lunes, 1 de junio de 2009

Marianita


Artidoro Gracia/junio 09

Creo que a Marianita no le habían dicho en su pueblo que era una mujer muy hermosa, porque cuando se lo dije, se le enrojecieron los cachetitos, se enrolló hacia adentro de ella y se hizo tan pequeña que desapareció.

Mirada que asesina


Artidoro Gracia, mayo/09

Es tan intensa la mirada que la siente como un aguijón en la espalda, como flechas en el cuello. Gira la cabeza por encima de su hombro para conocer quién se la envía y una atractiva mujer la disimula. El hombre se lleva el tenedor a la boca, sigue comiendo, sin prisa, pero inquieto por aquellos ojos penetrantes. Los siente de nuevo en la nuca. Voltea con rapidez y ella le sostiene la mirada por un segundo con una ensayada coquetería.
Él se deja llevar. Su instinto está opacado por esos ojos que lo arrastran. El movimiento de la mano de la mujer, con una inusitada delicadeza, es una señal que él capta como una obvia invitación.
Continúa con la ensalada y resiste el par de ojos negros, misteriosos como la tarde, agudos como cuchillos en sus carnes blandas.
Afuera llueve.
El agua cae a chorros sobre los toldos de las terrazas. La noche baja con un color oscuro y lo deposita en el pavimento de las calles y entre los árboles mojados. Pequeños riachuelos como culebras sucias meten sus cabezas interminables y se escabullen por las alcantarillas.
La mujer calcula el tiempo y lo deja correr como la espuma que se desliza en el tarro de la cerveza.
Pasa a su lado con el hilo sensual de su perfume. Resultó ser más alta de lo que aparentaba. Con el movimiento de su cuerpo, lo invita a seguirla. Como si ya tuviera práctica, en sus movimientos están medidos los segundos para que él pida la cuenta, pague y salga tras sus pasos.
Ya afuera, la sigue bajo el color gris de su paraguas; ella lleva uno rojo. El contoneo de las caderas responde también a un plan premeditado. Se salpica la minifalda y las medias con la lluvia. Un auto negro arranca el motor, enciende las luces y empieza a rodar con sombrío silencio en la acera de enfrente.
Ha dejado de llover. Las paredes están empapadas con una neblina que se resiste a levantarse de los árboles y de una banca solitaria en la esquina entre dos farolas. Los ríos de agua fluyen por las orillas de la calle recogiendo las últimas gotas. Son las víboras que enlodan la ciudad en las noches lluviosas.
Él la sigue y la alcanza por el codo.
— Hola. ¿Te acompaño? — le pregunta.
La dama simula estar intrigada. Finge sorpresa y responde con una femenina sonrisa provocadora. No se detiene y lo obliga a caminar de prisa rumbo a la oscuridad.
— Es tarde, deja que te acompañe — le insiste.
Lentamente, el auto se mueve a la velocidad de las manecillas del reloj de quien lo conduce.


Se despierta en un cuarto, hecho un ovillo en un colchón maloliente. Una venda negra le tapa los ojos. No sabe en dónde se encuentra ni lo que le ha pasado. El dolor en las muñecas le hace mover las manos y se da cuenta de que las tiene atadas. Intenta zafarse pero el dolor aumenta y se queda quieto. Quiere sentarse pero las piernas no le responden, las tiene dormidas y se ladea como un torpe. Otra correa lo ata del cuello. Tiene hambre pero no le importa.
La pesadilla es la realidad que le cae encima y el pánico se le mete en las entrañas.
La dama está ahí con el mismo perfume que usaba en el restaurante. Sentada en una esquina del cuarto, sonríe cuando el hombre hace el primer movimiento. Se le acerca en silencio y de un tirón le arranca la venda de los ojos. El hombre reconoce la mirada penetrante que lo cautivó. Ahora es como un cubo de hielo, gris y sin expresión.
— Negocié hasta donde pude, pero no quieren pagar por ti ni un centavo— Le dice mientras le recarga el cañón de una pistola en la nuca.
Afuera llueve.
Un rayo con sus largos brazos, resquebraja el cielo como si estuviera hecho de un cristal negro y dibuja en él, un enorme y siniestro rompecabezas.