la barba de varios días, suben al tren sin rumbo, amontonándose en donde están Juanjo y Nicolás a la expectativa.
― ¡Sólo nos falta una estación más y luego ya está Cercedilla, ahora sí, prepárate! Recoge tus cosas. Veo soldados por todas partes. Esto se va a poner de hostias ―. Dice Juanjo mientras mete en su mochila su libro de apuntes y la bota de vino. Saca una americana, se la pone y sube la cremallera hasta las orejas para protegerse del frio.


― ¿Y no tiene problemas con los detectores de metales? ―bromea Luisa.
―Si, por eso traigo una constancia del hospital de la bala que tengo incrustada. La muestro siempre junto con mi documento de identificación.
Cruzan el pueblo de Collado y luego Los Molinos, dos estaciones antes de Cercedilla.
El dolor en el pecho se agudiza. Ya no le dirige la palabra ni la mirada al cuñado despreciable.
― ¿Y no lo registran? ―. Dice la señora.
Sigue en silencio durante un largo rato tragándose el dolor.
―Me bajo en la próxima estación―. Alcanzó a decir con los dientes apretados.


― ¡Qué cosas Nicolás! La guerra viene siendo como el escape a los encierros del pueblo, de los trigales, de los mismos escenarios que te cuecen con el tiempo, que te forjan con los golpes. Si no fuera por la Carmina que retoza mientras pardea la tarde, que me envuelve con su aire, con sus enaguas floreadas cuando recorre el campo acompañada de los perfumes de su juventud, esa monotonía sería como un lastre. A escondidas del hermano, por el acueducto, le besaba los párpados que como mariposas revoloteaban entre mis labios. Y ella me hacía sentir tan diferente.
Uno tras otro, los cigarrillos se acaban mientras el aire frío se cuela por las ventanas.


Cercedilla se encuentra al pie de la sierra. Sus casas con techos inclinados están entre el bosque, muy separadas entre ellas. El clima se siente frío y ahora hace siete grados. Muchos jóvenes se bajan en esta estación. Todos van a la montaña. En sus manos llevan palos largos. El bosque de otoño empieza a buscar otros colores. Hay árboles amarillos desperdigados en las montañas, entre los verdes oscuros. Son de un tono ambarino, intenso, que contrastan con los verdes olivos, pardos y azabaches.
Cuando se para el tren, se levanta el anciano. Toma su maleta y el dolor que le atraviesa el pecho, se hace insoportable, hasta casi ahogarlo. Se echa la mochila en la encorvada espalda. No se despide de la pareja. En su andar se denota la agonía después de los tantos años que se había pasado sin enfrentar en una plática, al familiar adversario.
―Aún se mira fuerte―. Dice Luisa mientras mira de reojo a su cansado marido.
Arranca el tren en el silencio y, mientras Luisa y Feliciano se asoman hacia los andenes, escuchan unos pitidos que vienen de un bulto que se derrumba en el andén envuelto en un suéter de color café.
― ¿Pasaría algo? ―se preguntan al unísono el par de viejos.


Juanjo y Nicolás brincan del tren antes de que se pare en la estación de Cercedilla. Han visto a varios Guardias en el andén y presienten lo peor. Corren un trecho junto a las vías en busca de un sendero por donde enfilarse hacia la sierra. Hay muchas piedras, tropiezan y caen, se levantan y continúan la carrera. Son vistos por los militares y les empiezan a disparar. Las balas silban muy cerca, levantan una nube de polvo cuando se estrellan muy cerca de los pies de los dos muchachos. De pronto Juanjo corre solo. Cuando se da cuenta que Nicolás no lo sigue, se detiene y voltea hacia atrás y lo alcanza a mirar tirado en el suelo junto a un montículo de tierra.
La metralla le retumba en los oídos.
Siente un fuerte ardor en la espalda y otro en la pierna.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Instinto, animal

Septiembre 2009
La señora de cabellos largos, teñidos de un rubio demasiado falso, compone su mundo ––el que está detrás de las ventanas con las cortinas plegadas –– y desarregla el mío ––el que existe en la calle, en los callejones del abandono.
Sus amigos, también de pelos coloreados, quieren ordenar lo que no es mío.
Afuera, los ríos de autos se debaten en el trajín diario en donde cada día hay que lidiar por un mendrugo de comida. En el restaurante, el grupo arregla lo que sólo existe de sus dientes hacia adentro. El tronar de sartenes no les hace mella. Están como posesos hablando de banalidades. Viven el momento, cuentan historias. Sus risotadas me alteran.
Desde la cocina llegan aromas y sabores. Me rugen las tripas de coraje y hambre.
Unos delantales, presurosos, se afanan por atenderles mientras las mujeres se vanaglorian de sus uñas largas, recién pintadas. Yo mastico y relamo el aire. Afuera los autos trinan en la noche que llega cansada.
“Ojalá alguno de ellos me adoptara aunque fuera para un circo”.
Con las orejas gachas y el pelo erizado, salgo a la calle por debajo de unas cuantas mesas.