sábado, 29 de octubre de 2011

Mutación

Aquél hombre se rascaba la espalda con una larga vara. Dejó de usarla cuando se le alargaron los dedos.

Amnesia

Olvidé decirte que nunca te olvidaré.

Proximidad

Cuando esté muy cerca de ti, estaré más lejos que nunca.

Jirafas

Las jirafas tienen un instinto diferente que les permite mirarse muy rápido por encima de la maleza.

Brecha generacional

Si tú no alcanzas a mirar lo que yo miro, es que aún soy un niño.

Distancia

Cuanto más excavo en la arena, más cerca me queda el cielo.

Encrucijada

En el cruce de cuatro caminos, sólo encuentras uno de ellos.

Rayas

Cuando huyen, las cebras pintan sus rayas ante los depredadores.

Alegría

La alegría es el estadio en donde todos los asistentes son del mismo equipo.

Sansones

Los leones dormían tranquilos hasta el día en que nació Dalila...

El gorila

El monstruo aquél ya me había arrancado un brazo y me ahogaba el pensamiento. Tampoco me dejaba respirar, me tenía dominado. Me agobiaba la angustia. De pronto con otro zarpazo me arrancó una oreja y parte de la cara, incluyendo el ojo izquierdo. Como pude, me levanté y fui al espejo para hacer un inventario de las bajas. Comprobé que el brazo había desaparecido, los jirones de la cara nublaban la parte izquierda de mi vista. Como pude, me limpié la sangre del ojo bueno, el otro lo tenía despedazado. Sabía que tenía que recuperarme. El instinto me hizo girar el cuerpo mientras el horrible animal que traía a mi lado me lanzaba fuegos con una espada lacerante. Ya me estaba carcomiendo las ideas de cómo defenderme de su voraz apetito. Hasta ese momento había salido avante y cuando me puse de pie, empecé a analizar la situación. Era un desastre. El cuarto mostraba las huellas de la desigual lucha, un reguero de pólvora sobre las sábanas sucias de humores enloquecidos, unos míos, otros del gorila aquél endemoniado. No podía con él. Cuando volví a mirarme en el espejo, no me reconocí. No tenía nada de aquél hombre férreo que siempre había sido. De aquél orgullo al caminar y del siempre mirar altivo, ya no quedaba nada. Doblegado, apenas alcanzaba a respirar. Los dolores por dentro eran insoportables pero tenía que seguir en la pelea si no quería terminar devorado por aquellas poderosas fauces y calcinado por los ojos que lanzaban fuego. De un salto, el demonio se trepó en mi espalda y me enterró las afiladas uñas en el cerebro. Volví a mirar el espejo. Continuaba vivo de milagro. Las heridas eran profundas pero no mortales, me hacían sufrir y doblarme, pero cuanto más crudo era el dolor, más me resistía para no perder el conocimiento. Sabía que si cerraba el ojo sano, sería el final. No me vencí. Me enderecé con la fiera mientras me encajaba sus largas espadas y aguanté. No tenía otra alternativa. La imagen que reflejaba me hacía más fuerte. Era yo, nadie más, luchaba con desesperación con aquello inimaginable. ¿Por qué yo?, me preguntaba con furia. ¿Por qué tengo ahora qué sufrir de esta horrenda manera? Me repetía una y otra vez. El monstruo se tragaba mi sangre, la chupaba con avidez y parecía no saciarse. Quería dejarme enjuto, sin nada por dentro. Las piernas me temblaban por el gran peso que sostenían encima. No quería hincarme, sabía que estaría a merced del implacable. Me volví a mirar y eso me ayudó a sostenerme. En un último y desesperado esfuerzo, recordé el graznido de los cuervos en la quebrada, el relincho del caballo cuando sacaba las orejas en el camino y el rechinido de la vieja máquina de coser cuando la abuela cosía sus medias. Todo eso aún estaba ahí. Era mío. El monstruo podría comerse mi cuerpo y acabarse mi sangre, pero no podría quitarme los recuerdos. Eso me sostuvo.
Tomé el teléfono y te busqué para invitarte a comprar un helado de vainilla y con eso calmar al gorila ciego.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Estuche del cielo

Anoche, cuando abrí el estuche del cielo, estaba limpio y oscuro. En el estuche apareció la luna como si fuera de concha nácar, grande, luminosa, servida en un plato brillante. Busqué otra luna para completar tus ojos. No la encontré. Me conformé con una sola luna llena y le platiqué de lo que sentía por dentro.
Cerré el estuche con la luna dentro, suspiré y me quedé dormido como si fuera un niño contento.
Entonces soñé. Tenía unas alas enormes, fuertes y me elevé por ese cielo oscuro. Enfilé hacia el rumbo en donde te encontrabas. Llevaba conmigo la llave de tu corazón ya abierto. Llegué, abrazé tu cuerpo, en silencio. No quise despertar tus ojos. Sonreíste. Pensé sabrías que era yo. Y me dejaste hacer. Besé tus mejillas y tomé tu cabello entre mis dedos.
Estabas desnuda, te sentí vibrar. Jugueteé con tu piel, la recorrí en todos sus rincones y valles. Bebí de tu aliento el sabor del cielo y me derretí como un helado de vainilla en los labios. Me quedé dormido en tu pecho, con la sonrisa pintada en el rostro, cansado de tanto sabor a ti.
Desperté. Abrí los ojos. Estiré los brazos para encontrarte a mi lado. Tú aún dormías. Miré tu cara y le dí un último beso. Me levanté repleto de silencio, sin mover un solo pedazo de las sábanas. Y volé tan lejos que llegué hasta en donde ahora estoy, lejos de tí.

miércoles, 5 de enero de 2011

Hoy es tiempo (V)

Hoy es tiempo de vuelos rasos,
De lanzar suspiros,
De fríos que empiezan a acariciar los dedos
Hoy es tiempo de cerrar ventanas,
De mirar cortinas,
De caminar despacio,
Hoy es tiempo de peinarse a solas,
De pintar cachetes de colores
De aves que vuelan apretadas,
De largas cadenas en el cielo
De días que salen de los brazos,
De las sienes, de mechones y de canas,
De la espalda, de todas partes,
Como borbollones formando caracoles
Hoy es tiempo de caminar despacio,
De llenarse de humo,
De cerrar cerrojos
De volcarse lleno,
De estrechar los sueños,
Hoy es tiempo de mujeres
Que nunca duermen solas
De hundir los pies descalzos,
De montar caballos,
De comer naranjas,
De no dormir las siestas,
De rascar las nubes
Hoy es tiempo de jugar al trompo
Hoy es tiempo de arrastrar la arena,
De jugar al gato loco
De corretear gallinas,
De trepar mezquites
De dibujar rayas en la tierra,
de regar las plantas,
De espantar las moscas
Hoy es tiempo de mirar tu cara roja,
De perderse dentro de tus ojos tristes
De volverse ufano.

Hoy es tiempo (IV)

Hoy no es tiempo de jugar carreras,
De tropezarse en piedras
Hoy no es tiempo de volverse renco,
De gritar con los dientes apretados
Hoy no es tiempo de perder el tiempo en cosas locas
Hoy no es tiempo de golpearse el dedo del pie derecho
Hoy no es tiempo de amanecer despierto después de noches de volver el cuerpo
Hoy no es tiempo de lavar la ropa, ni brincar las trancas
No es tiempo de perder el tiempo sin mirar tus negros ojos
Hoy no es tiempo de perder el tiempo sin revolver tu pelo prieto
Hoy es tiempo de mirar tu rostro y llenarse de tus ojos llenos
Hoy no es tiempo de perder el tiempo sin tenerte siempre con la boca roja
Hoy es tiempo de caminar despierto por los caminos chuecos
Hoy es tiempo de besar tus labios, de perderme en ellos
Hoy no es tiempo de querer finito en tu amor bonito
Hoy es tiempo de llenarse el cuerpo con el cuerpo tuyo

Hoy es tiempo (III)

Aquellos que caminan lerdos
Olvidarán momentos
Aquellos que casi vuelan
Recogerán capullos tiernos
Aquellos que en el verano vieron
Ahora conocerán inviernos
Hoy es tiempo de olvidar infiernos
Es tiempo de morder los labios tiernos
De tanto escribir con tiento
De tanto escribir contento
Hoy es tiempo de apretar abrazos,
De morder los labios,
De abrir los brazos,
De sentir los vientos
De retozar los campos,
De perderse el tiempo,
De escribir contento
Hoy es tiempo de descansar por cierto,
De alborotar sin tiento,
La cabellera al viento
Hoy es tiempo de barajar los paisajes cientos
Hoy no es tiempo de escuchar lamentos,
Es tiempo de apretar los brazos
Dejar adentro quedos sentimientos
Hoy es tiempo de muchos tiempos

Hoy es tiempo (II)

Hoy es tiempo de morder los labios
De olvidar resabios
De perdonar agravios
Hoy es tiempo de la mujer trigueña
La que a duras penas
Hace de su vida amena
Es tiempo de llenar ventanas
Con música que sale de bocas llenas
Cuando la mujer despierta apenas
Es tiempo de desvestir la piel
Llenarse de sabor a miel
Y grabar el instante aquel
Es tiempo de hablarle a señas
De platicar de aquellas
Es tiempo de escribir poemas
A la mujer trigueña
Hoy es tiempo de romper cadenas
De amarrar aquellas
Que nos son ajenas
Es tiempo de contar estrellas,
De dormir con ellas
De decirles bellas
Hoy es tiempo de acariciar la luna
De trepar en el mar las dunas
De platicar con una
Que me cuente alegrías algunas

Hoy es tiempo (I)

Hoy es tiempo de arañar espaldas,
De soltar las riendas a tus desenfrenos
Hoy es tiempo de contar historias,
De mirar los soles, de acurrucar pasiones
Es tiempo de mirar ventanas,
De entrar los soles a calentar rincones
Hoy no es tiempo de lunas llenas,
Es tiempo de lunas prietas, como la noche, de color oscuro
Hoy es tiempo de bailes, de brincos, de vestirse de colores
De vestirse del color del fuego
De un fuego que apenas empieza
Hoy es tiempo de apretar abrazos
De morderse en los labios
De flotar en los muchos vientos
Hoy es tiempo de escribir renglones
Hoy no es tiempo de anotar lamentos
Aquellos, lejos, regresarán contentos
Aquello cerca latirá por dentro
Hoy es tiempo de escribir contento
Aquello lejos te llenará de flores, cientos
Hoy es tiempo de retozar contento

Yo que nunca llego

Yo que nunca llego

Yo que nunca llego

Que no soy nadie

Junto a la silueta tuya

Y a tus sedas manos.

Yo que soy ajeno

De pelo corto

Y de poco rostro

De mejillas rojas

Como un señuelo

De camisa a rayas

Pantalón casero.

Yo que soy lejano

Que soy huraño

Que soy pagano

Yo que todo debo

Que nada acabo

Que todo empiezo

Que nunca llego

Que nunca bebo

Que siempre juego.

Yo que siempre sueño

Que siempre puedo

Que nunca quepo

Que nunca niego

Que tarde llego

A tu seno pleno.

Hoy es tiempo

De vestidos largos

De vestidos verdes

Hoy no es tiempo

De gritar a voces

De llamar demonios

Si el amor se acaba.

Yo que poco pienso

Que escribo poco

Y que poco a poco

Hasta me alboroto.

Yo que no soy yo

Soy un poco loco.

Tú, mujer que sueñas

Que no respondes

Que siempre dejas

Tú que eres seña

Que eres bella.

Mujer serena

Mujer que explota

Y que me alborotas

Mujer risueña

Que nunca empeñas

De lo que eres dueña.

Mujer que explota

Con la risa rota

Con los pies y botas

Mujer serena

Que todo empeñas

Que nunca agotas.

Mujer de largas botas

De palabras cortas

De nariz gaviota

Tú que Llegas, ríes

Que sufres, gritas

Quieres, brincas, gimes

Dejas, gruñes, gozas

Tienes, vienes

Bailas, vuelves,

Danzas, quieres.

Mujer que alboroza al río

Que te vuelca el frío

Te derrite el fuego

Te convierte en juego

Y que te gusta el juego.

Hoy es tiempo

De dejar aquello

Que te deja quedo

De pedir aquello

Que te deja ciego

Que te deja lejos.

Yo pido aquello

Que me deja ciego

Que me deja mudo

Que me deja cerca

Que me queda luego.

Yo pido aquello

Que el suspiro arranca

Como a un vestido

Mientras puedo y quiero

Mientras quito aquello

Que me impide verlo

Mientras puedo y abro

Todo lo que cerrado

Quieren siempre quede.

Yo quiero aquello

Que las puertas guardan

Con un gran recelo

Y cuando puedo abrirlo

Casi miro el cielo

Y quiero aquello

Porque siempre puedo

Y porque siempre quiero.

Mientras el sol la enlaza

La luna se encarama

En sus largas piernas

Y en ella se descarga

Con la cara tierna

Ella recuerda y sueña

Mientras el sol penetra aquella tierra

La luna mira con cara larga

Y ella quiere

Lo que el sol le quema

Mientras la cola larga

Que el cometa carga

La luna entrega

En las recias piernas

De su sol que brama
Tan viejo como la sangre y fuego
Artidoro Gracia/enero 2011


La acera recibe unos pasos en una mañana helada y se detienen ante un portento. Con la cara volteada hacia el Gran Castillo un enorme ahuehuete, cabizbajo y con algunas ramas rotas, entristece solitario. Parece que recuerda sus días de gloria, cuando con sus potentes brazos retaba a la más fuerte de las tempestades que con rencor lo azotaban. Hoy, ya es un anciano. Hasta los pájaros con sus nidos se han mudado.
El valle despertó temprano y está recién bañado. Unos caseríos pardos salpican los montes y de cuando en cuando, allá arriba, en el cielo, unos avispones de acero blancos, bajan y aterrizan. Al mismo tiempo, otros, como si se espantaran, levantan el vuelo y se alejan velozmente. Y a lo lejos, las montañas, como si fueran grandes manos, encierran a la ciudad y la aprietan con sus gigantescos dedos.
Un hombre duerme. Otro rasca la guitarra con la aurora, y uno más, tañe las campanas. El anciano ahuehuete los mira y los escucha. Ya sus piernas hincadas en la tierra no pueden llevarlo hacia donde él quisiera. Sus brazos caídos no alcanzan a nadie, ni siquiera a esa guitarra que lastimeramente lo acompaña como el sonido del viento cuando atraviesa su follaje. Los bigotes caídos parecen largas ramas de sauces llorones y tienen tintes grises. Son las vendas que curan su cansado tronco. El ahuehuete dormita y sueña cansinamente.
¡De cuántas encarnizadas batallas ha sido testigo este gigante adolorido! Batallones que presurosos suben y bajan las cuestas del viejo castillo, pasan bajo su sombra. ¡Cuántos hombres en guerra recargan la espalda en su tronco para guarecerse de los tiros!
Rifles, fusiles, bayonetas caladas, machetes y mosquetones se trenzan en el fragor de los fuegos. Humos, olor a disparos, gritos, caballos con riendas sueltas, desbocados. Desbandadas, luchas cuerpo a cuerpo, nadie triunfante, todos vencidos.
Y en las paredes del Gran Castillo macizo, truenan los viejos cañones, que con el tiempo, serán piezas de rara artillería en los salones de sus museos. El férreo ahuehuete sirve de escondite a los defensores. Y en sus ramas frondosas estallan los mosquetes y granaderos. Aguantan como aguanta el hierro el golpe del herrero embravecido.
Los rostros con color del fuego, los pechos prietos descubiertos, los corazones rotos, partidos por el acero. Charcos rojos, hilos que enrojecen las huellas de los que escapan y luego quedan como cascarones de tierra seca. Metal y madera rotos. Pólvora quemada, lenguas de llamas que se levantan. Caballos que bufan, hombres que se lamentan, humaredas que se elevan revolcándose. Jirones de una bandera que ondea cabizbaja y corta.
Los pájaros se desperdigan, ningún valiente retrocede ni se amilana. Las huestes que defienden al Gran Castillo se redoblan. Y los hombres recios sobre los cuerpos caídos, ufanos empiezan a convertirse en la leyenda, junto al árbol altivo. Escriben ellos mismos su incipiente historia. La labran febriles en el tronco del frondoso árbol. Bandoleros de los tiempos, forjados a tierra y piedra. Estampidas de corceles, sudorosa la tropa hambrienta. Intentan apagar las llamas, se echan a cuestas a los malheridos. En el tercio de la tarde, la cuesta a la muralla del alcázar se les hace eterna. Interminable como el estío. Larga la culebra de las bayonetas apuntando al cielo. Se alinean en el camino curvo que los lleva, ya pronto, al encuentro de su destino y su leyenda.
Al llegar a la puerta, el primero de aquellos aguerridos fieros, una mujer ya lo espera con el laurel en las sienes. Él la toma del talle y la arrastra hacia su herido cuerpo; ella con los brazos anudados en la espalda, las mejillas brillantes y los labios sueltos y temblorosos. Emocionados.
El ahuehuete altivo como ciervo en el bosque, es testigo del encuentro de aquella sangre y de aquél femenino fuego. Encuentro de labios, víctimas inocentes de la cruenta guerra. Mejillas morenas, manos con dedos férreos. Chispazos de sueño de crudos cuerpos.