sábado, 11 de abril de 2009

El Nicanor


Artidoro Gracia (octubre 07)

–Se murió el Nicanor –se escuchó en el pueblo.
Y todos, en tropel, se fueron al velorio.
El ataúd, hecho con tablas rústicas, estaba cerca del portal de la casa con dos veladoras encendidas y una pequeña corona de flores. Ahí estaba tendido el Nicanor. En el lugar en donde siempre había vivido. El morbo, anfitrión e invitado a la vez, hacía su trabajo, recibiendo a los visitantes y formándolos en grupos. Les pedía pasar a despedirse del Nicanor y a dar el pésame a la Carmela, la viuda.
Los hombres al llegar al portal, se quitaban el sombrero, lo mantenían con ambas manos cerca del ombligo y, de reojo, se despedían de la cara tiesa y arrugada del Nicanor. Se acercaban a la Carmela, con un gesto de morbo o una mirada lastimera, le daban el sentido pésame.
–Si hasta parece que está como dormido –decían algunos con malicia mientras salían al patio.
Las mujeres se enrollaban en sus negros rebozos rodeando al Nicanor y a la viuda.
–Se nos fue el Nicanor –decía una.
–Si así lo decidió mi tatita Dios, que se haga su voluntad –comentaba otra.
–Cuando a uno le toca, no hay ni pa´ donde hacerse –intervenía aquella.
La Carmela se mantenía callada, cabizbaja, con los ojos cerrados y enrojecidos. Estaba envuelta en su vestido negro formando un bulto. Un rebozo azul oscuro, casi negro, le tapaba los sentimientos. Toda quieta ella.
Aquellos que sólo iban al chisme, se escondían. Unos en la oscuridad y otros en el patio, debajo de los mezquites chaparros. Todos se sumaban al barullo. Desde la multitud de sombreros y rebozos, un sordo murmullo se escuchaba.
– ¡Afigúrate tú nada más! –Se murió el Nicanor. ¡Vinieron todos sus familiares! ¡Casi todo el pueblo! Han de pensar que tenía dinero y deben querer una partecita.
–No se quedarán con nada. En las tierras que dejó no hay ni agua, hay puras piedras. Si los hermanos no se ponen de acuerdo seguro se enpleitarán, algo han de querer para sus hijos.
El Nicanor empezó a escucharlos lejanamente. Como si estuviera soñando.
– ¡Cuántos problemas dejó el Nicanor! ¡Quién sabe en qué irá a parar esto! ¡Nomás se está alborotando el asunto! Por ahí andan otros parientes escondiéndose; deben traer la maldad, recalaron de muy lejos. Parecen zopilotes rondando a ver qué pescan.
–Creo que va haber fregadazos.
Los murmullos y chismes continuaban. El Nicanor empezó a revolverse.
–Con esa rara enfermedad, el Nicanor se fue secando en vida. Se la pasó en un grito, le daban temblorinas, nadie supo qué era.
– ¡Pobrecita la Carmela!, se le acabaron los lomos cuidándolo. Su hijo se la debía de llevar a la ciudad, porque aquí, ¡Sabrá Dios en lo que termine!
Al Nicanor le dio un retortijón y empezó a aguzar el oído.
– ¿Pero de dónde le vino ese mal, tú?
–Nadie sabe. Si lo hubiera visto un doctor de buenas entendederas a lo mejor lo hubiera salvado. Ya no tenía remedio, en uno de esos zangoloteos que le pegaban, se iba a quedar.
–Ahora la viuda no halla consuelo. Vino el delegado de la agraria y estuvo hablando con ella. ¡Quién sabe si le ayude!, ya ves cómo son esos bandidos, ven viudas y les echan el caballo encima, en lugar de ayudarlas, nomás andan viendo cómo jodérselas.
El Nicanor se movió. Quiso sentarse como si estuviera en su catre y sus delgadas piernas chocaron contra las tablas del ataúd.
– ¡Carmela!, ¿ontoy? ¡Pero qué jijos de la tiznada!, ¿¡Qué tanto están hablando de mí?! ¡Todavía no me muero y ya están con sus chismeríos! –les gritó.
El grito hizo un desparramadero de sombreros y rebozos, incluyendo el de la Carmela.
Con la resucitada del Nicanor el chismerío se expandió como una centella tronando entre los lomeríos.