domingo, 28 de junio de 2009

Ánima en Alcalá de Henares


Artidoro Gracia, 28 junio 09

La ciudad de Cervantes, del Quijote, Sancho y Rocinante, entre otros, se encuentra pasando el Río Jarama, el Arroyo Henares y un montón de plantíos yendo a trote desde Madrid por carretera. Con sigilo, sale del apartamento cerca de las cinco de la madrugada. El recepcionista, un hombre gordo, dormita todavía. Cruza el lobby de puntillas y trata de no hacer ruido. Pasa junto a él, abre la puerta y la deja de par en par para que sea el frío el que lo despierte y no el golpe de la cerradura.
Empieza a correr por la misma calle de siempre, avanza unas cuantas esquinas, trota y calienta las pantorrillas. En la avenida América, enfila rumbo al este, por la carretera a Zaragoza. La noche anterior había medido la distancia en el manoseado mapa que le sirve de guía en los caminos. Calculó cerca de treinta kilómetros y casi tres horas a un buen ritmo. Empieza despacio y aprieta el paso una vez que va dejando atrás las últimas luces de la ciudad.
La claridad del día le llega cuando va por el aeropuerto de Barajas, quince kilómetros más adelante y chorreando sudor por todas partes. El viento le golpea la cara. En la autopista no hay tráfico. Hace un fuerte frío y las gotas de una ligera lluvia, que se confunden con las del sudor, le hacen cerrar constantemente los ojos.
La carretera pasa al sur de las pistas del aeropuerto. A esa hora, varios aviones aterrizan y otros tantos despegan. Con sus tronidos en el cielo, rasgan y se abren brecha por las nubes espesas hacia el Mediterráneo o rumbo al Atlántico.
Alcalá está rodeada de verdes, de una montaña que parece mesa y de muchas venas de caminos y carreteras que por ella pasan. Al llegar jadeando, se encuentra una oleada de ramos de claveles, gladiolos, nardos y muchos colores. Son flores que llevan los vivos a sus muertos. Es el uno de noviembre, el día de Todos los Santos.
La ciudad lo recibe con esas flores que se regatean junto a la barda que divide la vida con la muerte. Recién lavadas las lápidas de mármol, verdes los uno, blancos los otros y grises los muchos. Los pisos de tierra entre las tumbas están barridos y húmedos. Es el único día en donde los vivos se juntan con los muertos. Recargados a la barda pintada de ocre por el tiempo, muerta también en sus colores, se arremolinan los regateadores de precios y arcos iris.
Se topa de frente, con los ramos de margaritas encendidas. Parecen veladoras que cuidan al difunto. Los amarantos, las rosas y claveles, son cómplices en el cementerio.
Alrededor de Henares, los maizales están secos, cortados a la mitad, llenos de hojas largas y ajadas, de color café tostado, húmedos por la granizada de la noche anterior. Los largos plantíos, están cortados y heridos por las vías del ferrocarril. Las puntadas de los durmientes cosen al campo dibujándole una larga cicatriz.
Mientras el día avanza, las almas de los difuntos mueven las hojas de los árboles. Parece que juegan, que tienen su propia fiesta. Es como la clausura de su día festivo. Las familias aguardan de pie a un lado de las tumbas, esperan a que sus difuntos se despidan, borrachos de tanto jolgorio de rosas rojas.
El panteón se encuentra junto a las vías de los trenes que llegan y se van de Henares. Tres pares de vías se alinean, hacia allá, apuntando hacia Madrid o hacia acá apuntando hacia Zaragoza. Los vagones pasan muy próximos a los difuntos despertándolos con los chirridos de las ruedas de acero. Las huellas de humos blancos de los aviones que se enfilan hacia París, o allá, más arriba, a muchas partes, son estelas blancas que se descomponen en muchas esponjas mientras se alejan de las turbinas que las avientan. Son ríos de vapor que se desmoronan con los besos y abrazos del viento.
Por allá, hay montañas largas y planas, achaparradas, pelonas y áridas. También hay arroyos que fueron tejidos por la naturaleza sentada en una gran silla mecedora, cosiéndolos en la sábana de terrenos planos y hondonadas de verdes bosques que se acunan con el sopor de la tarde después de la hora de la siesta.
Los senderos junto con las vías del ferrocarril cicatrizan la tierra. La surcan al capricho de las lomas. Cuando el ferrocarril no puede rodear a la montaña, la atraviesa perforándola con túneles. Son como largas heridas en los sembradíos.
Llega a la plaza central con los últimos alientos que le dejaron estos paisajes y los kilómetros recorridos. La ciudad es una postal iluminada. Después, los pasos le llevan hasta la estación de autobuses, en donde, montado en alguno de ellos, tiene que regresarse. Se le acabaron las fuerzas para desdoblar lo recorrido. Algunos pasajeros en la sala de espera tiritando de frío, le miran extrañados cuando deja unas gotas de sudor en la ventana de la taquilla.
Sube al autobús y se sienta en la última butaca en la parte de atrás. Entre sus dedos sudorosos carga unas postales que se compró en la estación. Pasan por el cementerio. Las difuntas de Alcalá reciben más flores que las que deambulan en las calles. Al llegar al edificio de apartamentos, sube al suyo por las escaleras en silencio. No quiere que la puerta del ascensor despierte al hombre gordo que aún dormita.
Suena el timbre del despertador. Se levanta y se empieza a calzar los zapatos tenis. Es hora de iniciar el recorrido planeado. Extrañado, mira unas tarjetas postales húmedas y un boleto de autobús arrugado en la mesita de noche.