martes, 31 de marzo de 2009

El camaleón


Artidoro Gracia/mayo 2008

Aunque muchos se parecen al camaleón, él es muy diferente. Vive escondido entre los matorrales de la comunidad. Por naturaleza, no le gusta trabajar; prefiere la inmovilidad, a la espera de su presa. Vive solitario y con la agresividad latente del que se sabe observado.
Tiene la piel escamosa por donde se le resbala el agua, el polvo y las habladurías. Al igual que las víboras, la cambia, por lo menos, dos veces cada año. Se arrastra con pesadez y deja una estela de huellas y daños en el camino. Es chaparro, pero eso no le impide trepar a las partes altas o acercarse a los recios troncos para apoyarse y, desde ahí, mirar un poco más lejos.
Se adapta muy fácil a las circunstancias y a los tiempos. Si el día está cargado de nubes, toma tales colores y se viste con ellos. Si el sol brilla en la intensidad del firmamento, se pone el mismo traje y refleja las luces. Si la noche aparece con sus dantescas danzas malignas, se acomoda a ese ambiente.
Es muy hábil para cambiar de temperamento y actúa, sin reparos, como un gran cínico. No desperdicia ninguna oportunidad para sacar ventaja; todas las aprovecha. Gira sus ojos y puede mirar en todas las direcciones. Lo feo de su cuerpo y su forma de actuar lo acercan al mismo diablo. Con las garras afiladas en sus patas, trepa o se arrastra en busca presas. Es lento, pero no necesita ser ágil; la velocidad de su larga y pegajosa lengua es su arma mortal. Con ella atrapa a los inocentes y distraídos; es sordo a sus súplicas y los devora enteros.
Mantenerse lo más lejos posible de él, es recomendable y una buena decisión. El camaleón muerde cuando se le provoca y si hay una herida, es conveniente desinfectarla de inmediato.

Rayo de vida


Artidoro Gracia/mayo 2008

Un trémulo hilo de luz, efímero, penetra desde la techumbre, ilumina el espacio sombrío, húmedo y muy oscuro en donde vive. El rayo de luz es como una espada incandescente que irrumpe en medio de la penumbra haciendo brillar las partículas de polvo que flotan en el aire. Se abre paso en la línea recta que le marca el movimiento del sol.
Para la pequeña criatura viviente, de color pálido, éste ha sido el lugar en donde ha estado encadenada desde que nació, por la providencia del destino. Como un milagro de vida, sus raíces brotaron y a ellas permanece atada. En esa abrumadora oscuridad, el tiempo sólo toma importancia cuando aparece el diminuto rayo. Y la soledad empieza, cuando éste desaparece. Quizás han sido meses o tal vez, sólo unas cuantas semanas. Para ella, el tiempo no cuenta. Su existencia está marcada por la tardanza o la prontitud de su rayito de luz. Sabe que vive porque se mira crecer, nota que cambia su cuerpo y le brota alguna tímida y nueva extremidad. Amarillenta y pálida.
Agoniza por la falta de luz y se aferra a ese delgado y agonizante rayo ocasional. Cuando éste se marcha, languideciendo, queda la duda si volverá. Si el día amanece con un cielo opaco que la cubre, el visitante se retira. Su retorno es incierto; depende de las nubes, la lluvia o el cansancio de su amo; el sol. Puede ser muy larga la agonía; sin mirarlo, aplastada por su ausencia. Vive con esa incertidumbre sofocante.
El visitante esporádico, a cierta hora del día, y durante un tiempo muy breve, es el único que rompe con la horrible espesura del encierro. Y cuando hace acto de presencia, con esa esperanza luminosa, ella se enamora del fino cuerpo. Queda extasiada con su caminar por el piso como si fuera una esfera luminosa, muy pequeña, cerca de sus pies. Y absorta, quiere aspirarlo mientras avanza lentamente por el piso como un caracol brillante y aplastado. En su agonía, lo observa mientras éste desaparece, languideciendo, como ella, a unos cuantos metros; sofocado por el resquicio y el polvo.
Su alimento ha sido la escasa humedad de la tierra. La que se cuela por las rendijas de la techumbre o por debajo del portón de madera; por ese zaguán, que ha ido envejeciendo mientras ella crece, y de cuyos tablones no se han vuelto a escuchar los crujidos desde aquella última ocasión en que fue abierta y cerrada de golpe; cuando ella cayó de uno de los costales descosidos, ella, furtiva semilla que le dio la vida, que vino a germinar como un milagro del azar o del destino.
Pronto, del suelo le brotaron las venas por donde come; manteniéndose en vilo, doblada, pero sin romperse. Arañando con sus vaivenes, el hueco vacío de la noche. Parece una delgada figura nocturna de cera, blanda y vacilante, inquieta, iluminada de cuando en cuando por ese hilo de luz ocasional.
“No te vayas tan rápido, rayito mío”, parece decirle cuando éste se asoma por el diminuto agujero en el techo, iluminándola vagamente. Con la ayuda de su luz, se da cuenta que en el aire flotan, además de las diminutas partículas de polvo, algunos hilos plateados con figuras deformes, caprichosas, en donde, unos insectos atrapados entre ellos, sacudiéndose, se quieren deshacer de las ataduras funestas.
Al caer la tarde, el melancólico canto de un grillo escondido, rompe el silencio. El canto trae a otros y sube de intensidad mientras avanza la noche. Las nueces, que caen con el soplo del viento del frondoso nogal, anuncian, con sus golpes en la techumbre, que el otoño está por llegar.
Al día siguiente, el zaguán se abre de golpe. Se escucha el sonido de unos pasos vacilantes y cansados. Un haz de luz hiriente pinta la oscuridad con intensos blancos y naranjas rojizos. Desaparecen los enredos de los hilos plateados, las minúsculas partículas de polvo se convierten en la nada con la intensidad del brillo que las oculta. La luz apaga el paisaje oscuro. El rayo, convirtiéndose en un poderoso faro, la encandila. Y las pisadas se escuchan más cerca, deteniéndose junto a ella.
Un enorme costal con semillas es arrojado y cae encima de ella, aplastándola. Su savia comienza a escurrir humedeciendo la tierra que la había alimentado. Su vida se va apagando desde su interior, por asfixia y con desesperación. Después del primero, cae sobre ella otro costal aún más pesado. Siente cómo una de sus débiles ramas se quiebra. Se le escurre hasta la última gota de savia. Se estremece al sentir el peso agobiante que la sofoca sin piedad.
El lastimero canto del grillo, en señal de duelo, se escucha en el cómplice rincón. Otros pasos de dejan oír jadeantes. Se escuchan otros pasos que jadean. Un costal más se apila sobre los dos primeros y termina por ser triturada. Las gotas de sudor del verdugo, caen y humedecen el polvo, cerca del falleciente cuerpo de la criatura.
Cuando el zaguán se cierra ruidosamente, vuelve la oscuridad. Una línea luminosa camina despacio, en línea recta, por la penumbra. Traza la silueta trágica de los costales. Aparecen otra vez las partículas de polvo y los hilos brillantes de las telarañas.
Desde un rincón del granero, se escucha de nuevo el triste canto de un grillo solitario.

Noche de frío y vino


Artidoro Gracia/febrero 2008

La noche en Madrid era muy fría. El aire cortaba la cara, la nariz y las orejas las dejaba pálidas. Eso no me impidió ir a visitar a tu hermano para traerte el encargo que me hiciste; tres botellas del mejor vino que se vende en España.
Tomé el metro hasta la estación Antonio Machado. Al salir, el aire gélido me cortó las mejillas y los muslos. Encontré la cava de tu hermano bajando desde la calle por unas largas rampas y escaleras. Toqué y abrí la puerta, unas campanitas haciendo tilín, tilín, tilín, denunciaron mi presencia. Había cientos de botellas de vinos, brandis y rones. Envueltas todas ellos en humo de cigarrillo, polvos y cenizas.
Tuve que esperar. No había nadie en el mostrador. Se escuchó una voz que hablaba por teléfono en la parte de atrás de la cava.
–– ¡Ya te acabo de enviar las cajas! Van en una furgoneta y ya no deben de tardar… Nada, nada, llegando allí tú le pagas y ya está... ¡Que nada, que yo te lo digo!… ¡Escúchame, es del mejor vino, es el último que me quedaba… ¡Que no te apures! ¡Joer! ¿Vale?... ¡Hasta ahora!
Era tu hermano quien estaba hablando. Colgó. Se escucharon pisadas entre las cajas y botellas. Me presenté y le dije el motivo de la visita.
––Mañana me voy a México muy temprano ––le dije.
–– ¡Joer! Hace media hora que acabo de enviar las últimas botellas del vino que le gusta a mi hermano ¡Joer! Me hubieras dicho en la mañana cuando me llamaste, pero no te apures, ahora mismo conseguimos otras por aquí cerca. ¡Vamos a buscarlas!
Cerró la cava y fuimos en busca de una cervecería. Él me platicaba algo mientras yo lo seguía titiritando. El aire se colaba por las rodillas y brazos martirizando y haciéndome castañear los dientes.

§
Entramos a la cervecería. Ahí encontramos las tres botellas del mejor vino. Pedimos unas cervezas con cueritos y fritada.
––Para entrar en calor ––dijo tu hermano en medio de un ambiente lleno de humo de cigarrillos.
Yo me miraba las manos tiesas; los dedos como garrotes. Afuera caía hielo. El metro cerraba a la una de la mañana y apuré la última cerveza. Me acompañó a la estación. Mientras caminábamos, no hablé. Sólo lo seguí dando pasos largos sobre las aceras y corriendo al cruzar las calles. No había forma de entrar en calor. El viento, cómplice implacable del frío, llegaba por todas partes. Hacía remolinos de hielo. No encontraba en dónde meter las manos. Bajo las axilas era insuficiente. No me respondían. El cerebro les ordenaba moverse hacia acá y ellas se iban hacia allá.

§
Cerca de las dos de la madrugada llegué al apartamento. Estaba insoportablemente gélido. Hacía más frío adentro que afuera. Encendí la calefacción y me recosté sin desvestirme. Puse las botellas en una pequeña mesa. Recostado me quedé mirándolas.
Lo que pensé no me pareció una mala idea. Si el vino era tan bueno, como me dijo tu hermano, tal vez me haría sentir más cálido. Destapé la primera botella. Paladeé el vino y bebí un pequeño sorbo. Su sabor me llenó de una agradable sensación y un calorcillo reconfortante me empezó a cubrir la erizada piel…
Unos fuertes golpes en la puerta me despertaron. De pronto no supe en dónde estaba.
–– ¡Que te deja el avión, coño, el taxi está afuera esperando! ––Me gritó el encargado de los apartamentos en donde había estado viviendo los últimos meses.
Vestido con la misma ropa con la que me dormí, empaqué el resto, desordenadamente y en apuros. Dejé junto a la cama las tres botellas vacías. Mudos testigos del frío de la noche anterior.
Lo siento, tenía razón tu hermano, las botellas eran del mejor vino español.

Paisajes sin ti


Artidoro Gracia/febrero 2008

I
Voy ahí con frecuencia a buscarte. El aroma de las ricas flores y los largos caminos en curvas me hacen recordar los momentos vagando en abundantes bosques. Y en una sofocante soledad me conformo con mirar las aguas. El profundo cañón y sus valles producen mil silencios y ecos. Lo encuentro cubierto con brillantes luces y frecuentes miradas opacas. El cielo lleno de blancas curvas, contrasta con mis melancólicos sueños. En el andar errante me convierto como en un pequeño perro que ladra buscando comer en los pastizales, con su curiosa máscara puesta persigue a una asustada ardilla y unos conejos espantados se escapan y se esconden en gruesos abetos.
Un par de tórtolos que ensayan el cortejo de su latente amor parecen cómplices en su nido y se picotean mutuamente. Peinan su plumaje con sus miradas. El follaje de una enramada los envuelve en un completo idilio. Una paloma cruza fugazmente arrastrando el ruido de su vuelo y un depredador la persigue, unas veces entre las copas de los árboles, y otras, en las tranquilas olas del lago.
En esta melodía de tiempos y las ansias de tenerte conmigo me empujan a seguirte buscando. Pronto estaremos como ese par de tórtolos furtivos desprendiendo cientos de suspiros. Porque, ¿Sabes? Vengo a ti a llenarme de aromas, sabores, miradas y recuerdos. Y te encuentro en un gran lago brillante. Te miro desde atrás de unos pinos que parecen verdes veladoras. Estás encendida, esperándome. ¡Regreso a estos tus paisajes! Llenos de eternas jacarandas, con enredados gladiolos rojos y mil recodos en las veredas. Largos caminos que serpentean, van y vienen, suben y bajan, cobijados con sombras muy planas. En el piso y en las blancas paredes hay pinceladas de muchos colores. Miro sin cesar tus bugambilias; verdes, moradas, rojas y lilas, las recoges y me llenas de suspiros. Con ellas pintas con risas y juegas con flores de claveles en mis horizontes.
Luego recorremos cabañas y follajes y terminamos entramados con prontitud. Parecemos estar pintados con luz, radiantes y llenos de barnices, rodeados de taludes con pastos. Los troncos oscuros de los pinos son las barras de acero forjado que nos protegen y ocultan de las miradas indiscretas. Comparto contigo los olores de brea y el perfume de la mojada tierra…
II
Hoy el sol se levantó temprano. Subió por encima del nublado y acarició el valle con sus luces. La densa neblina se levantó cobijando a las colinas verdes, despidiéndose de ellas muy contenta. Son inicios de la primavera, los sapos brotan como las setas, las laderas se pintan con flores y se visten con parches amarillos formando rompecabezas de girasoles. Algunas aves cantan y vuelan alrededor de sus recios nidos en forma de redondas bellotas y tejidos con algodones prietos. También hay laureles enredados con colmenas y mieles de abejas que lucen en las oscilantes veredas, surcadas como las ciruelas y tambaleándome me voy por ellas.
Y encuentro mil cosas de colores y parvadas de pericos verdes. Lleno mis manos con sus emociones. Aves y mariposas perdidas; caracoles, abetos, juncos y cochinillas con sus corazones. Pero ahora nunca encuentro a tu cuerpo y regreso sobre las mismas huellas porque necesito perderme en tus ojos. Estoy ebrio de no encontrarte, de tantos interminables bosques, tangos y melodías de hojas, de cantos de gallos, de largas piedras achaparradas, de tierras con aromas de jardineras. Y la tarde se me irá sin mirarte...
Por el largo y estrecho camino en donde alguna vez nos miramos, me desmorono como si fuera… una pila de revueltas piedras.

Fantasía matinal


Fantasía matinal
Artidoro Gracia/febrero 2008

Estaba ahí; de pronto llegó como un ángel. Era muy hermosa en medio de una luminosidad que me encandiló. ¡Le tomé las manos!; estaban rozando las mías como pétalos de rosas rojas, capullos de un olor primaveral. Abatido de placer al acariciarlas; eran tiernas, de terciopelo; su piel bronceada en un cálido manto erizaba la mía. ¡Sus ojos! ¡Unos ojazos!; destellos de perlas mostrándose en sus conchas nacaradas; cubiertos con sus párpados, aleteando como mariposas de colores, haciéndome entrecerrar la mirada. ¡Sentía su aliento!; como unos aromas de suaves brisas matinales saliendo de su boca. ¡Sus labios!; carnosos como fresas, semejantes a un par de bugambilias de color violeta oscuro; al hablar danzaban con el compás de sus sonrisas. ¡Oh mejillas!; delicadas al igual que mullidos algodones, unos caprichosos hoyuelos adornaban sus suspiros. ¡Bellas sonrisas!; sonidos otoñales de Vivaldi, alegrías cantarinas arrullando mis nerviosos desvaríos. ¡Hermosas miradas!; con pestañas ondulantes al ritmo de su pelo. ¡Qué cabellos!; meciéndose en el aire acariciante de la piel desnuda de sus hombros. ¡Su grácil cuello!; adivinaba el latir de sus venas dilatadas y quemaba mis dedos al tocarlas. Toda ella, entera, entregada a mí. Volcán de lava ardiente, cráter de fuego, antorchas encendidas, dientes de blancos marfiles, estrellas derramándose en el cielo, mármoles sedientos. Sus brazos me rodeaban, sus piernas estremecían mis anhelos. Tul vaporoso resbalando, cantos de pajarillos, cadencias, compás de gloria, respiración quebrada, temblor no contenido; ¡Qué murmullo!, gemidos de mujer vibrante, hechizos y locuras de fulgores, de caricias, suaves telas deslizadas con el tacto, manos y labios, capullos hipnotizados abriéndose mágicamente; ¡Mujer hermosa, deliciosa entrega! Yo gemía.
–– ¡Despierta hijo! ¿Qué te pasa?... ya salió el sol, deja de estar dando vueltas en la cama. Se te hace tarde, tienes que ir a trabajar…
El perro junto a la cama, ladró dos veces y terminó por despertarme de aquella deslumbrante fantasía.

Nueva casa

Artidoro Gracia/febrero 2008

El sábado pasado, mi esposa y yo, nos fuimos a la cama dispuestos a reponer las fatigas que nos había causado la búsqueda, durante toda la tarde, de una nueva casa a donde mudarnos. Al siguiente día y guiándonos por los anuncios del periódico, veríamos otras alternativas para encontrar aquella residencia que estaba en nuestros sueños.
En cuanto mi cabeza se encontró con la deliciosa almohada, me quedé profundamente dormido…

§
…Miraba, desde la acera de enfrente, el nuevo hogar que habíamos comprado. Lo que más me atrajo, fue aquél extraño misterio que emanaba desde su interior. Las paredes blancas con vivos ocres, sus techos inclinados cubiertos de tejas manchadas con rojos amarillentos, sus sombras proyectadas sobre la fachada y en la parte de atrás, sobre el patio, entre el follaje de los árboles, la densa neblina que reposaba. Todo este conjunto de detalles, le daban un aire misterioso. Era la casa que siempre habíamos estado buscando.
Al empezar a habitarla, las oscuridades de la noche se sentían diferentes a las del lugar en donde habíamos vivido por más de veinte años. Durante el día, las sombras de los árboles en el jardín, se alargaban extrañamente, dibujando en el piso, formas raras que mis hijos encontraban semejantes a vírgenes cadavéricas, a hombres calvos con ojos abiertos, a brujas en escobas y a niños en brazos de sus padres. Cada día, encontraban una silueta diferente que surgía de esas sombras.
Una tarde, mi hijo, que estaba en la segunda planta mirando desde su recámara hacia el patio; me gritó; –– ¡Mira papá, un niño con gorro! ¡Me da mucho miedo!
La sombra, al irse distorsionando con el paso del sol, ayudó a tranquilizarlo.
Después de una intensa lluvia del verano, una mancha de humedad apareció en el muro de la sala. A la más pequeña de las niñas le pareció ver la silueta de un papá cargando a un bebé enfermo.
Una madrugada, mientras mi esposa y yo aún estábamos en cama, me despertó el sonar fuerte de unos tacones que iban hacia nuestra recámara. Pensé que la hija menor se había puesto los zapatos de la mamá, y venía, como en ocasiones acostumbraba, a arrullarse las últimas horas del sueño. Le hice un espacio apretujándome contra mi esposa.
Pero nunca llegó. Intrigado me levanté y fui a la habitación de las mujercitas y luego a la de los niños. Todos estaban profundamente dormidos; no miré ningún par de zapatos con tacones que pudieran haberse puesto. Me extrañó que todos estuvieran cubiertos de pies a cabeza con las sábanas y cobijas.
Destapé a la hija más pequeña. ¡Dios mío! ¡No estaba, en su lugar, apareció una virgen cadavérica con unos profundos huecos en sus cavidades oculares y unos grandes dientes que le hacían la cabeza muy horrenda!… Me asusté y no pude articular una palabra para avisarle a mi esposa. De inmediato, destapé a mi otra hija, ¡una bruja que tenía una escoba salió volando!
Desesperado y sin creer lo que estaba mirando, salí con las piernas rígidas, a rastras y aterrado por las horribles y macabras apariciones. Fui a la de mis hijos, los destapé y un niño calvo con los ojos muy grandes, abiertos, sin parpadear se asomó debajo de las sábanas. ¡Era la imagen de un muerto! Descobijé al mayor ¡Era la muerte con una mueca risueña en sus huesudas mandíbulas…!
Me estaba ahogando de espanto y sin poder decir palabra alguna; caí de rodillas y empecé a llorar por dentro. Temblaba. Tenía las manos frías y engarrotadas.
Escuché muy cerca del oído, la lejana voz de mi esposa. Me sacudía del hombro.
–– ¿Amor?... ¿Estás bien?
Desperté sudando y comprendí que había sido una horrible pesadilla.
––Estoy bien no te preocupes, fue un mal sueño…. Duérmete otro rato ––alcancé a decirle.
Ella se levantó a preparar el desayuno en la planta baja. La escuché salir a recoger el periódico. Bajé para acompañarla.
Muy contenta me dijo –– ¡Mira! ¡Qué hermosa casa están vendiendo! Aquí está la fotografía ¿Podemos ir a verla? ¡Vamos! Tiene las paredes blancas con vivos ocres y techos inclinados. ¡Qué lindas tejas tiene con esos colores rojos amarillentos! ¡Así es como la quiero!

Tacos dorados de pollo


Artidoro Gracia/febrero 2008

–– ¡Oye, María, llegó un cliente! ¡Atiéndelo, rápido, atiéndelo!
Se escucha un rencoroso ––Sí… sí señor… saliendo de la boca de una mujer morena, cabello recogido, con cara de cansancio y sufrimiento. La boca que lo pronuncia tiene, en una mueca, el temor dibujado.
Es la única fonda abierta que el parroquiano encontró cerca del hotel para cenar.
Los largos brazos, codos y manos de las calles están vacíos. Unos rematan contra las fachadas de los edificios y otros se pierden en la inmensidad de la negra noche. Los ojos amarillos de un semáforo olvidado se apagan y se encienden insistentemente y, otros más allá, tienen una mirada verde regulando el tráfico de unos autos que no existen.
A la entrada de la fonda, despatarrado en una silla, un viejo cascarrabias, que parece ser el dueño, da órdenes, gruñendo y salpicando rabia con las mismas.
Al fondo en la última mesa una tercia de hombres borrachos tiene su propia juerga.
––Otra cheve, ¿sí?...
––Yo te digo; ´ira ¿somos amigos sí o no?...
––No, psss sí… ¿A poco no te lo he demostrado siempre? ¿A poco no?... Tú lo sabes…
––No, psss sí… Eso que ni que…
–– ¿Y tu vieja…?
––No, psss… que se aguante, para eso está, ¿no?
El hombre recién llegado se sienta junto a la rocola.
“…Ingrata pérfida,
Romántica insoluta,
Tú me estrujates
Todito el corazón…”
–– ¿Qué le sirvo, joven?
––Unos tacos dorados de pollo, leche caliente con café; que esté casi hirviendo por favor… ¿Trae frijolitos?
–– ¡María, apaga esa rocola!
“…Ingrata méndiga…
Palabras no son obras…
––Sí… sí señor…
“ahora tú me sobras…
Y yo te falto a ti…
La rocola se queda muda.
Desde la mesa de los tres borrachos se siguen escuchando las voces.
––La cuenta… por favor… ¿sí?
––Son sesenta pesos.
–– ¡María!... ¿Cómo que son sesenta pesos? ¡Yo mismo estoy viendo que fueron siete cervezas y cuestan veinte pesos cada una!
––Sí… sí señor… pero es que ya habían pagado cuatro.
El parroquiano aprieta los dientes y mastica la tortilla de maíz dorada que envuelve la carne de pollo y, al apretarlos, aguanta las ganas de maldecir al infeliz que maltrata a la mesera.
–– ¡María!... ¿Por qué sirves cerveza después de las doce de la noche?... Si me multan, tú vas a pagarla; te la vua descontar de la raya y como no te va alcanzar te la vua quitar de las propinas… ¿Cuántas veces te he dicho que a los diez minutos pa´las doce, no debes servir ninguna? ¿Lo oyes? ¡Ninguna! ¡Que sea la última vez que lu´aces!
El parroquiano muerde otro taco dorado y un chile jalapeño. Siente las ganas de reventar esa boca que vocifera.
––Sí… sí señor… es que esas las serví a las once y media.
–– ¡´íra!... ahí afuera ya están tres patrullas. ¡´íralas! ¿Ves las torretas encendidas? ¿Les hablaría alguien y vienen a multarme? ¡Sal pa´que las veas y te des cuenta! ¡Que sea la última vez que mi´aces esto! ¿´tendiste?...
––Sí… sí señor…
El último de los tacos es triturado con rabia por los dientes del parroquiano. La leche con café hirviendo servida en un vaso de cristal le quema las yemas de los dedos; lo envuelve lentamente en una doble servilleta y le da otro sorbo...
–– ¡´ira! ¡La coca chorriando en el piso! ¿Por qué no la limpias? ¿Quién hizo este mole? ¿Ya lo probastes? ¡Le falta sal! ¿Y el ajonjolí? ¡Que arreglen esto! ¿Y´ora? ¿Quién tiene prendido el aire? ¡María, apágalo!
Los tres hombres salen tambaleándose como hormigas en fila; uno atrás de otro cuidándose para no caer.
––´Ta luego… ´Ta luego… ´Ta luego… –– las diferentes voces se escuchan una tras de otra. Así como van saliendo.
––´Amonos a seguirla a mi casa, mi vieja ya se debe de haber dormido… o ya se le pasó el coraje… si no, pos que se aguante, ¿no?
–– ¡María! ¿Ya vistes? ¡Van hasta las chanclas! ¡Que sea la última vez que lu´aces! ¿Sale? ¡´che vieja pen…!
Las manos del que cena los tacos dorados, se crispan alrededor del vaso de leche hirviendo. Ya no aguanta más tanto insulto y se la arroja a la cara regordeta.
–– ¡Uta ma…! ¡Pend… uta ma´! ––el fondero se retuerce de dolor.
El parroquiano sale corriendo y grita atrás de las patrullas –– ¡Policía, policía! ¡Vayan a esa fonda! ¡Ese tipo está loco, agárrenlo! ¡Maltrata a las mujeres!

Rebeldía precoz


Artidoro Gracia/febrero 2008

Está parado, reclamando en el quicio de la puerta; tiene cara de pocos amigos; el ceño fruncido y el pelo revuelto.
–– ¡A veces pienso que me subestimas! ¡No me dejas tomar mis propias decisiones! Yo también tengo derecho a opinar, pero tú siempre me estás corrigiendo, y… ¡Déjame decirte que ya estoy harto!… ¡No me dejas ser como yo quiero!... ¡Me molesta! Siempre quieres que haga las cosas como tú las dices… Y no conforme con eso, te la pasas tooooodo el día cuidándome.
Un “mjm” ––fue la respuesta.
Continúa, casi a gritos; ––Ya te he dicho antes, por favor… déjame demostrar que yo puedo solo, pero… ¡Ah, no!... Siempre quieres estar ahí, metiéndote en mis cosas, vigilándome. Que si en dónde estoy, con quién y por qué. Ya no puedo ir ni a la esquina solo, mucho menos salir con mis amigos. A todo le pones un pero.
Se escucha otro largo “mjm” y un bostezo de fastidio.
Sigue en la puerta. Apoya un pie descalzo sobre el otro pie metido adentro de un gran zapato. ––Que si esto, lo otro, aquello. Quieres saber, qué hice, qué voy hacer, qué estoy haciendo. ¿Por qué quieres saber todo?... Hoy me echaste a perder la tarde. ¡No me llames la atención enfrente de la gente! Y el daño sicológico ¿qué?...
––Mjm…
––Si esta situación la hubiera sabido antes… Pero… Lo malo es que tampoco pude escoger. No tengo muchas opciones…
Ahora se escuchan dos largos “mjm” y uno de ellos, de espalda en la cama y apoyándose en los codos, le dice.
–– ¡Mira, mocoso!… ya deja dormir a tu mamá; ¿No ves que está cansada? No la estés fastidiando. ¡Ya es muy noche! Mañana tienes que ir a la escuela. ¡No andes descalzo!... ¡Tan chiquito y tan rejego! ¡´ora lo verás, con un par de nalgadas te voy a arreglar tu problema!... ¡Orina y acuéstate!
–– ¿Ya viste?... Siempre tengo la razón… Nunca me escuchan.
Da la vuelta y se va a su recámara arrastrando, con un pie, el zapato grande del papá.

Niña en la plaza

Artidoro Gracia/febrero 2008

La mujer llega arrastrando la mano de la niña. La pequeña no quiere caminar más. La esquina de la calle caliente, casi hirviendo. La canícula brilla, derritiendo un semáforo. A la izquierda, las paredes de adobe, gruesos y de un color verde, a la derecha, un edificio alto de cristales grises y aluminios brillantes, con unos tímidos árboles simulando un pequeño jardín.
Sonrisa de caras chatas, zapatos al dos por uno, botones metálicos en camisas, helados de vainilla, barandales de hierro, puntas curvas como cuernos de borrego cimarrón, pájaros y palomas que vuelan al ras del suelo, levantando el polvo de los adoquines color mostaza y van a posarse en algún lugar; picotean la tierra en busca de las migajas que les avienta un niño. Globos multicolores, zapatos blancos pataleando en el calor de mediodía.
“Esperaré, esperaré”
Globos amarillos redondos, ovalados; sonajas que alborotan a los niños y a los monederos de las señoras.
–– ¡Globos, mamá! ¡Globos, mamá!
Llavero de muchas llaves, pantalón vaquero de color negro que no alcanza a cubrir las botas picudas, cabeza de víbora entramada con amarillo, olores de frituras, zapatos que se arrastran junto a las palomas, faldas cremas, blusas grises. Ruidos de freír manteca.
Una paloma se acerca estirando el cuello y mira con el miedo en sus ojos. Sombras que se agotan y se consumen en las baldosas.
–– ¿Mami, tienes hielo?
Corbata morada sin ceñirse al cuello, blusa que tapa los roídos pantalones, latas de refresco, peineta amarilla y pañuelos colorados. Anteojos que reflejan su brillo en las mejillas. Bebidas de aguas frescas, carne de res adobada, cebollas, frijoles refritos y guacamole. Botes de basura que caminan sobre un remolque empujados por manos con guantes de carnaza, cabeza de piel pecosa que camina arrastrando la cara hacia la comida.
“El mundo se va acabar,
El mundo se va acabar,
Si tú me vas a querer
Te tienes que apresurar”,
Mariposa extraviada en este revoltijo de paisajes que vuela vacilante; no hay flores ni musgos. Se desvanece con el sol.
–– ¡Allá, mira allá! ¡Camina!
–– ¡Achis! ¡Achis!
Niño en brazos de su padre, mujer con pasos rápidos que mira y no compra.
–– ¿Te acuerdas que aquí había pescado?
El rostro de la niña se sonroja, entrecierra los ojos, le sudan las manos.
–– ¡Mira! ¡Mira!
Unos globos que caminan pegados al piso. Caras sonriendo, caballo con patas tiesas. Policías silenciosos que caminan de prisa. Celular que suena y se apaga.
El cielo quemante, cuarenta y tantos grados, el sol alcanza el punto más alto. Camisa que se humedece, frente perlada de sudor.
–– ¡Quítate de ahí, te vas a quemar! ¡Cómete eso, ya no voy a comprarte más...!
–– ¿Es de coco?
–– ¡No, es de vainilla! ¡Cómetelo, lo vas agujerear por abajo!
––Ya no tiene ¿me lo acabo?

§
El mundo de la niña empieza a ponerse de cabeza. Ahora se mira por abajo.
–– ¡Ay, mami...!
–– ¿Quieres hielo...?
–– ¡Ay!
–– ¡Acábate la carne!
Globo que se patea jalándolo de su cordón.
–– ¿Te lavaste las manos? ¿Con jabón? ¡No tires la basura ahí, se te va a caer! ¡Déjame la sombra para mí!
––Dame una chancita, mami... ¿Y mi agua? Mami... ¿y mi agua?
Hamburguesa empaquetada. Sudor que se resbala por las cejas y llega a las comisuras de los labios. Mano que se frota la nariz.
––Siéntate allá... mira... allá... la sombra es para las dos... Tómala de aquí abajo, ¡Cuidado! ¡Se te va a caer! ¡Agárrala bien!
––Mami, ya quiero llegar a la casa... ¡Ya me quiero ir! ¡Mamá!
La sombra de la niña azota. Cae a plomo. Se pierde dentro de la misma sombra y se acaba entre ella y el suelo. Ahora es una sola línea dividiendo sus mejillas y los adoquines. La nariz, párpados y manos se dibujan en el piso con un pincel de sudor seco.
–– ¡A ver! ¿Qué te pasó? ¡Hija! ¡Hija! ¡Ambulancia! ¡Ambulancia!
Los sonidos y gritos chillantes de las sirenas y patrullas llegan y rompen el sopor de la plaza y espantando a las palomas.

§
Bastón que camina por delante del anciano que lo porta. Bolsas que se zangolotean, brazos que aprietan, manos que se extienden a otros cuerpos y en otros dedos.
Calor que arrecia, que reseca la garganta y el cuerpo quieto de la niña sobre el piso. La sombra hace su trabajo. Se acorta.
“Ya abrimos, machacados a treinta y dos pesos. Tacos mañaneros a cinco cada uno. Comidas y meriendas desde treinta y seis. Cenas desde cuarenta. Jueves y viernes para desvelados; de trompo, pozole y menudo”
Niña muere en la plaza del pueblo, dice un diario al día siguiente.

Del palo más alto

Artidoro Gracia/febrero 2008

Cuando Gaudencio llegó a su casa arrastrando los pies con espuelas, la luna ya estaba en lo alto; empezaron a ladrar a los perros y los aullidos lejanos de los coyotes.
Y el miedo se le fue metiendo en el cuerpo.
––Algún día te van a dejar colgado del palo más alto de la sierra ––fue lo último que escuchó cuando había empezado la huida.
Con las botas aún puestas, se acurrucó en el catre y envuelto en la cobija llena de polvo, se quiso cubrir del frío. Tenía las piernas congeladas en la larga noche serrana. Ahora sólo se escuchaba el canto de los grillos y el vuelo de los pájaros nocturnos; esos animales que nadie mira pero que se sienten por el sordo aleteo cuando andan por ahí repegándose a las vigas de los techos en las casas.
“Ahora sí, si me va a llegar la muerte que me llegue esta noche, tal y como le llegó a la Hortensia”, pensó adolorido por el frío y mordiendo el aire que resollaba por la boca reseca.
Y los perros empezaron a ladrar de nuevo.
“Perros infelices. ¿Por qué no se callan y dejan en paz a la muertita? ––se siguió retorciendo y acomodándose la cobija por donde el frío le pegaba. Desde hace tiempo ya tenía enfermo su cuerpo huesudo. Esa noche estaba sintiendo la muerte rondando muy cerca. Sentía su aliento helado por la nuca.
“Hortensia, ¡Ay nanita! ¿Pos qué hice? Hasta siento que me estoy desavalorinando. ¿Por qué pienso tanto en ella? ¿O es que la habré dejado bocabajo?”

§
–– ¿Qué es lo que quiere, Gaudencio?
––La quiero a usté, Hortensia. Siempre se lo he dicho y lo voy a repetir munchas veces, aunque no sea de su parecer. Usté me desprecia como si yo fuera un bueno pa nada. Pero no es así. Allá por el valle en donde vivo tengo mis guardaditos; ahí estoy con mi soledad esperando a que usté se ajuaree y se venga a vivir conmigo. Aquí afuerita ya tengo la bestia ensillada, por si ahora mismo me da el sí.
–– ¡Ay, Gaudencio! ¿Por qué me dice esas cosas? Si mi tía se da cuenta, ¡no sabe cómo me va ir! Ya no le siga. Usté siempre anda con sus imaginaciones.
––No, Hortensia, usté lo sabe, lo que traigo aquí en los adentros es desde hace muncho tiempo, desde que éramos chamacos. Usté siempre me cuadró requeteharto y desde esos entonces no la he podido sacar de aquí merito, del mero adentro.
––Hágase pa´llá, Gaudencio, no se me repegue tanto, alguien lo va a notar.
––No le hace. ¿Pos qué mas da?, si se tienen que dar cuenta, pos que sea de una buena vez; total, lo que nos vamos a comer que se vaya recalentando, no sea rejega conmigo.
–– ¡Que nos vamos a emproblemar le digo! Va a ser pior con tanto jaloneo.

§
“Frío infeliz que me está cuarteando el lomo y esta méndiga cobija que no calienta; me dan ganas de abrazar a esos perros aunque anden bravos… ¿Será la enfermedad esta temblorina que traigo en los entresijos?”.

§
––Entiéndame, Hortensia, yo sólo la quiero a usté.
––Ya no le siga, usté nomás me está cocoreando, con tanta palabrería que me está diciendo me dan las afiguraciones de que usté se tomó algo.
––No, Hortensia. Si hasta las corvas me tiemblan nomás de mirarla a usté.
–– ¡Y dale pa la pader!

§
“Siento que se me están partiendo los labios, ora sí creo que sea la malora la que me está entrando. Ya me desgracié la vida con lo que hice y no sé si voy a llegar de aquí hasta que se amanezca el día. Y es que ya se me están engarrotando todos los cuadriles”.

§
––Yo creo que usté trae enfermedades, como de ésas que le pegan a los perros cuando andan en bola atrás de la hembra y mi tía Justina tiene que andar espantándolos y echándoles baldes de agua fría en los lomos.
––Será el sereno, Hortensia pero ahora mesmo tendrá que darme el sí.
––Deje pensármelo. Necesito hacer unas cavilaciones. Lo malo es que la cabeza no me da pa más. Venga mañana y le doy una contestación, ya ve cómo son estas cosas de las mujeres.
––Ya no lo piense tanto, tengo el caballo aquí atrasito esperándonos, nomás detrás de aquellos bultos de las nopaleras.
––Pos ahora no puedo y es que la meritita verdá, yo no lo quiero a usté y nunca lo voy a querer, al que quiero es a Jacinto, su compadre. En las entrañas ya traigo hasta un hijo de él. Usté nunca me cuadró con eso de que andan diciendo por ahí, quesque está enfermo desde siempre, por eso le hice caso a él.
A Gaudencio las palabras hirientes se le atravesaron entre los ojos, y la sangre le nubló el pensar. Ella, la Hortensia, la deseada de toda la vida la imaginó en los brazos del compadre de confianza; la mujer soñada para que fuera la madre de sus hijos, ya traía uno que no era de él.
––Ya estaría escrito lo que voy hacer… y que Dios me perdone… y a quien no le parezca también…
–– ¡Gaudencio! ¿Qué hace usté? ¡Guarde eso! ¡No vaya a desgraciarse pa siempre!
A esa hora, las gallinas ya estaban como piedras en sus dormideras. Cuando sonó el primer trueno de la treinta y ocho, volaron desparramadas por encima de los mezquitales. Al segundo estruendo, los gatos asustados salieron de la cocina y se perdieron atrás de los costales de las mazorcas. El cuerpo de Hortensia quedó tirado bocabajo con dos agujeros por donde se le escaparon, chorreando, los últimos veneros de la vida.
–– ¡Algún día te van a dejar colgado del palo más alto de la sierra! ––Le gritó la Justina cuando se perdía por entre el monte.

§
––Yo creo que este Gaudencio se murió de frío o por la enfermedad que traía. ¿De qué otra cosa se pudo haber muerto? Ni modo que haya sido por un mal de amores; que yo sepa de eso hasta ahora naiden se ha muerto.
––Pos, yo creo que debe haber sido por eso; ya ves lo que le hizo a la Hortensita. No se le veía mucho futuro con esas apuraciones que se le metían.
–– ¿Y cómo ves? ¿Lo colgamos del palo más alto como nos lo encargaron o lo dejamos ansina como quedó pa que se los coman los perros y los coyotes?

Las crines de Ubayda

Artidoro Gracia/febrero 2008

Desde las profundidades del gran desierto árabe brota como una veloz saeta. Ubayda es una potranca indomable. Su larga crin formándole un velo oscuro, le tapa el rostro y no permite que se le miren sus ojos grandes, brillantes y negros. Nació entre las arenas creadas por la leyenda de Dios. La curva arqueada de su cuello es de una inconfundible belleza. Su silueta con la cabeza erguida, pequeñas orejas, cola levantada y el resto del largo cuerpo de color zaino, se recorta entre las dunas durante las tardes de unos colores intensos y naranjas provocados por el sol ardiente. Su correr juguetón maravilla al resto de los caballos de su especie.

§
Su resistente y poderoso galope no le ayuda a escapar cuando cae en una de las trampas de los beduinos mercaderes. Relincha dando coces; pero nada puede hacer para librarse de las ataduras y cables de la celada. Las patas le sangran y del hocico sale una espuma blanca.
Los mercenarios la llevan a rastras hacia la costa y zarpan hacia el occidente desde un pequeño puerto clandestino. En la borda del viejo barco de velas blancas percudidas, llevan atadas de sus cascos a otras potrancas muy preciadas por su resistencia y belleza.
Pronto las venden en los muelles del puerto de llegada, y los compradores, las llevan hacia el norte del mar, internándose en las campiñas y bosques centrales del viejo continente.

§
Avanzan penosamente con la ventisca en la frente. El velo de Ubayda le revolotea entre las orejas. Se cubre la cabeza ocultándola entre sus patas delanteras y avanza tirada de la cuerda de los amos. Llegan a un bosque tapizado de pinos y abedules. La lluvia arrecia y aprieta el frío.
Son muchos los peligros que acechan el camino y los mercaderes deciden acampar en un claro y guarecerse entre unos recios troncos de los robles. La lluvia se convierte en una tormenta eléctrica. Un rayo parte en dos el árbol en donde Ubayda está atada. Surge el fuego y ella escapa. Sin volver la vista atrás huye por las colinas. Sin orientación y con un fuerte galope, cruza valles cobijados por el agua y no se detiene hasta sentirse segura y lejos de sus captores.
Con la noche por delante y oteando el horizonte se detiene en un riachuelo que baja de la montaña. El canto de los grillos y las ranas acompañan el latir de su corazón. Ha dejado de llover y el olor del bosque la impresiona. No está acostumbrada a esos olores. Recorre el velo de su rostro y mira las luces de las luciérnagas. Antes, no las conocía. Nunca las había visto. Mira sorprendida cómo esos lápices brillantes trazan curvas luminosas sobre el pizarrón negro de la noche.
La belleza de Ubayda compite con la del paisaje.

§
A la mañana siguiente, un amplio valle se abre ante sus ojos. Su corazón le da un vuelco cuando a lo lejos divisa algo que parece ser una manada. Son apenas unos pequeños puntos que juguetean en el reverberar de la distancia. El sol sube muy rápido arrancando el vapor de agua del césped y recogiéndolo con la escoba de su calor y suave brisa. Mientras se acerca, los lejanos puntos van creciendo, hasta darse cuenta claramente que es una caballada. Intrigada, y sintiéndose una forastera, se acerca a ellos, con cautela, midiendo el peligro y haciendo altos ocasionales con prudencia.
Es una manada de potros Przewalski; únicos en el mundo.
Heller, el caballo jefe, se separa del resto y va a su encuentro. Es un caballo de cabeza grande, con largas orejas, cuello espeso y el cuerpo compacto con las patas traseras más cortas. Tiene una larga cola, el pelo de un color amarillento, el hocico blanco y las crines oscuras muy cortas.
La belleza de Ubayda y el aspecto que tiene, diferente a las yeguas de la manada, hace que Heller se muestre receloso. El caballo está acostumbrado a mirarles directamente a los ojos. El manto cubriendo los ojos de la extraña no se lo permite y entiende que la recién llegada es de unas tierras lejanas, de raza y costumbres diferentes a las suyas.

§
Las yeguas Przewalski son diferentes a Ubayda; tienen el rostro descubierto, la crin y el pelo muy cortos. Se comportan con otras costumbres y maneras. La aceptan en el grupo con reservas convencidas que pronto regresará a su tierra.
Sin embargo, un amor latente bajo la piel empieza a germinar entre Heller y Ubayda. Las diferencias de sus aspectos lo acrecientan. El cobijo y el cuidado que él le prodiga la van envolviendo en un cariño profundo. A escondidas de los ojos de la manada, empiezan a cortejarse.
Los genes de ella le prohíben cruzarse con caballos diferentes a su raza, sin embargo, con el paso del tiempo y con la cercanía con Heller, hace que se convierta en su pareja inseparable.
A los doce meses nace Dieter, un potrillo con la gallardía del padre y el garbo de su madre.
Y la manada rabiosa decide expulsarlos.

§
Pasan algunos días y los tres inseparables, se mantienen a una distancia del grupo, intentando integrarse a ellos de nuevo. Pero la hostilidad de la manada va creciendo y cada vez les lanzan mayores y peligrosas advertencias de agresión.
Ante tal acoso, deciden emigrar hacia el oriente lejano. Con Ubayda a la cabeza, emprenden la marcha en una madrugada, aprovechando la luz del lucero que está apareciendo sobre los bosques centrales. Galopan junto al mar, por sus litorales y alejados de las miradas; caminan durante la noche, y en el día, descansan en los lugares seguros en donde encuentran pastura. Son semanas de largas travesías; pero vale la pena porque así terminan con las agresiones de la manada.

§
Después de varias semanas de rodear el mar, y orientados por las estrellas, una mañana divisan las primeras dunas del desierto. Quien más ha sufrido el viaje es Dieter. Pero el joven potrillo va emocionado por la nueva tierra que va conociendo. Heller es un caballo duro y recio; en sus genes trae la reciedumbre de los caballos de la tundra mongólica; y ella, aunque cansada por las agotadoras jornadas, está llegando a tierras conocidas. Satisfecha, nuevamente ve las tolvaneras de arena.

§
Los primeros días en el desierto son muy duros para Heller y Dieter, pero los aguantan con estoicismo. Para ellos es difícil soportar los calientes días del desierto. Sin embargo, la libertad que les da el entorno rústico, palian los tiempos.
No se han topado con las caballadas de la región y eso les ayuda a vivir tranquilos. No saben que el desierto silencios y mensajes ocultos que llegan a los oídos de los antiguos compañeros de Ubayda. Las manadas saben que ha regresado con un hijo y una pareja de raza diferente y esa noticia los hace tener un arranque de ira; empiezan a tramar algo terrible. La condenan a morir en cuanto la encuentren.

§
Ubayda tiene una muerte terrible bajo los cascos y coces de los caballos que la pisotean. Con esta acción quieren lavarse la cara y la afrenta recibida de parte de la yegua que se cruzó con una raza diferente.
Heller y Dieter nada pueden hacer por ella. Miran morir a la amada desde lo alto de una pedregosa colina y ahora tendrán que huir del lugar que han profanado con sus pisadas.
Así lo hacen y emprenden el regreso a los bosques centrales. Ya conocen el camino.
Para un caballo ya viejo como Heller, es mucho el esfuerzo y sufrimiento. Cuando empieza a cambiar el clima cálido por uno más fresco, se enferma de pulmonía y se queda sin fuerzas; es presa fácil de las fauces de su peligroso depredador, el lobo.
La velocidad que ha heredado de la raza árabe, hace que Dieter pueda huir hasta los valles en donde ha nacido. Con la belleza tomada de su madre, la fortaleza del padre y la reciedumbre del desierto, lo han convertido en un ejemplar, que con el tiempo, ayudará a que se entiendan las formas y las costumbres de vida de la tierra de Ubayda.

Los juguetes de Milo

Artidoro Gracia/febrero 2008

A las orillas del río, muy cerca de su desembocadura al mar, vivía Milo con sus padres en una espaciosa y agradable casa pintada de color blanco con vivos ocres. Era un vecindario como muchos otros de la ciudad; arbolado, con vistas a las montañas y en donde se respiraba la fresca brisa soplando desde la bahía. En la planta alta, la recámara del niño estaba atiborrada de juguetes. Los animales eran sus predilectos. Los había de todo tipo: Perros, caballos, burros, gallinas, rinocerontes, jirafas, leopardos, monos, aves, osos, camaleones, dinosaurios…
Todo juguete que su papá se encontraba en cualquier tienda, lo traía a casa; y con ellos se fue llenando la recámara a través del tiempo. Los había de hule, madera, rellenos de fieltro, de piedra, de tela y de cuanto material podían ser fabricados. Eran electrónicos o manuales, con pilas, automatizados y de todos los colores y texturas.
No hacía falta ninguna especie; aves, mamíferos, reptiles; salvajes o domésticos.

§
Milo era un niño muy egoísta y no le gustaba compartir con nadie sus juguetes; consideraba que sólo eran de él y no tenía porqué prestarlos. No había forma de convencerlo de que los compartiera con sus amigos. El solo hecho de pensar que otro niño jugaría con ellos lo ponía de muy mal humor haciendo unas grandes rabietas que desesperaban a los padres.
A todos los bautizaba con un nombre o apodo escribiéndoselo en la espalda seguido con la palabra “de Milo”, así, no quedaría duda quién era el dueño: Al león le llamaba Reino; al perro, Tobi; al burro, Rito; a la jirafa, Petra; al otro perro, Balón; aquél, Mandarino, cada uno seguido por el nombre de su dueño.
Había animales; sobre la cama, debajo de ella, en la cabecera, en el ropero, atrás de la puerta, dentro del baño; cualquier sitio desocupado era un buen pretexto para llenarlo de juguetes.
La madre fastidiada de tanto polvo que se acumulaba y por el trabajo que tenía qué hacer para limpiarlos, un día le reclamó al esposo.
––Mira, tienes dos alternativas; o los guardas dentro de una caja muy grande y te los llevas a la cochera; o, por encima y en contra de lo que quiere Milo, los regalo a los niños del vecindario. ¡Y es que ya no cabe ni uno más y ya no tengo fuerzas para andar limpiando tanto polvo!
––No te apures, pronto le voy a dar una solución sin que se enoje Milo.



§
Por la gran cantidad de juguetes, tuvo que pedir que le construyeran, en la carpintería de la colonia, un baúl grande de madera, suficiente para todos; eran cientos. Terminó siendo una caja enorme que apenas cupo en la cochera de la casa. Una vez colocada en su lugar, el padre convenció a Milo para que pusiera sus animalitos dentro. El baúl estaba repleto. Le prometió que podría visitarlos todos los días, en el rincón detrás del auto.
Y así sucedió. Recién llegado del colegio, el niño salía disparado hacia la cochera, pidiéndole a alguien que le abriera el baúl; y con una sonrisa en los labios, a todos sus juguetes se dirigía por su nombre. Pasaba las horas platicándoles fantásticas historias. Dentro de la caja, con un crayón color rojo, escribió: “Estos animales son de Milo y de nadie más”, puso la fecha y despidiéndose de ellos, cerró la tapa.
Mañana regresaría a contarles otro cuento.

§
Fue un mes aciago de septiembre u octubre. Era el tiempo de lluvias. Aunque estaba previsto, nunca pensaron que sería tan destructivo. Un gigantesco y pavoroso huracán trajo vientos y una cantidad de agua jamás antes vista. El cauce del río creció tanto que sus ramales se desbordaron por encima de los muros y diques que los contenían.
El nivel de la riada subió hasta cubrir las azoteas de las casas en los vecindarios.
El antes tranquilo y pacífico río ahora estaba convertido en una feroz y terrible tromba aventando olas en todas direcciones. Fue un caos por el dolor y la muerte. El mar subió empujado por el fuerte viento metiéndose en las casas de las familias. Se perdió todo: Viviendas, muebles, autos, escuelas, hospitales y comercios.
Cientos murieron; no tuvieron tiempo de llegar a los lugares más altos o refugiarse en las montañas cercanas.
Milo y sus papás desaparecieron en la fuerte tormenta. Quizás fueron arrastrados mar adentro por las devoradoras corrientes que arrasaron todo a su paso, acabando con lo que antes había sido una hermosa y quieta ciudad; sus plazas, parques, jardines y calles. La naturaleza no dio tregua durante largos días y cruentas noches de intensas lluvias; no hubo sol ni comida para aquellos desesperados pobladores.

§
Con el tiempo, la furia se fue calmando poco a poco y un nuevo sol apareció durante un amanecer en el horizonte. Sus rayos pasaron revista a una ciudad desvastada; todo cuanto antes estaba de pie, ahora estaba tirado en el piso. El paisaje era desolador. Árboles arrancados de tajo desde sus raíces, esqueletos de construcciones amontonados, autos amontonados dramáticamente en los antiguos campos deportivos.
Ya no llovía y las aguas fueron regresando a sus cauces y niveles normales. Tardarían muchos años para recuperar lo que se había perdido.

§
En un pequeño barco pesquero en alta mar se recogían las redes. Los marineros no habían tenido ese día una pesca abundante pero pescaron los suficiente para volver a casa después de una semana fuera. Podrían regresar al mismo sitio dentro de muy poco. Una vez que hubieran vendido la sardina recogida.
Caía la tarde y estaban a tiempo de levar anclas y enfilarse hacia la costa. Llegarían antes de la media noche aprovechando la suave brisa que los empujaba y guiándose por la luz intermitente y mortecina del conocido faro.
Unas cuantas millas antes de llegar a la costa, la quilla chocó contra un pesado objeto que flotaba al vaivén de las olas. El fuerte golpe llamó la atención del adormecido navegante y pronto se dio cuenta de lo que había encontrado. Era un gran baúl de madera. A gritos pidió a sus compañeros que le ayudaran a subirlo a bordo. Imaginaban que dentro encontrarían algo muy valioso. Con enorme curiosidad lo abrieron y una gran sonrisa de sorpresa se les dibujó en el rostro. Eran los juguetes de Milo.
Estaba herméticamente sellado y el agua no había hecho daño a su contenido.

§
En una tarde soleada, en la plaza del pueblo, una fila de animosos y alegres niños esperaba su turno. Bajo el kiosco, abierto y lleno de juguetes estaba el arcón de madera. Para que los animalitos tomaran vida nuevamente y alegraran los hogares, los pescadores, en nombre de su anterior dueño, habían decidido regalárselos a los pequeños.
–– ¡Miren! ¡A mí me tocó un león! Se va a llamar Leo de Pablo ––gritó uno de ellos con su juguete en la mano.
–– ¡Una jirafa! ¡Yo le voy a poner Imelda de Carlo!
–– ¡Me dieron un loro! ¡Le llamaré Enrico de Mario!
La algarabía de los niños envolvió a los animales que regresaban a manos infantiles para jugar entre ellas.
El sol brillaba en lo alto, adornado con algunas manchas blancas formadas con las parvadas de gaviotas; por ahora, ya no había nubes perturbando su intensidad.

Criatura implacable

Artidoro Gracia/febrero 2008

La criatura incontenible se encuentra a la orilla del mar cavando un gran agujero al sur de la pequeña aldea cubierta de nieve. Para avanzar más rápido utiliza gases calientes. Aunque lento, ese trabajo la ha llevado a expandir una extensión que va, desde aquí, hasta donde alcanza la vista… y todavía, un poco más allá.
Sus incansables faenas durante el día y la noche parecen no tener fin. No descansa; pica una y otra vez y se traga los restos de la excavación. Es implacable, no tiene misericordia ni con ella misma.
Son pocos los momentos en que se sienta a descansar, y cuando lo hace, estira uno de sus largos brazos y manos para romper un témpano de hielo; lo derrite entre sus dientes y manos, como si fuera un niño comiéndose un helado. Con la otra mano, también enorme, arranca trozos del bosque verde. La larga y profunda excavación va dejando una llanura de tierra árida.
Aunque hace frío, unos chorros de sudor en forma de gotas de una grasa oscura van cayendo sobre la tierra convirtiéndola en un patético páramo sin vida animal ni vegetal; llena y cubierta de cenizas y lodos oscuros.
Jadea mientras cava. Al golpe de un palazo, la tierra ruge y un sordo estruendo estremece las humildes y pequeñas viviendas haciendo que algunas se desplomen como si fueran naipes o fichas de dominó. Unas grandes olas nacen del vientre del océano y desatan su furia contra la costa, arropándola, destruyendo todo a su paso y regresando mar adentro a sepultar lo que se ha llevado a rastras.
Los aldeanos asustados recurren a lo que pueden. Se cansan de rogarle a su Dios para que la detengan. Es invencible y nadie la puede ver; pero los efectos de su furia se resienten cada día con mayor intensidad. El agujero sigue creciendo a pasos agigantados.
El consejo de los ochos ancianos se reúne. Pero no es fácil que se pongan de acuerdo. Uno de ellos, el de mayor edad, sugiere que dejen a la criatura seguir con su trabajo:
––El agujero servirá para pescar más ––argumenta.
Otros quieren parar la devastación de la furiosa criatura.
Nombran a un representante para que acuda en nombre de la aldea e intente detener la marcha de lo que para ellos será el fin de la vida.
El anciano llega a la orilla del bosque. Se sorprende ver ahora menos nieve que cuando era un niño. Escucha el sordo rumor de la aceleración y el jadeo de la bestia; pero no la ve. Apoyándose en su bastón, débil y desesperanzado, se dobla y apoya una rodilla contra la nieve, implora:
–– ¡Oye tú, sea lo que seas! ¿Acaso no te das cuenta de lo que estás haciendo?
Al no tener respuesta, se encoleriza y grita:
–– ¡Eres un infeliz desgraciado! ¡Estás cambiando al pueblo y vas a dejar un desastre! ¿En dónde van ahora a jugar los niños? ¡Los estás haciendo sufrir con tus destrozos!
––Es el precio que tendrán que pagar por lo que me hicieron. No me respetan y me arrojaron como si fuera un bastardo; ahora mi odio es irreversible ––ruge la criatura como un recio ventarrón lanzando granizadas, ventiscas y tornados sobre las azoteas de aquella aldea.
El anciano tiembla, regresa con sus pasos arrastrados. El desánimo lo envuelve. Tendrá que contarlo a los vecinos.
El odio de la criatura se queda en el ambiente; se come otro gran pedazo de hielo y sigue cavando. Ni el mismo Dios parece detenerla. Menos lo hará un humilde anciano tembloroso.
Tampoco lo hará el consejo de los ochos sabios.

Aldri


Artidoro Gracia/febrero 2008

Nació a finales de la primavera, casi al mismo tiempo en que nacieron sus otros tres hermanos. Guarecido bajo el alero de un gran tejado, el calor de la madre trajo a la vida al diminuto gorrión en aquel nido en forma de pelota hecho con palillos, hojas secas y algunas crines. Arrullándolo con su melodioso canto, ella lo alimentaba con insectos, granos de ajonjolí y de avena recogidos en la campiña.
Aldri, en cuanto pudo salir del nido, asistió a la escuela de pájaros ubicada en el campanario de la iglesia, frente a la plaza céntrica del pequeño pueblo de casas dispersas y compartiendo las aulas con sus vecinos; las golondrinas y los tordos. Ahí aprendió a cantar y a dar sus primeros paseos por el aire, volando de portal en portal y esquivando en el suelo, mientras daba brincos cortos, a Grego, el temible gato de la señora de la casa, quien también era dueña del tejado.
Cuando Aldri se atrevía a volar más lejos, no llegaba más allá de los corrales.

§
Su corta vida transcurría sin ningún sobresalto. La comida abundaba cerca del nido. Por las tardes salía a divertirse con sus amigos en los frondosos árboles alrededor de la plaza, llenándola de una gran algarabía y alborotando a los niños quienes les aventaban piedras. Sin embargo, y a pesar de estos juegos, para Aldri la vida era muy aburrida, necesitaba conocer otras cosas que lo sacaran de la rutina diaria.
La madre, lo aconsejaba siempre:
––Ten cuidado de los malos amigos, en especial de Corco, el cuervo perverso y siniestro que habita con su pandilla en las grandes ramas de los álamos, allá por el vado del río. Es un cuervo malvado, siempre metido en problemas, nadie lo quiere. ¡Es un rufián! Evítalo, no te acerques a él. Me dicen tus maestros que lo han visto merodeando por las puertas de la escuela. Si lo miras rondando por aquí, ignóralo y me avisas. Ten cuidado también de Grego, es un gato tramposo y maldito; ya se ha comido a dos de los vecinos. Es un bribón y maligno. Siempre con intrigas. Persigue a los pequeños como tú, para, ¡Vete tú a saber para qué demonios los busca!, además para comérselos, claro está, pero debe haber alguna otra razón además de ésa. Todos saben que es amigo de Corco, los han visto merodeando juntos por los corrales, en el patio de atrás y acechando por los tejados. ¡Aléjate de ellos Aldri!, yo sé lo que te digo, escucha a tu madre que ya tiene muchos años de experiencia en esto.
Los consejos de la mamá gorrión causaban en él un efecto contrario de lo que pretendían; una profunda curiosidad por conocer a esos rufianes fue germinando en su cabeza.


§
En el verano, mientras los pajarillos revoloteaban por los portales, Corco estaba sentado, columpiándose sobre la rama de un Laurel de la India. Lanzó un graznido y Aldri lo escuchó:
––No temas niño ––le dijo ––ven aquí, quiero platicar contigo, te va a interesar.
El gorrioncillo dudó. Pero pudo más su curiosidad que la prudencia aconsejada por su madre. El plumaje de color negro azabache de Corco que brillaba con el sol lanzando destellos azulados lo tenía hipnotizado.
––No tengas miedo, pequeño ––le insistió Corco fingiendo una voz inocente y canora ––sólo escúchame un momento.
Aldri revoloteó tímidamente y se sentó en el mismo árbol, a unos cuantos metros de Corco.
––Acércate un poco más, no pasa nada, ven aquí.
––No… no sé si deba… mi mamá…
–– ¡Ni lo digas! Tu madre te quiere mucho y yo no sería capaz de causarte daño. Mira… déjame contarte; conozco muchos lugares muy hermosos, todos diferentes a los que tú estás acostumbrado, lejos de aquí. Con mis poderosas alas puedo volar por las montañas; he conocido muchas cañadas y valles. ¡Esto es la libertad! Con ello me siento feliz, llego a ríos y subo por arroyos. He tenido cuantas hembras he visto. Si un día quiero irme más allá de aquellas montañas cenizas, lo hago, si otro día quiero comer en los maizales del valle, alistando mis alas y con lanzarme al vuelo, en poco tiempo me harto de esos granos dulces, nada ni nadie me detiene… ¡Cruac!
Hizo una pausa y desplegó unas enormes alas para asombrar a Aldri. El pequeño estaba impresionado y miraba a Corco sin pestañear.
––Tú podrías hacer lo mismo ––le dijo dándose cuenta del efecto que habían causado sus palabras.
–– ¿Si? ––dijo Aldri asombrado.
––Es lo más sencillo de la vida; pero antes tienes que alimentarte muy bien y aspirar a ser grande. ¿No lo crees?
––Si… pero… no se si deba…
–– ¡Cruac! ¡Tonterías! la vida es para los valientes y arriesgados, no todo lo puedes tener en una sedentaria vida como la que llevas. ¿Acaso no has escuchado alguna vez el dicho aquel de que “Vive cada minuto de tu vida como si fuera el último”? Sin duda una gran verdad; todo está en que tú lo intentes. Mira ––bajó la voz ––primero tienes que comer bien, te traje para ti este paquete de cereal de granos de trigo, maíz y arroz blanco. Es lo mejor que hay para crecer y fortalecer tus alas. ¡Pronto notarás la diferencia y podrás volar tan alto como tú lo quieras! ¡El límite es el cielo y tu imaginación!
–– ¿De verdad?
–– ¡Cruac! ¡Que te lo digo yo! ¡Mírate en este espejo! ––Volvió a desplegar las alas –– ¿Quieres que te lo demuestre? Espera aquí un momento, no me pierdas de vista.
Se lanzó al vacío, aleteó con gran fuerza y aprovechando la corriente del aire se elevó por encima del campanario en un segundo; hizo malabares y piruetas en lo alto y se lanzó como una saeta de picada hacia la plaza. Un largo y sonoro graznido retumbó en los tejados. Unos centímetros antes de tocar el suelo se elevó vigorosamente haciendo un gran ruido con el tronar de sus alas. Aldri estaba perplejo por el despliegue de poderío de Corco. Algunos pajarillos asustados se refugiaron en sus nidos buscando el cobijo de sus madres.
Corco regresó con una gran sonrisa.
–– ¿Has visto de lo que soy capaz? Todavía lo puedo hacer mejor, para eso tengo que comer más de este cereal. Lo haré después, ahora no. El paquete es para ti. Te lo regalo para que comas y hagas lo mismo que yo. Mañana regreso y me platicas de lo que hiciste. ¿Sí?... Sólo una cosa… ¡Cruac! ––Miró hacia todas direcciones ––no le digas a nadie de esto, tienes que ser el gorrión más poderoso del pueblo… ¿Sí? Después me ayudas a venderla al resto de tus amigos, pero será hasta que te hayas convertido en el más fuerte y veloz y ellos hagan lo que tú les ordenes. ¿De acuerdo?
––Creo que sí ––dijo Aldri… pero…
––No, no amiguito… recuerda lo que te he dicho… la vida es un segundo. ¡Aprovéchala ahora! ¡Cruac!
Aldri se marchó a casa con el paquete. Estaba muy contento y ansioso. Esperó a que cayera la noche para subirse al tejado sin que su mamá se diera cuenta; desenvolvió el paquete y comió el cereal a picotazos; con desesperación, salpicando por todas partes. Al poco rato, una gran euforia y un enorme júbilo lo invadieron. Se empezó a sentir fuerte, con ímpetus de desafiar al mismo Grego y cobrarle las afrentas recibidas. “Será después”, pensó. Ahora quería probar la fuerza que le brotaba de sus alas. Voló en la oscuridad; empezó a subir a unas alturas antes inimaginables para él. Cuanto más alto, su euforia era más grande. No había límites en el cielo. Las luces del pueblo cada vez se fueron haciendo más pequeñas y llenas de luces fosforescentes. Desde arriba podía mirar las farolas de los otros pueblos y las estrellas más luminosas. Un magnífico arco iris nocturno se formó ante sus ojos y pudo transportarse a través de sus curvas brillantes. Los sonidos extraordinarios del roce del viento le llenaban los oídos. Hasta a esas alturas alcanzó a escuchar el tañir de las campanas de la iglesia mezcladas con sus trinos de alegría. Estaba gozoso y maravillado. Pero tuvo que regresar cuando empezó a sentir un decaimiento en el cuerpo; no podía respirar. Llegó al alero del tejado y alcanzó a acurrucarse en el nido antes de que se le pasara la emoción y la euforia que le había producido el cereal de granos.
“Mañana voy a buscar a Corco para que me de un poco más, ha sido fabuloso y quiero llegar más lejos”. Pensó antes de dormirse. Un ligero dolor de cabeza empezó a sentir. El cansancio por la emoción y el sueño hicieron que lo olvidara.


§
–– ¡Incrédulo! ¡Sabía que te sentirías así! ¿Y aún te atreves a dudarlo? ––le dijo Corco a un Aldri ojeroso cuando llegó a posarse cerca de él y le contó lo que había pasado por la noche –– ¡Esto es lo mejor que hay! Con el tiempo el cereal te hará poderoso y podrás maravillar con mil historias a tus enamoradas. Sólo una cosa, mi amigo, ¿eh?, ya no voy a poder mirarte, cuando necesites más, vas a buscar a Grego. Él es mi amigo y tendrá todo el que quieras. Yo tengo que ir a otros pueblos a resolver unos asuntitos pendientes.
––Pero… tú me dijiste…
––Lo sé… ––le dijo mientras lo rodeaba con una de sus grandes y negras alas ––por supuesto que soy tu amigo y lo seré por siempre. Volveré muy pronto. Grego va a ser mi representante. Lo que necesites de mí, con él lo podrás tener. Ahora ve a buscarlo, él ya sabe de lo que se trata. ¡Cruac! ¡Adiós! ––se despidió mientras emprendía el vuelo dejando una estela negra azabache por encima de las copas de los árboles.
Aldri se quedó atónito. Intentó alcanzar a Corco. Quiso volar como la noche anterior pero sólo llegó un poco más allá del campanario. Le faltaron las fuerzas que había sentido con el cereal tan delicioso. Lo necesitaba con urgencia.
Fue en busca de Grego y lo encontró en los corrales. Estaba desenterrando misteriosamente un envoltorio de plástico.
––Qué bueno que vienes ––le dijo ––Corco ya me ha contado de ti. Ahora tú eres mi aliado y necesito que me ayudes.
––Yo quiero ser fuerte como anoche.
––Y lo vas a ser… si tu me ayudas, por supuesto. Escucha… por cada dos paquetes de cereal que vendas a tus amigos, yo te voy a dar uno gratis, en caso contrario vas a tener que comprarlo.
–– ¿Comprarlo? Eso no es lo que Corco me dijo. Además no tengo dinero.
––Sí, pero las cosas cambian Aldri. Si quieres más cereal ––palpó el envoltorio recién desenterrado ––tendrás que hacer las cosas que yo te diga. ¿Entendiste?
Aldri guardó silencio y ya no le dijo nada. Muy triste y angustiado se dio la vuelta y fue hacia su casa. La cabeza le estallaba y se sentía deprimido. Su madre lo miró llegar abatido y, preocupada, no quiso preguntarle el motivo de su estado: “Será mejor que le pregunte mañana, ya se le pasará. Han de ser cosas de pequeños”. Pensó y siguió haciendo sus tareas.
Pasó ese día y llegó la noche.
En la madrugada lo despertó una horrible pesadilla. Con temblor en el pico y desorientado no esperó el amanecer y salió a buscar a Grego. Estaba seguro que necesitaba comer el cereal con urgencia, aunque fuera sólo un poco. Con cierto recelo le tocó la puerta, pero no obtuvo respuesta. El gato estaba despierto; sabía que era Aldri y no quiso abrirle. El plan del perverso era desesperarlo y llevarlo hasta el límite para que aceptara las condiciones.

§
Aún no salía el sol cuando Aldri ya se encontraba posado sobre la cruz más alta del campanario. La vista se le nublaba y todo le daba vueltas. Unas horribles náuseas lo hicieron volver el estómago una y otra vez; decidió poner fin a su angustia. Saldría a los pueblos vecinos a buscar a Corco antes del medio día; cuando el sol calentaba sin piedad el camino.
Todavía desorientado, emprendió el vuelo. Apenas había dado unos cuantos aletazos cuando chocó con su cabeza contra unos delgados cables de acero. Se rompió la nuca y cayó de picada, moribundo, entre los corrales. Cuando iba cayendo, algunas plumas se le desprendieron de sus alas ya tiesas.
Más tarde, Grego lo encontró desplumado. Aunque Aldri ya había fallecido, aún le quedaba algo de calor en el cuerpo.
“No importa, ya habrá más Aldris en los tejados”. Pensó Grego mientras se lo comía lentamente relamiéndose los toscos bigotes y sosteniendo entre sus patas traseras un envoltorio del cereal milagroso.

En el Serengueti


Artidoro Gracia/febrero 2008

Su lomo era de un color marrón con vetas de finas líneas oscuras que le llegaban hasta sus cuartos traseros. El vientre, pecho y cuello eran de un blanco marfil. En sus patas traseras, unos graciosos penachos de pelo negro adornaban su grácil caminar. Unos enormes y brillantes ojos oscuros y unas orejas delgadas completaban el cuadro mágico de su presencia. Swala era un impala hembra increíblemente hermoso, muy ágil y esbelto; escapaba fácilmente del enemigo dando grandes saltos.
Sin duda, una difícil presa para los depredadores; pero no para Kasane, aquel imponente macho de quien se enamoró en la sabana del Serengueti en donde vivían.
Él la cautivó cuando caminaba a su lado, con sus largos cuernos y el movimiento del rabo; cuando peleó por ella con una actitud desafiante, con la cabeza erguida y usando su gran fuerza contra los otros impalas de la manada.

§
De ellos, pronto nació una delicada cría, muy parecida a su madre. El parto fue en un día cristalino, con fondos azules y frescos vientos; cuando las inmensas llanuras estaban cubiertas de lluvias, de verdes mantos, abundantes pastizales y los arroyos y estanques cargados de agua. Vivían en un pequeño claro de la maleza, con tierra mullida por las pisadas y bajo un árbol chato, aplastado por los ventarrones de la primavera.
––A finales del verano tendremos que emigrar al norte ––les dijo Kasane ––los pastizales de aquí se secarán, habrá tolvaneras y peligrosas estampidas de los ñus. Debemos prepararnos, buscaré a Kibolo, el hipopótamo dueño del Río Hondo para que nos ayude a cruzarlo. Nos tiene que defender de los feroces cocodrilos que viven escondidos en sus traicioneras aguas.
––Ve tú solo ––le dijo Swala ––nosotros nos quedaremos aquí esperándote. Nuestra hija todavía es muy pequeña y no la arriesgaremos. Tal vez el próximo año te podamos acompañar. Recuerda lo difícil que es poder cruzar ese río. El precio y el riesgo que hay que pagar son muy altos. Cada año es peor. Kibolo quiere cobrar más dinero y los cocodrilos son más voraces. Además, en el camino hay que sortear los peligros de los chacales, hienas y leones hambrientos que acechan los pasos. ¡Anda, ve!, ve tú solo y regresa una vez que la abundancia de comida haya regresado a la sabana, o si lo prefieres, nosotros te alcanzaremos allá en el norte.
–– ¡No!, no quiero que vayan solas estando yo fuera. Será mejor que me esperen aquí en casa.
Y Kasane partió cuando la comida empezó a escasear y el estío arreciaba. Se unió a la manada, cruzaron el Río Hondo y se enfilaron rumbo al norte. Iban en búsqueda de mejores oportunidades de supervivencia.
Ese día, al caer la tarde, los buitres que rondaban en las alturas, descendieron lentamente volando en círculos y fueron a sentarse sobre las largas ramas de un árbol seco y lúgubre.
El sol se retiró por atrás de las montañas y la sombra de la noche fue cubriendo la sabana; las bestias nocturnas, dueñas de la oscuridad, salieron a la rapiña sembrando el temor sobre los moradores.
En su escondite, Swala y su hija se recostaron uniendo sus lomos, dispuestas a descansar. La pequeña se durmió muy pronto. La madre se mantuvo a la expectativa; las lejanas risas burlonas de las hienas, los rugidos de los fieros leones y la posible presencia de los chacales la mantenían en alerta. Sin duda, le hacía falta Kasane.
A la mañana siguiente, los buitres iniciaron su vuelo, se elevaron aleteando con furia en contra del viento y se elevaron rápidamente; al poco rato, sólo unas pequeñas manchas prietas se miraban girando allá arriba, en el cielo. Desde ahí podían mirar todas las sabanas y estepas del Serengueti de quienes se sentían dueños.
Swala y su cría salieron en busca de agua y comida; y luego fueron hasta el río a preguntarle a Kibolo si había visto pasar de regreso a Kasane. Nada obtuvieron de su respuesta. Los cocodrilos al mirar los suculentos platillos en aquel candente verano, se revolvieron sobre sus panzas. Atemorizadas, ambas regresaron a refugiarse a su guarida.
§
Pasó el verano, llegaron las lluvias y con ellas los pastos frescos. Algunos miembros de la manada regresaron del norte. Sin embargo, nada supieron sobre Kasane. “Ya vendrá”, pensó Swala. Su hija ya había crecido y era tan grácil y hermosa como ella. Estaba aprendiendo a sortear las dificultades y peligros del Serengueti.
El tiempo siguió su marcha. Nunca volvieron a tener noticias del ausente y temían lo peor. La fortuna de Kibolo crecía año con año; cada vez cobraba más por el peaje. Los cocodrilos más gordos y hambrientos, las hienas y chacales más sedientos de extorsiones y los buitres se multiplicaban revoloteando en busca de la carroña olvidada por los depredadores.
Swala y su hija decidieron emigrar. Era mucha la sequía y los peligros en la sabana. Llegaron con Kibolo.
––No tenemos dinero ––dijo la madre.
–– ¿Y bien? –– le respondió Kibolo tamborileando sus gordos dedos y mirando de reojo a la hija ––podemos solucionar el problema Swala, tú me dirás cómo… afuera, ya sabes… hay chacales y buitres a los que no querrás enfrentar. ¿O si? ––se escuchó a un Kibolo amenazante.
Swala retrocedió adivinando las aviesas intenciones del perverso.
–– ¡Primero muertas que caer en tus garras o en las de ellos! ––le gritó al mismo tiempo que se lanzaron a las revueltas aguas del río.
Nadaron de prisa. Sin embargo los cocodrilos que habían sido avisados por Kibolo, se acercaron peligrosamente. Swala se adelantó y alcanzó a llegar a la otra orilla poniéndose a salvo; pero nada pudo hacer por su hija. Las fauces de los cocodrilos se cerraron alrededor del cuello arrastrándola hacia el fondo del río. Swala, incrédula, se quedó mirando los remolinos de agua que se formaban en la lucha de su hija por sobrevivir. Se sentía impotente y nada pudo hacer. Sus hermosos ojos negros se anegaron de llanto.
Cerca de ahí, cientos de ñus empezaron a lanzarse al agua intentando cruzar el río. Muchos lo lograron; pero otros se quedaron atascados en sus lodos o en las fauces de los cocodrilos. Swala no estaba dispuesta a seguir sufriendo los peligros que la mafia de delincuentes habían tendido sobre la región en donde había nacido y se confundió entre la manada encaminándose esperanzada hacia el norte.
Lo que la hermosa impala ignoraba era que los chacales y buitres no conocían de fronteras geográficas y no sólo campeaban en el Serengueti. Sus dominios iban más allá de las riberas del Río Hondo.
Nunca encontró a Kasane y muy pronto cayó en sus redes.

El monstruo verde


Artidoro Gracia (octubre 07)

Es de un color verde como el de los aguacates. Tiene seis horribles patas; dos muy largas traseras que nacen de su vientre, dos más cortas que brotan del mismo sitio, y otras dos le salen del tórax como si fueran los brazos. Un par de ojos redondos también verdes, pero más pálidos que su cara, tienen dos puntos negros como pelotitas que se mueven en todas direcciones; parece que me miran. Sus alas, como enormes hojas de eucalipto, están pegadas una a otra y se mecen con el viento. Cuatro pelos que parecen bigotes hacen aún más fea su apariencia.
Llegó volando y se estrelló contra el cristal de la ventanilla de mi auto mientras circulaba rumbo a un centro comercial en medio de un intenso tráfico.
Se aferra al cristal con las patas como si fueran ventosas y sostienen el soplo del aire. Mi primera reacción es golpear el vidrio con los nudillos para espantarlo; pero sigue ahí, asido con desesperación. Llego a un estacionamiento, me detengo y busco un lugar vacío para mirarlo mejor. Es muy raro. Nunca he visto un bicho como ese. ¡Es muy enorme para su tipo!
El movimiento rápido de sus ojos refleja una gran angustia. Unas antenitas, como largas pestañas que le nacen arriba de los ojos, se mueven en todas direcciones. Se restriega la cara con las patas. Golpea el cristal con una de ellas. Parece que me llama; gira los horribles ojos y quiere decirme algo. Mientras le miro con atención el vientre y su horrenda cara, pienso:
–“Sí mi amigo, entiendo tu angustia, tú deberías estar en el bosque. ¿Qué haces aquí en la ciudad perdido entre los autos? Sí, ya sé, estás preocupado igual que yo; las mariposas monarca ya no pasan por aquí con sus brillos multicolores; los osos polares se mueren por la falta de hielo y de focas; las inundaciones en todo el mundo; los desgajamientos de cerros; huracanes cada vez más feroces; incendios forestales; los polos que se derriten; picos nevados ya sin nieve; calentamiento global, mi amigo… calentamiento global. ¿Qué vamos hacer? Tu aparición me da esperanzas, eres un ejemplo de la naturaleza… pero me preocupas, ¡Te puede pasar algo aquí en la ciudad!; si quieres te llevo al bosque. ¿Quieres? ¡Vamos! No debes andar por aquí ¡Te van a apachurrar!”
Ahora mueve otra de sus patas y la panza. Sigue con la cara de espanto.
… ¡Plassshhh!... Un franelazo azota la ventanilla y aplasta al monstruo contra el cristal dejando una mancha oscura con tonalidades verdes, salpicando con patas, antenas y bigotes por aquí y por allá.
– ¡Viene… viene! –una franela roja ondea en el retrovisor.
– ¡Viene… viene! ¡No se apure, Don! Parecía una méndiga campamocha, pero ´orita le limpio; ai déjeme el carro, yo se lo cuido. ¿Quiere que lo lave completo de una vez?, ¡ai pa´las cocas mi jefe!

Uno de aviones




Artidoro Gracia (octubre 07)

Un niño mira las nubes que como capullos caminan hacia el rumbo opuesto. Un sándwich, ventanas cortas, aire en cautiverio que golpea el pelo, crema desplegada y llana, cubiertos suaves de plástico que rompen la bolsa en donde vienen envueltos.
– ¿May I have your attention please?
Capullos que crecen y mandan sus sombras sobre las cicatrices de la tierra, ríos que serpentean y dibujan eses y jotas allá abajo.
–Volaremos a una altura de treinta y tres mil pies sobre el nivel medio del mar...
– ¿Quiere más café...?
Niño que balbucea, estruja y aprieta las manos en el mullido asiento. Más nubes, menos tierra. Hilo brillante que dibuja perfiles de casas, después, en las laderas, remata en un caserío maltrecho siguiendo el mismo perfil de los cerros pelones. Horizonte difuso que se pierde y se estira con la vista.
– ¿Retiro su charola?
Hombre que con su panza roza la mesita desenvainada de su compartimiento. Pelo erizado y lentes; se escarba la nariz. Una aeromoza que se agacha para ayudarle a recoger las migajas.
–Pla, pla, pla, pla –dice un niño.
–Bum, bum, bum –contesta otro.
Cerro arañado por arroyos como zarpas de tigre que frotan la ladera y acaban despedazándola. El tiempo tiene estampada su firma sobre los cerros y deja hilos de caminos en la campiña. Selva chaparra, rala. Valle cercado de montañas prietas.
Señora rubia almidonada y tiesa que con los ojos cerrados, dormita.
– ¡Papá, papá! –se escucha por encima del sonido de la velocidad del vuelo.
Tablero de campos, de damas sin jugadores; salpicado de techumbres blancas y terrosas. Sombras enormes de nubes que caminan.
– ¿Otra cheve...?
–Bueno –dice –abre la lata de cerveza y sale un chorro de espuma.
Eses que parecen culebras; montañas largas como si fueran mesas, pequeñas lagunas extraviadas y resecas por el sol. Bostezos, ojos que se abren, cirros aplastados por la canícula, brillo de luz, cabeza que se reclina. Bolsa de peluches, zapatos sin pies, cordillera como lomo de dinosaurio enterrado.
– Hemos iniciado el descenso.
Turbinas que desaceleran, alerones que se recogen, latas vacías, mesas que se doblan. Picos planos, como toros, cañones en la sierra, búfalos que enseñan sus costillas. Turbulencias, mareos, jaquecas, arrepentimientos y temores. Figuras de algodón; mujer dormida boca arriba, torre de blanca arena, iguana que se asolea. Pellejos de agua, cuadrículas de siembra. Brillo sobre el agua presa. Nubes que se arrejuntan unas contra otras, sol que se mete por las ventanas redondas. Ligero ladeo. Caminos que atraviesan las sierras; también se inclinan.
¡Se escucha un tronido en el lado izquierdo!, brincan las mascarillas, nadie puede tomarlas. Se acerca velozmente la tierra con sus granjas y naves al sol, sembradíos, casas. Punta del ala desmembrada en el horizonte, pánico surcando el aire. En el horizonte… soledad y enorme desconsuelo.
– ¡No! ¡No! ¡No!...
– ¡Uuu! ¡Uuu! ¡Uuu! ¿¡Por qué yo!? ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!
Refinería que lanza humos desde el brillo de sus eternas antorchas. Se despedazan las alas del avión. Abajo la tierra serena con lagunas de chocolate. La punta chueca del ala sigue ahí, se estremece.
Ruido de alerones, de aire que entra a las turbinas. Más giros y ladeos. Sombras, una sobre otras, industrias con la oscuridad del acero, patios de almacenaje, frenos bruscos en el aire. Gritería, llantos. Tierra, matorrales, caída y golpe pavoroso, llamas contra el suelo. El peso aplastante que hace crujir la panza del avión; aire que resopla en las turbinas y aviva el voraz apetito de las llamas.
Las nubes que se veían hacia abajo, ahora se miran quietas hacia arriba; embudo naranja que apunta hacia el oeste, no hay nadie que venga en ayuda. Caminos de tierra con cercas, polvos que ruedan, conejo asustado que se esconde tras las piedras, focos azules y destellos rojos, pastizales que crecen desordenados, fuego que ahora los devora, manos que mezan el cabello, lentes oscuros, lágrimas y lamentos.
– ¡Uuuuyajuju!
Ulular de sirenas allá afuera, gritos aquí adentro del avión que arede. Pista atravesada en el otro sentido.
– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!
Cicatrices del suelo que ahora se tocan. Canal de desagüe lleno de aceite y agua que chorrea hirviente.
Señales de manos que dirigen los rumbos, aleteos, desesperadas, pintan de rojo la vista.
– ¡No! ¡Ya no está!
Conos naranjas, ambulancias, tractores amarillos, embarrados de aceite en sus bocas. Comisariato, maletas al hombro, pitidos de celulares. Manos que abren compuertas.
– ¡Ahí está! ¡Ahí está!
– ¡Ven hijo!
– ¡No puedo!
– ¡Aquí! ¡Aquí!
“Ábrase en caso de incendio”, “Bienvenido a casa”, “Ruta de evacuación”, “Ven y vive la pasión de Cristo”. Paradojas crueles.
– ¡Oscarito! ¡Oscarito!
Silencios… silencios
Maletas sin dueño que deambulan dando vueltas.

Luz al amanecer

Artidoro Gracia (octubre 07)

En el mismo instante en que se escucha un fuerte estruendo, se apagan las luces que habías encendido. Aún es muy temprano y los truenos de la lluvia te despertaron. Vas al cuarto de tu hija para levantarla. No necesitas iluminación, el pasillo y los muebles los tienes ubicados aún y en la oscuridad.
–Ya es hora, hija, se nos hace tarde, no hay luz, busca una vela –le dices tocándole el hombro –no te asustes, parece que fue el transformador en la esquina, pronto lo arreglarán.
Regresas a tu recámara y enciendes una vela en el mueble del lavabo. Te arreglas la barba, zambulles la cara en el agua, cepillas tus dientes y el pelo.
– ¿Cómo vas? ¿Te falta algo? –le gritas a tu hija.
No hay respuesta. Al escuchar movimientos en su recámara, supones que todo va bien.
“Seguro ya debe estar de pie”
Tienes cuarenta años. Hace algunos años tu esposa falleció en un accidente y desde entonces vives solo con tu hija.
–En un momento vuelve la luz, mientras tanto, ponte el uniforme, péinate y prepara las cosas de la escuela ¿Hiciste la tarea?
– ¡Sí! –te contesta ella.
–Que no se te olvide, ponla en la mochila. Voy abajo a preparar el desayuno.
Bajas la escalera. Ella sigue en la recámara.
El desayuno está listo; huevos revueltos con jamón, pan tostado, jugo de naranja natural y leche caliente con chocolate. Lo de siempre, el que más le gusta a tu hija. Separas un poco y lo pones dentro de su lonchera. La escuela está a un par de cuadras de distancia.
La lluvia y el viento arrecian. Adentro, la casa permanece fría y oscura. Tu hija se retrasa.
-¡Apúrate que se hace tarde! –te asomas por el cubo de la escalera. La recámara de tu hija está en tinieblas.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué no bajas?
– ¡Ya voy papá, todavía no termino!
– ¿Cómo?... El desayuno ya está listo y… ¿Todavía sigues en tu cuarto? ¡No lo puedo creer!
– ¡Ya voy papá!
– ¡Hija, hace veinte minutos que te desperté! ¿Todavía sigues en lo mismo?
– ¡Papá!
–Estoy esperándote desde hace media hora. ¿Por qué tardas tanto? Yo me arreglé en sólo cinco minutos.
–Sí papá, pero tú tenías una vela y podías mirar, yo no veo nada, estoy a oscuras, si tuviera una lucecita… ya hubiera terminado.
Quedas mudo ante la respuesta inocente de tu pequeña hija y no encuentras qué decir. Tomas el lonche y sientes un agradable calor en tus manos. Tu hija aparece en la escalera aún no despierta del todo, luce mal peinada, las calcetas, una hasta la rodilla y la otra doblada encima de los tobillos, los cordones de los zapatos sin atar; la abrazas contra tu pecho sintiendo su cálido cuerpecito y sus brazos rodeando tu cintura.
“¡Cuánta falta me haces, mujer!, si estuvieras aquí conmigo con tu lucecita, nuestra hija no pasaría por esto, me ayudarías a educarla y a estar más tiempo con ella. ¡Mira las condiciones en que la tengo!, yo no puedo solo, ¿Qué hicimos para merecer esto? ¿Qué culpa tiene esta pequeña? ¡Qué será de ella si yo le falto?”
Lleno de frío y en tinieblas por dentro, sientes que te desmoronas como si fueras de cartón y el mundo se te viene encima. Te fundes en un abrazo a lo único que tienes. A esa pequeña que luce débil y desarreglada. Tu hija te da las fuerzas para seguir. ¡Ella es tu lucecita!
La acompañas en su desayuno, lentamente, sin prisas. Haces lo imposible para que luzca arreglada; crema en sus manos, cabello peinado y uniforme en su lugar. En un acto de fortaleza le das un largo beso en la frente y un prolongado abrazo.
Sales tomándola de la mano. La proteges y tapas con un paraguas. Caminas. La lluvia salpica los zapatos. Un río de agua fría golpea los autos estacionados junto a la banqueta. Otros circulan; las mamás los conducen llevando a los niños; van al colegio, abrigados, felices.

Cambio de piel


Artidoro Gracia (octubre 07)

Es un frío domingo. El día amanece con nubes muy apretadas que retrasan la claridad. Unas ligeras lloviznas ocasionales, vienen y rápidamente se retiran. El otoño ya está cerca. Unos grandes nubarrones se pasean de sur a norte y recogen el agua por todo el cielo para regar la ciudad.
Encerrada en su recámara, Lorena está inmersa en un eterno conflicto de tristeza, melancolía y pensamientos. Tuvo un mal sueño y se despertó muy temprano. La vista no le alcanza para mirar, desde su ventana, las montañas, que a lo lejos, también se desperezan para iniciar el día. Se escuchan los ruidos de la ciudad que se despierta tarde y poco a poco se levanta a los aún dormidos.
La neblina, como una gran e interminable sábana de algodones blancos, está montada y cabalga sobre las copas de las jacarandas, fresnos y pinos. Las azoteas de las casas están húmedas. Algunas gotas de agua ruedan y se resbalan por las gárgolas de cantera rosa. Juegan alegremente en los aleros del tejado.
El campanario de la iglesia de ladrillo rojo aparente, más allá de los árboles, y entre la fría bruma, hace crecer su melancolía.
“Hace algunos años, ahí lo conocí y me enamoré, en esa iglesia nos íbamos a casar y fue ahí en donde lo miré por última vez. ¡Ha pasado tanto tiempo! Nunca supe qué fue de él”.
Un sollozo le interrumpe los pensamientos. Luego se transforma en un sordo llanto.
Al frente de su casa, en un ancho andador adoquinado, hay cientos de árboles, entrelazados y abrazándose con sus ramas oscuras, verdes y pálidas. Una farola, aún encendida y olvidada, destella entre sus follajes. Lorena se revuelve en su conflicto y decide salir para despejar su mente. Abre el guardarropa, se pone unas botas, toma una larga gabardina y una bufanda; sale envuelta en ellas. Camina y divaga solitaria por la orilla del parque. Se detiene en la esquina, mira hacia un lado, luego a otro y cruza lentamente la calle desierta. Enfila sus pasos hacia el bosque cercano y se encarama por la entrada principal. Toma a la derecha por un largo y ondulante camino parecido a una gruesa cuerda que amarra los troncos de los árboles. Sigue por la ruta y remata su andar en un envejecido Alcázar.
Como en un rito anual, los árboles se sacuden y empiezan a mudar de piel dejando atrás el ardiente verano. Se preparan para enfrentar el otoño y luego el frío invierno. El viento, presuroso, hace su trabajo, barre la explanada frente al castillo. Recoge a soplos la hojarasca tirada por los árboles al cambiar de follaje. Las hojas se arrastran por el piso, se toman de la mano y hacen colchones junto a los arriates. En la sinfonía del otoño, se escucha un agradable zumbido en las copas de los pinos y fresnos.
Toma una senda improvisada por la ladera. Los escalones imperfectos en la vereda son de troncos que la atraviesan de lado a lado. Llega a un pequeño estanque; sobre el espejo de agua se posan unas hojas curvas que navegan sin rumbo como si fueran barquillos pintados con colores amarillos y naranjas. Al otro extremo del estanque, hay en un claro del bosque con una alfombra de césped de un verde pálido intenso. Unas hojas ocres y violetas caen sobre el pasto como mariposas que se posan a descansar. Lorena pasea la vista sobre ese remanso; del lago al césped, de ahí al cielo como si fuera el vuelo de la hojarasca. Unas rocas pardas de la empinada ladera enmarcan los árboles amarillos. En lo alto, hacia el este, el Alcázar permanece quieto, sólido.
“¡Cuántas ganas tengo de que estés conmigo! Cuando desapareciste, sin dar explicaciones, me dijeron que con el tiempo, sanaría mi pena, sin embargo, ¿Por qué tarda tanto? Cada día que pasa, más te recuerdo”.
Saca de la gabardina un papel y una pluma; escribe lo que siente por dentro, intenta arrancárselo. Primero una letra, después una frase, luego una oración. Con ellas, arma un párrafo, y continúa así, hasta que una página completa termina doblada en el bolsillo.
Un juego de colores verdes, amarillos, morados, azules y otros indescifrables, galopa por el bosque y le pinta su follaje. Las aguas cristalinas de un riachuelo hacen sonidos que rebotan en esos colores, pasan por debajo de un antiguo puente de piedra y terminan junto a las aguas del lago; nada le hace falta al paisaje.
En el claro del bosque, aparece una novia vestida de blanco, se desliza como una nube empujada por la brisa. Apenas roza el pasto húmedo. Flota al encuentro de su prometido. Atrás de ella, su familia. Un fotógrafo carga cámaras fotográficas, lámparas y un largo tripié, los sigue y se encaminan hacia donde Lorena está parada, junto al puente de piedra. Los largos brazos de un sauce llorón cuelgan, besan el agua y los pies de la novia.
Lorena no quiere estorbar, se da la vuelta y se topa de frente con él. ¡Ahí está su antiguo novio, vestido para la fotografía! Se queda estupefacta, ¡No lo puede creer! Todo se le viene encima de golpe. Tanto tiempo ha intentado descifrar lo que pasó y ahora se le presenta; decide enfrentar la realidad.
– ¿Tú?... ¿Tú?... ¿Eres tú el novio?, pe... pero… ¡Ah! Ahora me doy cuenta del porqué desapareciste; lo veo muy claro, ¡No vales la pena! ¡Lo único que lamento es el tiempo que perdí aturdida en mis angustias! ¡Me mentiste, eres un ruin y cobarde mentiroso! –le grita hasta que siente que echa fuera la rabia e impotencia contenida tanto tiempo.
Él la esquiva y sin prestarle atención, se va al encuentro de la novia.
Lorena está anonadada. Quiere seguir reclamándole pero ya no le queda nada por dentro y él ya se encuentra abrazado para la foto. Llena de rabia recoge sus pasos y regresa presurosa, corre sin detenerse. Mientras corre, se frota la piel con el viento, saca su frustración y se descascara, arrancándose a jirones las penurias. Y al cambiar de piel, siente cómo se libera de ellas. Se convierte en una jacaranda más del bosque; se quita las hojarascas que la atormentan. Se desprende de la bufanda y saca el papel que había escrito, lo rompe y lo deposita en la basura.
Sintiéndose renovada, llega a su recámara; se quita la gabardina y la esconde, junto con las botas, en un rincón del cuarto.
Ahora la tarde cae muy rápido.
Momentos antes de la noche, las nubes están listas para lavar la ciudad y sueltan a chorros un fuerte aguacero, restriegan con furia el color negro del pavimento y los ladrillos de las fachadas. Los árboles se defienden, mecen sus ramas y arropan a algunos caminantes sorprendidos en la avenida. Una granizada salpica las calles con un color blanco que brinca y se desmorona al rebotar en el negro asfalto.
Ella respira profundamente y apaga la luz de la recámara. Se para frente a la ventana abierta y mira hacia la calle. Se llena los ojos del color de la noche espesa. Siente cómo el olor de las jacarandas y bugambilias entra por la ventana. Se llena y refresca los pulmones con el aroma húmedo.
El brillo alegre de su mirada, destella y se confunde con el reflejo de las gotas de lluvia saltarinas que resbalan cerca de su ventana. Ya es otra Lorena; ha cambiado de piel.

Olvidados

Artidoro Gracia (octubre 07)

Cierta Navidad te pierdes transitando entre los caminos, sierra arriba. Vas buscando pueblos en donde comprar muebles antiguos ó rústicos para conservarlos en casa. Bordeas los dedos de un río, cubiertos por un tupido de ancestrales encinos, llegas hasta una ranchería denominada como cualquier otra.
Los techos de tierra y las cercas de palizada en un pequeño valle, se dibujan bajo la vista desde una loma. Algunas casas se miran desperdigadas y sueltas; otras amontonadas, acurrucadas entre ellas mismas. Bajas por el camino dando tumbos en el asiento de la camioneta. Al llegar y estacionarte en un pequeño llano salen a tu encuentro varios niños. Algunos con sombreros, otros descubiertos mostrando su cabello cenizo, revuelto. Vienen descalzos o con huaraches. Todos ellos con hambre y sedientos ante la llegada novedosa del visitante. El llano está siendo limpiado por los vientos y regado por las recientes lluvias. Los niños revolotean alrededor de la camioneta, agradecidos por los dulces, galletas, esperanzas y reflejos que les llevas de la ciudad como regalos navideños. Parece que ya te estaban esperando.
Corres la noticia; –Vengo en busca de todo mueble viejo que no les sirva; máquinas de coser, roperos, repisas. Díganles a sus mamás que se los compro.
Los niños, en medio de una gran algarabía, desaparecen; corren entre las casas. Una parvada de cuervos que vuelan casi al ras de los techos cruza el pequeño valle de lado a lado. Sus graznidos se siguen escuchando a través del follaje de los encinos hasta que se confunden con el griterío de otra parvada, ahora de pericos, que vuela como si fueran dando brincos, pintando de verde una nube que con timidez pasa empujada por el viento.
Corriendo, tal y como se habían ido, los niños regresan con algunos molinos de maíz, puntas de hierro, machetes y comales tiznados por el carbón de la leña de mezquite. También regresan los enjambres de manos, pidiendo más dulces y galletas.
Está cambiando el día; la tarde llega y toma prestados del horizonte, los colores amarillos, ocres y pardos para pintarse la cara con ellos. El azul del cielo, salpicado de algodones blancos, livianos y transparentes, empieza a perder la batalla frente a los abrumadores colores del ocaso que lo tornan del color de la arcilla. Las hojas de los encinos se agitan; se sacuden los últimos calores del día. Las gallinas presurosas pican aquí y allá, buscan los últimos granos que alguna mujer les arrojó en los corrales. Es una tarde pueblerina, fresca y apaciguada.
Frente al llano, en donde te encuentras, hay un anciano sentado en cuclillas bajo el techo de su casa. Su figura, recogida entre las piernas y su cara llena de arrugas, intentan guarecerse bajo el ala de un sombrero de palma. Raído.
Desde la puerta de la palizada, lo saludas.
–Buenas tardes.
–Mmmmtardes –balbucea.
Te acercas y lo notas cohibido. En su cara cruzada de arriba a abajo por largas arrugas, se dibuja una sonrisa nerviosa. Te das cuenta que no tiene dientes. Al hablar parece estar silbando, comiéndose las palabras una a una y renuente a soltarlas.
–Véndame algo que ya no le sirva.
–Sí, pásele a ver qué encuentra –te dice y se enrolla aún más entre sus piernas e inclina el sombrero hacia delante.
En las paredes de su casa y en la faz de su rostro, está plasmada la historia del tiempo en caprichosas cicatrices. La casa es de un solo cuarto, con el piso de tierra y el techo de vigas de madera y varas trenzadas a mano. Los adobes en los muros están curtidos con la misma tierra del llano.
En el interior hay, además de pobreza; una hoz, una pala, una silla de madera rota, y muchas cosas oxidadas e inservibles. Tienen tatuadas en su textura, el tiempo sin utilizarse. No es lo que andas buscando.
Calculas que todo aquello vale unos quinientos pesos, tal vez un poco más. Con el deseo de arrancar una sonrisa al pobre viejo, le haces una broma proponiéndole una oferta.
–Le doy cuarenta pesos por todo. ¿Qué le parece? –piensas que se reiría por la ocurrencia, sin embargo, te contesta con unas palabras mordidas en sus resecos labios.
–Déme los cincuenta y llévese lo que le haga falta.
El espíritu navideño te encoge el estómago y sientes un sabor amargo en la boca. Sacas del bolsillo los quinientos pesos y se los entregas en su mano callosa. Él sigue encuclillado. Quiere rechazarlos, dice algo, pero el griterío de los pericos que aún se escucha, oculta sus palabras y se hace cómplice de tu salida del portal. Te das la vuelta y sales del llano dando tumbos, mientras riegas dulces, galletas y ruidos de la ciudad.
A tu paso, los niños se amontonan como si fueran los olvidos de las rancherías.
En la tarde parda, pintada de rojos y amarillos, empieza a asomarse la luna por encima de caserío; parece una brillante gota de agua que quiere desprenderse de su parte oscura. Allá, por encima de la sierra.