Artidoro Gracia/febrero 2008
A las orillas del río, muy cerca de su desembocadura al mar, vivía Milo con sus padres en una espaciosa y agradable casa pintada de color blanco con vivos ocres. Era un vecindario como muchos otros de la ciudad; arbolado, con vistas a las montañas y en donde se respiraba la fresca brisa soplando desde la bahía. En la planta alta, la recámara del niño estaba atiborrada de juguetes. Los animales eran sus predilectos. Los había de todo tipo: Perros, caballos, burros, gallinas, rinocerontes, jirafas, leopardos, monos, aves, osos, camaleones, dinosaurios…
Todo juguete que su papá se encontraba en cualquier tienda, lo traía a casa; y con ellos se fue llenando la recámara a través del tiempo. Los había de hule, madera, rellenos de fieltro, de piedra, de tela y de cuanto material podían ser fabricados. Eran electrónicos o manuales, con pilas, automatizados y de todos los colores y texturas.
No hacía falta ninguna especie; aves, mamíferos, reptiles; salvajes o domésticos.
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Milo era un niño muy egoísta y no le gustaba compartir con nadie sus juguetes; consideraba que sólo eran de él y no tenía porqué prestarlos. No había forma de convencerlo de que los compartiera con sus amigos. El solo hecho de pensar que otro niño jugaría con ellos lo ponía de muy mal humor haciendo unas grandes rabietas que desesperaban a los padres.
A todos los bautizaba con un nombre o apodo escribiéndoselo en la espalda seguido con la palabra “de Milo”, así, no quedaría duda quién era el dueño: Al león le llamaba Reino; al perro, Tobi; al burro, Rito; a la jirafa, Petra; al otro perro, Balón; aquél, Mandarino, cada uno seguido por el nombre de su dueño.
Había animales; sobre la cama, debajo de ella, en la cabecera, en el ropero, atrás de la puerta, dentro del baño; cualquier sitio desocupado era un buen pretexto para llenarlo de juguetes.
La madre fastidiada de tanto polvo que se acumulaba y por el trabajo que tenía qué hacer para limpiarlos, un día le reclamó al esposo.
––Mira, tienes dos alternativas; o los guardas dentro de una caja muy grande y te los llevas a la cochera; o, por encima y en contra de lo que quiere Milo, los regalo a los niños del vecindario. ¡Y es que ya no cabe ni uno más y ya no tengo fuerzas para andar limpiando tanto polvo!
––No te apures, pronto le voy a dar una solución sin que se enoje Milo.
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Por la gran cantidad de juguetes, tuvo que pedir que le construyeran, en la carpintería de la colonia, un baúl grande de madera, suficiente para todos; eran cientos. Terminó siendo una caja enorme que apenas cupo en la cochera de la casa. Una vez colocada en su lugar, el padre convenció a Milo para que pusiera sus animalitos dentro. El baúl estaba repleto. Le prometió que podría visitarlos todos los días, en el rincón detrás del auto.
Y así sucedió. Recién llegado del colegio, el niño salía disparado hacia la cochera, pidiéndole a alguien que le abriera el baúl; y con una sonrisa en los labios, a todos sus juguetes se dirigía por su nombre. Pasaba las horas platicándoles fantásticas historias. Dentro de la caja, con un crayón color rojo, escribió: “Estos animales son de Milo y de nadie más”, puso la fecha y despidiéndose de ellos, cerró la tapa.
Mañana regresaría a contarles otro cuento.
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Fue un mes aciago de septiembre u octubre. Era el tiempo de lluvias. Aunque estaba previsto, nunca pensaron que sería tan destructivo. Un gigantesco y pavoroso huracán trajo vientos y una cantidad de agua jamás antes vista. El cauce del río creció tanto que sus ramales se desbordaron por encima de los muros y diques que los contenían.
El nivel de la riada subió hasta cubrir las azoteas de las casas en los vecindarios.
El antes tranquilo y pacífico río ahora estaba convertido en una feroz y terrible tromba aventando olas en todas direcciones. Fue un caos por el dolor y la muerte. El mar subió empujado por el fuerte viento metiéndose en las casas de las familias. Se perdió todo: Viviendas, muebles, autos, escuelas, hospitales y comercios.
Cientos murieron; no tuvieron tiempo de llegar a los lugares más altos o refugiarse en las montañas cercanas.
Milo y sus papás desaparecieron en la fuerte tormenta. Quizás fueron arrastrados mar adentro por las devoradoras corrientes que arrasaron todo a su paso, acabando con lo que antes había sido una hermosa y quieta ciudad; sus plazas, parques, jardines y calles. La naturaleza no dio tregua durante largos días y cruentas noches de intensas lluvias; no hubo sol ni comida para aquellos desesperados pobladores.
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Con el tiempo, la furia se fue calmando poco a poco y un nuevo sol apareció durante un amanecer en el horizonte. Sus rayos pasaron revista a una ciudad desvastada; todo cuanto antes estaba de pie, ahora estaba tirado en el piso. El paisaje era desolador. Árboles arrancados de tajo desde sus raíces, esqueletos de construcciones amontonados, autos amontonados dramáticamente en los antiguos campos deportivos.
Ya no llovía y las aguas fueron regresando a sus cauces y niveles normales. Tardarían muchos años para recuperar lo que se había perdido.
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En un pequeño barco pesquero en alta mar se recogían las redes. Los marineros no habían tenido ese día una pesca abundante pero pescaron los suficiente para volver a casa después de una semana fuera. Podrían regresar al mismo sitio dentro de muy poco. Una vez que hubieran vendido la sardina recogida.
Caía la tarde y estaban a tiempo de levar anclas y enfilarse hacia la costa. Llegarían antes de la media noche aprovechando la suave brisa que los empujaba y guiándose por la luz intermitente y mortecina del conocido faro.
Unas cuantas millas antes de llegar a la costa, la quilla chocó contra un pesado objeto que flotaba al vaivén de las olas. El fuerte golpe llamó la atención del adormecido navegante y pronto se dio cuenta de lo que había encontrado. Era un gran baúl de madera. A gritos pidió a sus compañeros que le ayudaran a subirlo a bordo. Imaginaban que dentro encontrarían algo muy valioso. Con enorme curiosidad lo abrieron y una gran sonrisa de sorpresa se les dibujó en el rostro. Eran los juguetes de Milo.
Estaba herméticamente sellado y el agua no había hecho daño a su contenido.
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En una tarde soleada, en la plaza del pueblo, una fila de animosos y alegres niños esperaba su turno. Bajo el kiosco, abierto y lleno de juguetes estaba el arcón de madera. Para que los animalitos tomaran vida nuevamente y alegraran los hogares, los pescadores, en nombre de su anterior dueño, habían decidido regalárselos a los pequeños.
–– ¡Miren! ¡A mí me tocó un león! Se va a llamar Leo de Pablo ––gritó uno de ellos con su juguete en la mano.
–– ¡Una jirafa! ¡Yo le voy a poner Imelda de Carlo!
–– ¡Me dieron un loro! ¡Le llamaré Enrico de Mario!
La algarabía de los niños envolvió a los animales que regresaban a manos infantiles para jugar entre ellas.
El sol brillaba en lo alto, adornado con algunas manchas blancas formadas con las parvadas de gaviotas; por ahora, ya no había nubes perturbando su intensidad.