sábado, 4 de abril de 2009

En penumbras


Artidoro Gracia /octubre 2008

Sentado al borde de la silla escucho la plática de la experta. Vine a la ponencia acompañado por mi eterna penumbra y mi inseparable bastón. Era muy joven cuando las sombras, como un brutal mazazo en la cabeza, me llegaron de improviso y me desquiciaron durante largo tiempo. Estaba recién casado. Con lo adverso de la ceguera, me resultó muy difícil encontrar el alivio en la desdicha. Sin embargo, desarrollé nuevas sensaciones, diferentes y profundas, aprendí a mirar con los ojos del olfato, a caminar con el oído y a sentir con el instinto.
–– La discapacidad es una disminución ó pérdida temporal o permanente de las facultades físicas, mentales o sensoriales de un ser humano que le impiden realizar una actividad –– dice la ponente.
Los murmullos de la concurrencia invaden mi cuerpo. Como si estuvieran junto a mi oído, escucho el canturreo de unas palomas y el sonido de su vuelo en el patio del auditorio. Intuyo que hace un espléndido sol, y con él, el camino a casa se me hará más corto.
–– Cerca de un dos por ciento de las personas discapacitadas son invidentes y desarrollan formidables habilidades, sensaciones y un extraordinario sentido de la orientación–– continúa la expositora mientras se escucha un siseo en el recinto. El olor de los bocadillos desde el vestíbulo me adelanta el apetito. Con cada respiración lleno mis pulmones expandiéndolos con placer. El aire me acaricia desde que entra y hasta que finalmente lo expulso. El compás de esas sensaciones armónicas me trae una gran serenidad. Escucho el ritmo de mi corazón. El latir acompasado y lento me sirve de reloj y puedo contar los minutos que se suceden. Aprendí a conocer mi estado de ánimo con la cadencia de esas vibraciones. Con el correr de la sangre por todos los laberintos de mi cuerpo siento como si tomara una ducha de agua tibia y con cada gota lavara mi cuerpo. Tomo la empuñadura del bordón y palpo con delicia las minúsculas estrías de la madera.
–– Dentro de poco, la ceguera será curable. Agradezco el invaluable apoyo que les dan a las personas que la padecen. Gracias por acompañarnos.
La ponencia termina y se escucha un aplauso. Yo también aplaudo y recibo buenos deseos de algunos asistentes que se me acercan. Cuando me quedo solo, salgo con pasos lentos envuelto en la pasmosa sábana de tinieblas. Siento al sol brillar en lo alto y posado en mi cabello. Las flores del jardín alrededor del auditorio, son un concierto de fragancias que me acompañan al caminar. Los pasos de las personas son campanadas que me orientan. El aroma a pan recién horneado me atrae y compro, como siempre, las piezas que le gustan a mi esposa.
Al llegar a casa, la fría perilla me da el usual recibimiento. La solidez y el grosor de la puerta de madera, el chillar de sus goznes como si fueran grillos que trabajan de mascotas en la recepción y el leve clic que produce al cerrarse, complementan el protocolo de bienvenida. Entro al diván como una ola de silencio. La textura de la pared cubierta de un tapiz que me llena las palmas de las manos y el golpear de sus pies en la sorda alfombra me acompañan hasta la sala. La ausencia de olores en la cocina me hace suponer que mi esposa no está en casa. No flota en el ambiente el habitual sabor de la merienda, ni del arroz, ni de las aguas frescas. Unos trinos al fondo del jardín me dicen que alguien ha dejado la ventana del comedor abierta.
Extrañado, doy tres pasos, imperceptibles para otros oídos y me percato de dos jadeos, respiraciones agitadas, olores de un par de cuerpos diferentes: uno de ellos, familiar, amado; el otro, desconocido, que ultraja y profana mi intimidad. Dos nerviosismos frenéticos, unas sábanas que se baten, la puerta del baño que se cierra con secreto, unos pies que se calzan botas de suelas duras, que se visten y deslizan la camisa nueva, abotonándola con prontitud y desasosiego. Un ruido de llaves que alguien recoge en el buró.
Todo lo vislumbro en una gran pantalla gris. Las tinieblas se me tornan lúgubres, aún más negras, asfixiantes y pintadas con un cruel dolor de rabia a punto de brotarme por los poros, con ira, impotencia y humillación. Estupefacto, me desmorono encima del sillón de siempre, ahora gélido y ajeno. Unos pasos apresurados y nerviosos hacen sonar con sigilo y levedad las bisagras, golpean los mosaicos de la salida, luego en el asfalto de la calle, se alejan con la prisa a cuestas.
La fina tela del sofá ahora la siento rugosa, los ecos de la casa se tornan en alaridos grotescos como si fueran de un endemoniado engendro que me oprime. No soporto el agobio y el insulto. Con dificultad me yergo y en el desconsuelo se me olvida recoger el bastón. Un “¿amor, estás ahí?” me llega con toda la vergüenza y no contesto. El insulto y el agobio aprietan mi garganta. Ante la brutalidad de la deshonra, la ceguera nunca me fue tan atroz y lacerante. Me quedo al borde de un abismo más negro que nunca.
Siento su presencia cada vez más cerca. El aroma femenino me golpea la nariz, y su mano, que toma la mía, me lleva rumbo a la cocina.
–– ¿Quieres que prepare café para acompañarlo con el pan que me has traído?
Sé que las penumbras serán más oscuras y me quedo callado. La ceguera se convierte en mi cómplice de la infamia recibida. Dejo que piense que la traición nunca existió y le acompaño con una taza de café. Ella muerde uno de los sabrosos panecillos que en silencio le seguiré trayendo.