martes, 20 de octubre de 2009

Flores y páramo

Artidoro Gracia / Octubre 2009

Mi Estimada Señora:

Reciba usted mi más alta estima y admiración. Debo decirle que cuantas veces crucé el campo camino a su casa para visitarla, miré el rosedal de siempre, con bellos rojos, violetas y naranjas, capullos que reventaban como si fueran arcos iris con los que pintaba su cara y me anunciaban el color de sus mejillas. Y emocionado llegaba hasta su puerta. Al abrirme, usted siempre risueña, yo ponía en sus manos una de las flores cortadas a mi paso. Cada jueves tenía la oportunidad de conocer cómo estaba.
La semana pasada, al transitar por el sendero de siempre, miré el rosedal convertido en un páramo. Un lúgubre viento soplaba levantando un fino polvo que me hizo entrecerrar los ojos y un escalofrío recorrió mi espalda.
Presagié algo terrible y no tuve el valor para, por mi propio pie, avanzar e investigarlo. Alguien me ha dicho que su casa se está convirtiendo en un olvido. Las hiedras trepan por los muros y unas goteras aparecieron desde el tejado. Es por eso que decidí enviarle ya, esta tercera carta. De las dos primeras, no he recibido alguna respuesta.

martes, 6 de octubre de 2009

Torre de Oro


Artidoro Gracia, octubre 2009


Torre de Oro. Donde sin decoro. Rompieron sus lanzas los moros. Fuiste prisión hoy eres museo. Donde estrellaron caballos y de ti desprendieron la piel aquellos herejes. Piel de azulejos dorados.
De ahí proviene tu nombre. Eres guardián del Guadalquivir. Que en su ir y venir, celoso te pones.
Cada tarde con cada paseante.
Torre del Oro. Eres tú el caballero. Un día tú fuiste dorado. Hoy eres de un ocre sereno. Las aguas del río en ti se escabullen y llenan los ojos de cualquier pasajero, que te mira y se quita ante ti su sombrero. Deja sus mochilas y botas de cuero.
Tierra y venero. Vino y cerveza. Ante ti la nobleza de muchos viajeros. Fotos continuas, acuarelas que animan. Castillo de Indias, Carlos V y muchas doncellas ahora lamentan no estar aquí contigo.
Torre del Oro. De la ciudad eres el caballero que atento vigila los embates de aquellos viajeros y caminantes.
Torre del Oro. Ante ti me quito las gafas y el cuero. Celoso guardián de las vías, de todas las noches y días. Por los siglos fuiste siempre vigía.
Torre del Oro. Donde los moros, guardaron cruentos tesoros.
¿A quién vigilas ahora con desdén y denuedo?

domingo, 4 de octubre de 2009

Otoño de colores

Artidoro Gracia, octubre 1999

Los árboles se desnudan acompañados de un vals de colores que brincan entre sus copas. Están cambiando de piel. Ahora de verdes, ahora de amarillos y ocres. Pequelas llamaradas de colores estallan en el bosque. Las hojas se bambolean en su caída, van y se posan en el piso y forman mullidas alfombras caprichosas. La melancolía es la compañera de los bosques cuando cambian de colores al iniciar el otoño.
La melancolía también se viste; primero de verde, después del amarillo suave, luego se desnuda entre canciones que le canta su amante, el viento.
Pero no sólo los colores se miran en el bosque. También hay olores que se sienten. El olor del aire que barre las hojas. El de la lluvia que las lava, de la tierra húmeda, tendida a los pies de los castaños, arces, hayas y robles.
Los olores en otoño son de un color amarillo. La tierra mojada huele a setas, a hojarasca seca, a cáscaras añosas pegadas a los troncos. En estos bosques se antoja ser un jardinero. Cultivar los arcos iris, regarlos y podarles sus crestas. Arcos iris que se forman con los cientos de colores, de pinos, abedules, acacias y madreselvas. Los colores del arco empiezan en el bosque, van y besan la tarde y su cielo. Después regresan a besar de nuevo al bosque, forman una larga curva, recogen y cuentan las últimas gotas de lluvia que se desprenden de sus madres, las nubes.
El musgo, los encinos, alcornoques y algarrobos están siempre verdes. No cambian. Contrastan con los ocres de otros altos y frondosos árboles.
En estos bosques se antoja ser su cocinero. Cocinar todos los olores que se encuentran, las cáscaras de nueces, de castañas y de hongos. Sazonar la humedad de la tierra con la brea de los pinos.
No sólo colores y olores hay en estos bosques. También hay sonidos que parecen melodías. Hay música de las aguas cristalinas de ¿cuántos riachuelos y arroyos que se forman en las piedras? Melodías de pájaros locos y silvestres que se aprestan en sus nidos. Rumbas de las ramas que se mecen y golpean a otras ramas, que rechinan, que silban. Música de hojas que se alborotan que se resisten al aire cuando las corteja. Melodía de la lluvia cuando con sus gotas tamborilea los troncos huecos de los pinos y abedules. Repican las campanas de las piedras cuando ruedan al pisarlas. Ecos de mis gritos cuando busco encontrarte en mi camino. Ecos de pisadas cuando corro en la madrugada. Hay una música de tambores, son los golpes de las castañas contra el piso. Rebotan y se acuestan en la campiña.
No sólo los colores, olores y sonidos se encuentran en el bosque. También hay sabores y sentidos que apetecen. Frescos que se sienten en la piel dormida, que llenan los pulmones cuando se respira el frío en la mañana.
La piel se eriza con la llovizna alegre, menuda y fría. Las luces de las hojas que aletean, giran y dan vueltas cuando caen al piso. Olor a frutos de árboles; nueces, bellotas, castaños y semillas. Acacias y nogales. Rosales y laureles. Todos ellos erizan cualquier piel dormida.
El bosque es como una mujer que se desnuda en otoño.