martes, 21 de abril de 2009

Morir por las rayas II

Artidoro Gracia: feb/2009

Aunque es la más hermosa de todas, con una alzada de un poco más de metro y medio, graciosa y con armonía en su porte, la cebra ha vivido rumiando su insatisfacción. Sobre su color de fondo, un rosa pálido, casi blanco, destacan las rayas negras torcidas en distintas direcciones. Son diferentes a las del resto que las tienen paralelas y perpendiculares a su espinazo. Tiene el vientre blanco, sin rayas y el hocico negro. Tampoco le gusta el agua de las lagunas y las charcas donde la manada suele pasar largas horas refrescándose del ardiente sol que brilla durante el verano y calcina la estepa.
Vive solitaria, llena de traumas y conflictos, alejada del grupo, la han relegado por comportarse distinta y ocasionando peleas, por las cuales todos la culpan. Cansada de su situación, un día decide ir a la estética de cebras y pide que le borren las rayas torcidas y se las pinten rectas, similares al resto.
–– Eso es imposible–– le dice el estilista–– ¿Acaso no sabes que las que nacen con las rayas torcidas son como los árboles de troncos chuecos y no hay forma de enderezarlos?
La cebra sale muy triste y deprimida con la cabeza oculta entre las patas delanteras. No se da cuenta que su caminar la lleva directo hacia la laguna.
Siente el agua sofocarla pero no quiere levantar la cabeza…

Morir por las rayas I


Artidoro Gracia/febrero 2009

La cebra cansada de sus rayas y de envidiar a los leones por ser los más fuertes y siempre los vencedores, quiere convertirse y actuar como cualquiera de ellos. Va a la estética de cebras para que le borren las líneas oscuras, le pinten del mismo color de los felinos y le hagan una abundante cabellera. Con mucha dificultad, pero con gran pulcritud, el estilista de cebras, hace el mejor de los trabajos; nunca se ha esmerado tanto para lograr lo que alguien le solicita.
Después de horas, la cebra no puede creer las maravillas que hicieron los maquillajes y las cirugías. Cree que el olor que despide es el mismo que emana de los depredadores. Mirándose el camuflaje, satisfecha y segura con la labor del artista, y después de haber actuado durante algún tiempo frente al espejo, una tarde se afila las zarpas postizas y sale en busca de la manada de fieros. Los encuentra en su ambiente, regodeándose y dormidos con la panza hacia el cielo a la sombra de un frondoso baobab. Aunque temerosa de ser descubierta, con sigilo y sin hacer ruido osa arriesgarse entre el mar de patas y colas. Se escabulle entre la manada e intenta dormir un poco antes de que amanezca. Pero es tanto su desasosiego y el temor por la cercanía de los cazadores que se pasa la noche sin poder conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, el grupo hambriento sale de caza. Recelosa aún, y a la expectativa, marcha a la retaguardia. Al avistar a las cebras, se agazapan con las garras prestas a la espera del mejor momento para el ataque. Llegada la oportunidad, hacen una carnicería. Aunque invitada al festín, ella sólo observa la escena desde muy cerca. No quiere sumarse a la merienda en donde se devoran los cuerpos de sus familiares. Siente náuseas. Para no despertar sospechas por su comportamiento, esa noche decide dormir junto al rey de la selva, el mismo jefe de la manada. Sin embargo, ya muy avanzada la noche, el instinto del felino se impone sobre el maquillaje de la cebra, y con la astucia que lo caracteriza, se da cuenta de que ella no huele como el resto. Y en medio de las tinieblas, de un solo zarpazo termina con aquella farsa. Pone la mesa, empieza a devorarla y hace venir al banquete al resto de sus pares, quienes, aún y cuando su hambre había sido saciada durante el día, lo acompañan con un gran júbilo y se mofan de la ocurrencia de la ingenua.
Con el alba, aparecen los fieles seguidores y comparsas de los leones: Las hienas con su risa burlona y los zopilotes con sus vuelos en círculo sobre el escenario, envían un sombrío y amenazador mensaje para los demás inconformes de su condición en la selva: los reyes de la jungla, no están dispuestos a dejar entrar en su círculo a alguien diferente a ellos, y quien lo haga, que enfrente las reglas impuestas por los más fuertes.

domingo, 19 de abril de 2009

Conflicto de Conciencias

Artidoro Gracia/noviembre 2008

Aún y con el calor de unas cuantas copas encima, con las cuales dicen, uno se envalentona, me llené de cobardía. Me enrollaron en el plan para acabar con ella; de matarla si no cambiaba mi actitud en esa misma tarde.
En la segunda planta de una casa de mala muerte y a través de las ventanas abiertas del cuarto, entra la brisa que viene desde la bahía. Alrededor de una mesa redonda cubierta por un mantel ajado, tres matarifes, fraguan la infamia y tratan de convencerme. Por supuesto que no estoy de acuerdo, y aunque la defiendo, sucumbo ante la mayoría de votos: son tres contra uno. Quieren imponer sus reglas. Dicen que los “uno para todos y todos para uno” y los “cuatro es mejor que tres” deben predominar por encima de mis razones. Argumentos ramplones que esgrimen para hacerme cambiar de opinión. En el ambiente flotan las fichas de dominó revueltas, los restos de cigarrillos se desbordan en los ceniceros desbordan, los huecos por falta de muebles están repletos de maldiciones y abundan las botellas vacías de cerveza y vino. Impera un desorden sucio.
Las rejas de madera en la terraza, entintadas con un café castaño claro, parten en varios cuadros la mirada hacia un mar increíble y limpio. Observo a lo lejos, a través de esa retícula, a unos yates que, meciéndose con el viento, descansan de la borrachera y del banquete de estrellas que se dieron durante la pasada noche. Con sus velas izadas parecen lirios encendidos por la flama del sol que abrasa la tarde. Una moto acuática surca las aguas lanzando chorros de espuma por ambos lados. Es como un cuchillo que rasga la carne azul del mar.
–– Cuanto antes mejor –– dice el que, por su propia decisión, toma el papel de jefe de la pandilla –– no nos podemos arriesgar a que sigas en esa postura; es peligrosa para el equipo.
Se queda en silencio y me mira directo a los ojos como si yo fuera para él un desadaptado, mientras que con las manos en las sienes, me controlo. Estoy alerta ante cualquier movimiento extraño que haga el resto. El humo del tabaco quemado y el asalto a la razón, se desparraman por el cuarto con el aire del abanico en el techo. Me encomiendan aniquilarla, si es ahora mismo, mejor. Para seguir con ellos es requisito actuar de inmediato. El “no vayas en contra de la corriente” quiere imponerse. No desean volver a verla, ni oírla protestar contra lo que se hace en el equipo; les estorba; que me darán la última oportunidad; que tengo que elegir; entre los amigos, los de siempre, los juerguistas o enterrarme con la Conciencia impoluta.
El plan, para ellos, está listo y hay que cumplirlo. Salgo con la pesada carga de Conciencia y cabizbajo ruedo con ella por la pendiente de las calles curvas, estrechas y empedradas, con paredes altas en ambos lados, llenas de nichos y de flores lilas. Esquivo con prisa a la gente que sube. Llego al malecón y la humedad de la espuma, que al estallar contra la roca se dispersa en el aire, me rocía y moja la cara. La Conciencia está sentada en mis hombros recargando los tobillos en mi pecho. Sus manos me acarician el cabello y con su aliento, me hace entrecerrar los ojos. Si quisiera arruinarla, bastaría con rasgarle los brazos y lanzarla al despeñadero y que se ahogara en ese bravo reventar de olas. Entonces podría subir a trote por la empinada cuesta de piedras y unirme al grupo, con la baraja y el cubilete en mano, bebiendo de la misma botella. ¡Misión cumplida, gañanes!
“Acaba con ella y arrójala al desfiladero, no hay nada como los amigos” ––me dice alguien por el lado izquierdo.
“Nadie es capaz de matar a su propia Conciencia”–– escucho a una voz por la derecha.
Dudoso, con la disyuntiva sin resolver y con la ansiedad hiriente, me siento en el muro contenedor de mareas con las piernas colgando hacia el ronco mar. Y empiezo a sentir la frescura de sus aguas, de la brisa y de la vista de velas que me lava el rostro y purifica el alma. La Conciencia a mi lado, sin saber que ha sido condenada al cadalso o al patíbulo por el grupo, está tranquila. Su actitud serena contrasta con mis adentros, que como la bahía, se empiezan a violentar. Comparo a la Conciencia con la sencillez de las gaviotas que estallan sus trinos, mientras sus brillos blancos, salpican el azul del cielo y resaltan en las piedras prietas en donde se posan; libres, sin el temor del fastidio, al encierro o a las consignas premeditadas. Y pronto me llega el arrepentimiento. No tengo porque devastarla ni estar angustiado por ello. ¡Que la Conciencia se quede libre y que con sus alas roce las crestas de las olas! ¡Que recoja la espuma brillante que brota en esos picos y se trague a los peces y caracoles cuando tenga hambre! Volteo a mirarla, y ella, como un holograma, se confunde con el volar de las gaviotas. La abrazo y percibo el calor de su fortaleza. Por eso me siento como un cobarde. Me dejé engatusar por las mentiras de los amigos.
Con su plumaje blanco me construyo un par de alas grandes, recias y libres de podredumbre. Decido enfrentar a los malhechores. A las calles las subo a grandes zancadas y a las escaleras de la casa a brincos por cada tercia de peldaños. Por fortuna, el cuarto de los malvivientes está vacío. Ya se han marchado. Seguro fue que cuando salí, masacraron a sus Conciencias o a lo poco que quedaba de ellas. Están tiradas en el piso como rompecabezas de mil dragones. Parecen hojas de papel marchito, como desechos de trapos, olvidadas a su suerte en un rincón y entre el polvo rancio. Los rufianes no quisieron lavarlas en la caleta. El trío ha partido sin ellas, abandonándolas como a una sola. No iba a ser yo quien las levantara, ni tenía por qué hacer ese trabajo; llevarlas a cuestas hasta el lavadero del mar. Allá ellos. Al tiempo hay que darle un poco de años. ¡Ni un gramo más de nada! Un olor avinagrado me inunda la nariz y rompo los ceniceros, recojo las latas de cerveza, despego los posters chulos, pinto las paredes de blanco y lavo las maldiciones que revolotean entre las aspas del abanico. Quemo las palabrerías chuecas y vanas, las chapuzas y triquiñuelas, las mentiras y el vicio, las ofensas a los inocentes. Sacudo el polvo, enjabono los pisos y el cuarto se queda pulcro; como si fuera un recién nacido.
Mi Conciencia, con la sonrisa pintada en los ojos, se siente honrada y complacida. En un último intento quiere hacer algo por las otras, pero ya es demasiado tarde. Los gruesos tentáculos están profundamente enraizados en los laberintos de los callejones locos.

sábado, 18 de abril de 2009

Rosas y algodones


Rosas y algodones
Artidoro Gracia/febrero 09

I
El señor Charley murió a principios del Siglo XIX, en su casa, en medio de los plantíos de algodón y nadie supo la causa de su fallecimiento. Cuando sucumbió, estaba solo. Su esposa Marie, el pequeño hijo Bernard de once años y Rose, la leal nana, habían salido en el coche tirado por un caballo al cercano pueblo a comprar víveres. Aprovecharían para conseguirle un regalo, un par de guantes para las labores diarias del campo. A un lado del coche, trotaba “Spot”, un perro labrador considerado como un integrante más de la familia, compañero inseparable y guía de Bernard.
Era una hermosa y fría primavera cuando el señor Charley se quebró como la hoja seca que se desprende de una rama. Se quedó quieto, sentado en su sillón enfrente de la chimenea encendida. Puso sobre sus piernas el libro que leía, cerró los ojos, y cuando lanzó el último suspiro, ya no se dio cuenta de que estaba muerto.
Cuando llegaron del pueblo, él seguía sentado con la paz reflejada en su rostro. Marie pensó que dormía y pasó con sigilo hacia la cocina para guardar en la alacena el regalo comprado.
― Ya llegamos papá ― le dijo Bernard tomado de la correa de “Spot”―. Un silencio sepulcral le llegó como respuesta. Se acercó con lentitud y le tomó la mano. La sintió fría aún y cuando, de la chimenea, se desprendía un calorcillo que inundaba la estancia.
― ¿Papá? ―le insistió―. El perro gimió con un sombrío instinto.
Bernard nunca más obtendría una caricia de su padre.

II
La casa era muy espaciosa. La vida estaba presente en todos los rincones de sus dos pisos. En el de abajo, había una biblioteca repleta de libros en donde el señor Charley trabajaba sin descanso hasta que la soledad de la noche y el sueño lo vencían. En el segundo piso, después de llegar por una elegante escalera, la sala familiar rodeada por cinco habitaciones. En el frente de la casona, un gran pórtico con columnas de doble altura y vigas de anchas maderas le daba un señorial aspecto. Tres escalones la separaban de la plazoleta de acceso. En el centro de la rotonda, una simpática fuente arrojaba hilitos de agua intermitentes adonde llegaban a saciar la sed y a remojar sus alas, con gran algarabía, parvadas de pajarillos multicolores. Además de sembradíos, la casa estaba rodeada de jardines y huertos que se confundían con los bosques.
En la parte de atrás, un pequeño patio cubierto con piso de piedras y rodeado por unos grandes macetones, era el lugar preferido de Bernard, acompañado siempre por Rose y “Spot”. Los jarrones de barro, llenos de flores, rompían con la monotonía de los verdes que estallaban por doquier.
En una de las macetas, una mata de algodón que germinó de alguna semilla de los plantíos cercanos, y de la cual, ya empezaban a brotar pequeñas motas, desentonaba con los geranios, caléndulas y rosales que ahí se cultivaban. Rose le platicaba a Bernard de esa planta:
― Es como el símbolo de vida, apareció un día y ha crecido como un milagro, sus capullos son la alegría del vivir y el florecer de algo hermoso. Las flores tienen vida, brotan, maduran y al final se secan y mueren. Se nos van. Todas morirán un día, unas primero que otras. Es inevitable.
Bernard oía a Rose mientras acariciaba entre sus dedos aquellas bellotas cada vez más grandes. Muy temprano, el niño, con pasos vacilantes, tomado de la correa del perro, iba en busca de la planta para cerciorarse de que seguía viva y a punto de reventar en algodones.
El patio era un remanso de paz. Se llegaba a través de la cocina. Las macetas se apreciaban desde los ventanales de la biblioteca. En su estudio, el señor Charley paseaba la vista por el patio, de ahí a las copas de los frondosos fresnos, después, a las coloridas flores y a la fuente en la rotonda. Los pájaros acudían a beber agua a las vasijas que Rose colocaba entre las macetas. Llegaban tordos, golondrinas y cardenales con un concierto de trinos y gorjeos.
Otras avecillas acudían por la casa a construir sus nidos bajo los pórticos, fuera del alcance de los gatos, que tirados en el patio y apuntando al cielo, se calentaban con la panza al sol.

III
Un angosto sendero de arcilla en forma caprichosa, iba desde el patio hasta el bosque. Serpenteando un poco, libraba los gruesos troncos de los abetos hasta llegar a un claro con una suave inclinación recubierto de pasto cuidadosamente podado, como si fuera una alfombra de un intenso color verde. Al fondo, un arroyuelo irrigaba a los cipreses que crecían en sus bordes. Antes de llegar al pequeño río, incrustadas en la hierba, unas lápidas con los nombres inscritos de varios familiares del señor Charley, sobresalían por encima del césped. El lugar, arropado por el paisaje, era el pequeño cementerio de la familia. En el invierno, un gélido manto blanco lo cubría. Sólo las lápidas resaltaban como celosas centinelas del silencio.
En cada aniversario de algún muerto, el padre tomaba de la mano a Bernard y se perdían caminando con lentitud por la vereda rumbo al cementerio. En el trayecto, el padre hacía un alto.
― ¿Escuchas a las aves? Hay canarios y cardenales. ¿Alcanzas a oír el vuelo de algunos cuervos entre el bosque? ― le preguntaba al niño, mientras los ladridos de “Spot” espantaban chapulines que huían con enormes saltos.
Bernard escuchaba con nitidez los sonidos del bosque; el sonoro picar de un carpintero en el tronco del roble, el viento al sacudir el follaje y silbar entre las copas, el incesante arrullo de las palomas y pichones, el canto de los ruiseñores y jilguerillos.
Sin omitir detalles, el señor Charley explicaba a su hijo lo que había en el trayecto de la casa hasta el claro. Decenas de pájaros, con gran jolgorio, revoloteaban por la senda. ¡Qué delicia era caminar tomado de la mano de su padre! Cada sensación en la vereda la disfrutaba. El aire fresco impregnado con el aroma de los pinos le llenaba los pulmones. El sendero era como el hilo que unía los lugares llenos de vida con el que significaba la muerte.
Al llegar a las tumbas, barrían la hojarasca de los robles, cipreses y nogales, que arrastrada por el viento, se replegaba contra las piedras. Colocaban los ramos de florecillas silvestres recogidas a la vera del sendero; hortensias, geranios y jazmines.
Al terminar, cientos de colores pendían de las lápidas como si fueran collares de arco iris.


IV
El ambiente en la casa ahora es triste. El ataúd está colocado al centro, junto a la chimenea. Tiene la tapa levantada. Se mira el rostro sin color y frío del señor Charley. Se le advierten unas ojeras y una línea en las comisuras de los labios. Tiene un ramo de rosas en capullo colocado sobre el pecho. Los amigos y familiares están sentados en la orilla del salón, pegados a las altas paredes decoradas con pinturas y cuadros, fotografías de aves y animales salvajes. Junto al féretro, están Marie y Bernard. Ella está desecha y el niño impaciente por tocar a su padre.
Con el permiso y guiado por su madre, el niño se acerca al ataúd. Introduce sus manos y le toca el rostro, después, toma los capullos y los siente lozanos, llenos de vida. Son como las bellotas que crecen en la maceta del patio. Para Bernard, su padre sigue vivo al igual que las rosas y algodones. En las flores se manifiesta la vida, en el andar por el sendero, en los trinos, en el tamborcillo del carpintero, en el correr del agua del arroyuelo, en los olores a brea, en el silbido del viento y en la arcilla en la vereda. Marie intenta conservar la serenidad y entereza ante el hijo indefenso. Con los ojos llorosos y un nudo en la garganta, lo retira del ataúd.
Bernard va a la cocina. Bajo la mirada de Rose y guiado por la correa de “Spot”, sale al patio para tocar los capullos de algodón y verificar que tengan vida. Llega hasta ellos. Ya han reventado y muestran los blandos algodones. Los palpa sedosos y mullidos, igual que los capullos que encontró en el pecho de su padre. No puede estar muerto, aún le toma de la mano por el sendero del bosque.
Con esa imagen, se aferra y estruja las rosetas de algodón.

V
Al pie del ataúd, junto al foso, destino final del señor Charley, todos están quietos. Lo único que se mueve son los labios del párroco al rezar una oración de aliento, de despedida al difunto y consuelo a los dolientes. Bernard sostiene en sus manos el ramillete de rosas. En su pensamiento, se despide: “Papá, para mí sigues aquí, conmigo, las flores están vivas como tú, vendré a verte cada día, no te vayas lejos”. Todos rezan en un murmullo. El aire ha dejado de silbar en señal de duelo, los pájaros callan como si respetaran el silencio. Después de una paz indescriptible y de una última oración, unos claveles caen sobre el ataúd que bajan al fondo del foso. Los primeros puños de tierra empiezan a cubrirlo, después las paladas se suman a las manos, y así, poco a poco, hasta dejar un pequeño montículo.
Al finalizar la ceremonia, Bernard, con la ayuda de su madre, coloca el ramo de rosas junto a la tumba. Sin moverse, “Spot” está echado sobre sus cuatro patas. Cabizbajos, algunos empiezan a perderse en el camino a casa.
Una nueva lápida se yergue en el cementerio.

VI
Durante los dos días siguientes, Bernard va al patio, toca los capullos de algodón y los siente, esponjados, llenos de vida. Le pide a Rose que lo lleve al camposanto. Al llegar, el niño toma el ramo de rosas y se da cuenta de que ya se están abriendo como soles que revientan en sus pétalos. Aunque triste, Bernard está tranquilo, se reconforta al pensar que su padre sigue cerca de él y descansa en ese lugar. Regresa a casa tomado de la correa del perro que juega y trata de morder a las mariposas que se cruzan por la senda. Rose los sigue de cerca.
Al tercer día sale al patio. Con gran sorpresa encuentra que las bellotas están muy ásperas, duras y resecas. Siente que las motas de algodón se han desprendido, se inclina y las halla tiradas en el piso. Con un sobresalto, le grita a su mamá, y sin esperarla, corre sin “Spot” rumbo al panteón, trastabilla y tropieza, yerra, cae, se golpea contra los arbustos una y otra vez. Desorientado, continúa hasta que Marie lo alcanza. Le ruega que lo lleve al cementerio cuanto antes para asegurarse que los capullos están vivos, y con ellos, su padre.
Llegan al pequeño montículo. Marie lo deja solo, no se atreve a contradecirle y sólo cuida que no se haga daño. El viento ha arrastrado al ramillete. Bernard gatea con desesperación, confundido, en medio de sus tinieblas y en un caos. Por fin lo encuentra. Toma los capullos de rosas y los percibe marchitos, ajados y sin vida. Muertos. Cuando comprende que su padre ha partido para siempre, le llama con un grito desgarrador.
“Spot” ladra lastimeramente y una parvada de pajarillos se espanta en la espesura del bosque.

sábado, 11 de abril de 2009

El Nicanor


Artidoro Gracia (octubre 07)

–Se murió el Nicanor –se escuchó en el pueblo.
Y todos, en tropel, se fueron al velorio.
El ataúd, hecho con tablas rústicas, estaba cerca del portal de la casa con dos veladoras encendidas y una pequeña corona de flores. Ahí estaba tendido el Nicanor. En el lugar en donde siempre había vivido. El morbo, anfitrión e invitado a la vez, hacía su trabajo, recibiendo a los visitantes y formándolos en grupos. Les pedía pasar a despedirse del Nicanor y a dar el pésame a la Carmela, la viuda.
Los hombres al llegar al portal, se quitaban el sombrero, lo mantenían con ambas manos cerca del ombligo y, de reojo, se despedían de la cara tiesa y arrugada del Nicanor. Se acercaban a la Carmela, con un gesto de morbo o una mirada lastimera, le daban el sentido pésame.
–Si hasta parece que está como dormido –decían algunos con malicia mientras salían al patio.
Las mujeres se enrollaban en sus negros rebozos rodeando al Nicanor y a la viuda.
–Se nos fue el Nicanor –decía una.
–Si así lo decidió mi tatita Dios, que se haga su voluntad –comentaba otra.
–Cuando a uno le toca, no hay ni pa´ donde hacerse –intervenía aquella.
La Carmela se mantenía callada, cabizbaja, con los ojos cerrados y enrojecidos. Estaba envuelta en su vestido negro formando un bulto. Un rebozo azul oscuro, casi negro, le tapaba los sentimientos. Toda quieta ella.
Aquellos que sólo iban al chisme, se escondían. Unos en la oscuridad y otros en el patio, debajo de los mezquites chaparros. Todos se sumaban al barullo. Desde la multitud de sombreros y rebozos, un sordo murmullo se escuchaba.
– ¡Afigúrate tú nada más! –Se murió el Nicanor. ¡Vinieron todos sus familiares! ¡Casi todo el pueblo! Han de pensar que tenía dinero y deben querer una partecita.
–No se quedarán con nada. En las tierras que dejó no hay ni agua, hay puras piedras. Si los hermanos no se ponen de acuerdo seguro se enpleitarán, algo han de querer para sus hijos.
El Nicanor empezó a escucharlos lejanamente. Como si estuviera soñando.
– ¡Cuántos problemas dejó el Nicanor! ¡Quién sabe en qué irá a parar esto! ¡Nomás se está alborotando el asunto! Por ahí andan otros parientes escondiéndose; deben traer la maldad, recalaron de muy lejos. Parecen zopilotes rondando a ver qué pescan.
–Creo que va haber fregadazos.
Los murmullos y chismes continuaban. El Nicanor empezó a revolverse.
–Con esa rara enfermedad, el Nicanor se fue secando en vida. Se la pasó en un grito, le daban temblorinas, nadie supo qué era.
– ¡Pobrecita la Carmela!, se le acabaron los lomos cuidándolo. Su hijo se la debía de llevar a la ciudad, porque aquí, ¡Sabrá Dios en lo que termine!
Al Nicanor le dio un retortijón y empezó a aguzar el oído.
– ¿Pero de dónde le vino ese mal, tú?
–Nadie sabe. Si lo hubiera visto un doctor de buenas entendederas a lo mejor lo hubiera salvado. Ya no tenía remedio, en uno de esos zangoloteos que le pegaban, se iba a quedar.
–Ahora la viuda no halla consuelo. Vino el delegado de la agraria y estuvo hablando con ella. ¡Quién sabe si le ayude!, ya ves cómo son esos bandidos, ven viudas y les echan el caballo encima, en lugar de ayudarlas, nomás andan viendo cómo jodérselas.
El Nicanor se movió. Quiso sentarse como si estuviera en su catre y sus delgadas piernas chocaron contra las tablas del ataúd.
– ¡Carmela!, ¿ontoy? ¡Pero qué jijos de la tiznada!, ¿¡Qué tanto están hablando de mí?! ¡Todavía no me muero y ya están con sus chismeríos! –les gritó.
El grito hizo un desparramadero de sombreros y rebozos, incluyendo el de la Carmela.
Con la resucitada del Nicanor el chismerío se expandió como una centella tronando entre los lomeríos.

lunes, 6 de abril de 2009

Cuatro Yo

Artidoro Gracia/enero 09

Estoy parado. Examino con desconcierto a mis manos. Al tiempo que unos ojos miran las palmas, aquellos observan los dorsos. Alargo una y con ella, me tomo la otra. Cuando siento lo cálido, desde la muñeca hasta los dedos en un lado, percibo lo áspero del envés en el otro. Palma y dorso en idéntico espacio. Son dos manos del mismo cuerpo. Sin embargo, en mi esquizofrenia rampante, creo asir la de otra persona. Entonces, deduzco; aquí hay otros dos Yo; uno que observa por el frente y otro distinto que mira por el reverso y yo los veo a los dos. Me retiro un poco para entender mejor lo que me pasa y desde allí, alcanzo a mirar a esos dos quienes son mis otros Yo. Ahora somos tres. Al percatarse de mi presencia, piden que me acerque y los acompañe en la espera; que ya no ha de tardar, argumentan. No se dan cuenta que cuando me ven, se están viendo a ellos mismos. Yo soy ellos. Aunque diferentes, somos ya tres Yo.
Alguien sale de la recámara. Es el Enamorado quien cambiaba las sábanas de la cama. Ahora somos cuatro y podemos jugar póker. Reparto la baraja, llevo las cartas a la altura de la cara y evito las miradas furtivas. Meditabundos y muy serios, los cuatro dudamos en quién será el primero en bajarlas, cada uno conoce las opciones de salidas del rival, los trucos y las jugarretas que podremos hacer. Encerrados en el claustro de los distintos egos propios y después de varios minutos de meditación, de cuestionamientos, de dudas e iras y muchos cierres de juegos, terminamos empatados, aburridos, bostezando, melancólicos y con la irritación reflejada en la cara.
Al pincharme un dedo con el lapicero de las cuentas, el Yo que se queja es el sensible Enamorado. “¡Cállate y aguanta!”, me grita exasperado el Conflictivo y sigue jugando con el Yo viejo Aburrido. Estoy muy serio, iracundo, enredándome las cartas entre los dedos. Me froto la uña lastimada y es como si sobara el índice de todos. Es un revolcadero de nudillos y coyunturas de ocho manos distintas, confusas, todas mías, todas de uno solo que enfrenta un caos encima de la mesa. Es un enredo de palmas y dorsos revueltos en una y cuatro miradas diferentes, extrañas, en unas terribles rivalidades estériles, obsoletas unas y desanimadas otras, aquellas volubles e intolerables, y el resto, enamoradas y coquetas. Justo es el momento de la angustia y el conflicto diario, de los enfrentamientos internos, cuando además se está a la espera de ese alguien impuntual.
Apago la luz. El Enamorado protesta, el Conflictivo me pide encenderla, el Aburrido no dice nada, le da igual. La enciendo, después la apago, la prendo y apago de nuevo. Miro la televisión. El Enamorado reclama para que le cambie al canal de los tele dramas. El Aburrido está ensimismado en el sillón, observa la nota roja en el periódico y cierra los ojos, mira hacia su interior y bosteza. Parece estar en otro lugar, menos aquí, en la zona del desastre. Me dirijo a la puerta, me asomo por la mirilla una y otra vez, regreso a la sala, voy de nuevo a la entrada, consulto el reloj tantas veces como pasos doy alrededor de los muebles; con la oreja pegada a la puerta, escucho los ruidos de la calle o de unos pasos que nunca llegan. Me dirijo hacia la cocina, hurgo entre los cajones de las cucharas y los cuchillos y encuentro una cuerda que me servirá para mi propósito.
El romántico Enamorado, entre suspiros, husmea y enciende una vela. La coloca en la mesita del recibidor, después es él quien acude a la entrada de la casa insistentemente, regresa, pasa por la cocina, voltea los platos, retorna a la mesa, hace que los otros tres nos sentemos en círculo y reparte las fichas del dominó, y empatamos uno, dos y tres juegos; tira las fichas al piso, Yo las pateo, apago la luz y voy a la puerta. Antes de eso, aplasto con los dedos la luz de la vela en el recibidor, huele a carne quemada; después, el Enamorado la enciende, se lleva un cigarrillo a la boca, pero no fuma, sólo juguetea con el tabaco entre los dientes, ahora reparte los naipes y después los bota a la basura en un arranque de enojo lacerante…
Alguien llega, toca el timbre... Todos guardamos el cigarrillo, como si fuera el pecado cometido, excepto el Conflictivo quien le da la última fumada y arroja el humo hacia la lámpara del techo. El Enamorado se alisa el cabello y se abalanza como un resorte a la entrada de la casa. Pero soy yo quien la abre de golpe y aparece mi mujer; la que también es mujer de los otros tres. Con una sonrisa nerviosa, como disculpándose con la mirada por la tardanza, coloca su bolso junto a la vela, y en un florero, la rosa que ha traído del camino. Se dirige al sillón y le toma la mano al Enamorado, al paso, mira sin pena al Aburrido quien sigue despatarrado en el sofá y éste no le presta atención al elegante porte que luce. Ella, como un sedal me lanza una mirada. Yo, con la ira y un desdén, la ignoro.
Luce radiante, con la cabellera recién lavada, el cuerpo perfumado dentro del vestido nuevo, con vivos rosas como el color que trae plasmado en sus mejillas. Mientras conversa, tomada de la mano de su romántico y a la luz mortecina de la veladora, el resto, ardemos en celos. Encandilada se va a la recámara en brazos del ciego Enamorado. Ha elegido a ese Yo. No entiendo, si ayer estuvo con el Aburrido y quizá mañana esté con el Conflictivo, ¿por qué hoy no optó por mí? ¿Por qué no soy ese quien la lleva en el regazo enternecida? Cambio mi forma de ser; sin embargo, ella permanece insensible, nunca cambia y reclama airadamente mi actitud. Entonces, ¿Soy yo quien debo transformarme? Los dos se pierden tras la puerta y el resto nos miramos con los celos pintados en las muecas como si fueran unas máscaras de soldados en guerra.
Cuando la puerta se cierra sigilosamente y esconde a la mujer junto al Romántico, alguien va a la cocina. Con una cuerda en la mano y el filo de un cuchillo, va hacia el aposento matrimonial. Es tarde ya para detenerlo. Crimen pasional, es la nota que el Aburrido, inventaba despatarrado en el sillón entre las páginas rojas del periódico.

Papel de locura




Artidoro Gracia/febrero 08

Por encima de la recámara, en el ático, hay una maraña de cosas revueltas, con un desorden y un caos que le desesperan y le sacan de quicio. Pero nada hace para remediarlas. Y aunque quisiera, tampoco podría. Contra la histeria y la locura del raciocinio, poco ha logrado. Una larga mesa de trabajo, llena de botes y de cacharros está adosada al muro que da hacia el norte. Una pared recubierta de papel tapiz con figuras de animales, complementa el cuadro: hay una jirafa, un león, una cebra y un par de ciervos. Es el estudio y taller del nuevo dueño. Hace un par de meses que compró esta casa y su interminable encierro es por el exceso de trabajo y los compromisos adquiridos durante el verano.
Una angosta escalera lo comunica directo desde la recámara. Con la llegada del crudo invierno, los últimos días, le han sido desastrosos y depresivos.
Junto a la mesa, hay un lavabo en donde limpia la pintura de los pinceles. En ocasiones, cuando se le cierran los párpados por el cansancio, cree sentir sobre su cabeza, la mirada penetrante de los animales cuestionándole su proceder y actuar. Sin embargo, aguanta hasta el último minuto para adelantar las tareas pendientes. Durante varias noches, cuando se despierta atormentado por pesadillas, sube al taller para seguir la faena. En medio del torbellino de pensamientos, imagina al león en pos de los ciervos que pacen en la sabana, a la jirafa mordisquear las hojas del ceibo y a las rayas de los lomos de la cebra estar resolviéndolas como si fueran los laberintos de sus borrascas y angustias.
Agobiado por el peso de las horas interminables de trabajos y delirios, baja a dormir un poco. Un caer de gotas de agua en el lavabo, un chasquido de la lengua de un gato al estar saciando su sed en ellas, un ruido extraño como un sordo forcejeo y unas hojas que caen en el techo sacudidas por una estampida de cuatro patas veloces, lo van arrullando en el intento por alcanzar el ansiado sueño. Una pastilla somnífera y un trago de agua fría, acompañan al sonido del gato en el bebedero. Afuera, el viento mece al fresno que se va descarnando con el invierno y la luna se arrulla en la cama de nubes que parecen algodones iluminados por las luces de una ciudad que tampoco duerme tranquila.
El despertar del día siguiente, le trae un insólito sopor que gravita en el entorno. Le extrañan sus manos salpicadas con manchas de un raro color rojizo. Sube al ático y se encuentra con un mar de cosas regadas por el suelo. Una caótica mesa llena su vista. No están los animales en el tapiz, parece que ellos mismos se arrancaron a jirones del papel, dejando los agujeros que dibujan el contorno de sus siluetas. Hay indicios de huellas que bajaron en tropel al manantial del lavabo y las hojas del ceibo tienen dentelladas de la jirafa. De las carnes de la cebra desgarrada, manaron gotas de sangre sobre la mesa. Hay un rastro de puntos rojos por el piso que bajan por los escalones, llegan hasta la puerta de la calle y se pierden entre la hojarasca del fresno que se desviste al son de la melodía invernal. Junto al recio árbol, hay un cartel con letras rojas en donde se lee: “Remato esta casa”.

En la primavera siguiente, un nuevo dueño repara el tapiz con los mismos dibujos, resana el hueco en donde estaba el león, pinta cada una de las hojas del ceibo, retoca los colores de la cebra, recompone las figuras de los venados y cambia la mesa de trabajo por un gran sofá colocado junto a la ventana con vista hacia las colinas azulosas con casquetes blancos. La vida sigue su marcha; el fresno reverdece con hojas de un verde intenso, el brillo de la luz del cielo rebota en la duela encerada del cuarto. El barandal de la pequeña escalera ya no recibe el fragor de las manos en el constante subir y bajar. Y de las aún nevadas montañas, llegan renovados aires que barren a una ciudad llena de flores y aromas de la temporada.
Pero en la primera noche que duerme en la casa, un ruido estruendoso, como un pleito de perros y unos rugidos salvajes que provienen del ático lo despierta sobresaltado. Cuando se incorpora de la cama, un brillo de ojos selváticos viene bajando por la estrecha escalera.

sábado, 4 de abril de 2009

En penumbras


Artidoro Gracia /octubre 2008

Sentado al borde de la silla escucho la plática de la experta. Vine a la ponencia acompañado por mi eterna penumbra y mi inseparable bastón. Era muy joven cuando las sombras, como un brutal mazazo en la cabeza, me llegaron de improviso y me desquiciaron durante largo tiempo. Estaba recién casado. Con lo adverso de la ceguera, me resultó muy difícil encontrar el alivio en la desdicha. Sin embargo, desarrollé nuevas sensaciones, diferentes y profundas, aprendí a mirar con los ojos del olfato, a caminar con el oído y a sentir con el instinto.
–– La discapacidad es una disminución ó pérdida temporal o permanente de las facultades físicas, mentales o sensoriales de un ser humano que le impiden realizar una actividad –– dice la ponente.
Los murmullos de la concurrencia invaden mi cuerpo. Como si estuvieran junto a mi oído, escucho el canturreo de unas palomas y el sonido de su vuelo en el patio del auditorio. Intuyo que hace un espléndido sol, y con él, el camino a casa se me hará más corto.
–– Cerca de un dos por ciento de las personas discapacitadas son invidentes y desarrollan formidables habilidades, sensaciones y un extraordinario sentido de la orientación–– continúa la expositora mientras se escucha un siseo en el recinto. El olor de los bocadillos desde el vestíbulo me adelanta el apetito. Con cada respiración lleno mis pulmones expandiéndolos con placer. El aire me acaricia desde que entra y hasta que finalmente lo expulso. El compás de esas sensaciones armónicas me trae una gran serenidad. Escucho el ritmo de mi corazón. El latir acompasado y lento me sirve de reloj y puedo contar los minutos que se suceden. Aprendí a conocer mi estado de ánimo con la cadencia de esas vibraciones. Con el correr de la sangre por todos los laberintos de mi cuerpo siento como si tomara una ducha de agua tibia y con cada gota lavara mi cuerpo. Tomo la empuñadura del bordón y palpo con delicia las minúsculas estrías de la madera.
–– Dentro de poco, la ceguera será curable. Agradezco el invaluable apoyo que les dan a las personas que la padecen. Gracias por acompañarnos.
La ponencia termina y se escucha un aplauso. Yo también aplaudo y recibo buenos deseos de algunos asistentes que se me acercan. Cuando me quedo solo, salgo con pasos lentos envuelto en la pasmosa sábana de tinieblas. Siento al sol brillar en lo alto y posado en mi cabello. Las flores del jardín alrededor del auditorio, son un concierto de fragancias que me acompañan al caminar. Los pasos de las personas son campanadas que me orientan. El aroma a pan recién horneado me atrae y compro, como siempre, las piezas que le gustan a mi esposa.
Al llegar a casa, la fría perilla me da el usual recibimiento. La solidez y el grosor de la puerta de madera, el chillar de sus goznes como si fueran grillos que trabajan de mascotas en la recepción y el leve clic que produce al cerrarse, complementan el protocolo de bienvenida. Entro al diván como una ola de silencio. La textura de la pared cubierta de un tapiz que me llena las palmas de las manos y el golpear de sus pies en la sorda alfombra me acompañan hasta la sala. La ausencia de olores en la cocina me hace suponer que mi esposa no está en casa. No flota en el ambiente el habitual sabor de la merienda, ni del arroz, ni de las aguas frescas. Unos trinos al fondo del jardín me dicen que alguien ha dejado la ventana del comedor abierta.
Extrañado, doy tres pasos, imperceptibles para otros oídos y me percato de dos jadeos, respiraciones agitadas, olores de un par de cuerpos diferentes: uno de ellos, familiar, amado; el otro, desconocido, que ultraja y profana mi intimidad. Dos nerviosismos frenéticos, unas sábanas que se baten, la puerta del baño que se cierra con secreto, unos pies que se calzan botas de suelas duras, que se visten y deslizan la camisa nueva, abotonándola con prontitud y desasosiego. Un ruido de llaves que alguien recoge en el buró.
Todo lo vislumbro en una gran pantalla gris. Las tinieblas se me tornan lúgubres, aún más negras, asfixiantes y pintadas con un cruel dolor de rabia a punto de brotarme por los poros, con ira, impotencia y humillación. Estupefacto, me desmorono encima del sillón de siempre, ahora gélido y ajeno. Unos pasos apresurados y nerviosos hacen sonar con sigilo y levedad las bisagras, golpean los mosaicos de la salida, luego en el asfalto de la calle, se alejan con la prisa a cuestas.
La fina tela del sofá ahora la siento rugosa, los ecos de la casa se tornan en alaridos grotescos como si fueran de un endemoniado engendro que me oprime. No soporto el agobio y el insulto. Con dificultad me yergo y en el desconsuelo se me olvida recoger el bastón. Un “¿amor, estás ahí?” me llega con toda la vergüenza y no contesto. El insulto y el agobio aprietan mi garganta. Ante la brutalidad de la deshonra, la ceguera nunca me fue tan atroz y lacerante. Me quedo al borde de un abismo más negro que nunca.
Siento su presencia cada vez más cerca. El aroma femenino me golpea la nariz, y su mano, que toma la mía, me lleva rumbo a la cocina.
–– ¿Quieres que prepare café para acompañarlo con el pan que me has traído?
Sé que las penumbras serán más oscuras y me quedo callado. La ceguera se convierte en mi cómplice de la infamia recibida. Dejo que piense que la traición nunca existió y le acompaño con una taza de café. Ella muerde uno de los sabrosos panecillos que en silencio le seguiré trayendo.

miércoles, 1 de abril de 2009

Piel de Luna


Artidoro Gracia nov/08

Piel de luna, piel de encanto,
Tu ausencia provoca el llanto,
Tu cercanía motiva el canto.
Piel que sacia la sed, sed de ti,
Sed de un manto.
Emanas vino, emanas miel,
Embriagas todo con tu encanto.
Suave piel a bocanadas,
Como pinceladas, como llamaradas,
Que deja sin aliento el momento,
Suave piel, suaves las miradas,
Como de aire, bocanadas.
Como el día que se acaba,
Sediento el sol, sediento yo.
Miradas que riman, que unen, que gozan,
Suave piel de siempre, de nunca,
Suave caramelo, color de cielo,
Suave piel que peca, que toca,
Que dice y que ríe,que alborota y que alienta,
Que hace cualquier cosa.
Que arropa y galopa,
Arrastra llamaradas cada madrugada,
Suave piel, que invita, que incita,
Que gime y provoca.
Piel risueña, sonrisa, pequeña.
De muchos matices,
Caminas, mitigas, aprendes, arrojas,
Tomas, dejas, alcanzas, amoldas,
Haces y deshaces,
Mitigas y avivas los ruegos,
Juegas con juegos,
Apagas y enciendes los fuegos.
Sólo tú, piel de luna,
Suave como ninguna.

Como la luna y el sol


Hoy la luna se despertó muy temprano. Apareció por encima de los tejados como una farola que iluminaba el caserío. Estaba henchida de placer, como si hubiera tenido una larga noche de romance abrazada al sol; Los dos estuvieron perdidos en ellos mismos. Ella cobijada en su pecho y él dormido dentro de ella… Tenía dibujada en su ardiente rostro, una sonrisa de media luna…
Tú eres la luna, yo soy el sol. Al rozar tus labios con los míos, un rayo electrizante recorre mi espalda de arriba abajo. Cuando los aprisiono, un fuego candente me quema por dentro, como si fuera, yo de cera y tú un carbón encendido. Y no me puedo contener por seguir como los colibríes revoloteando alrededor de las comisuras y mejillas libando la miel que de tus labios brota, hechizándome como un desesperado. Y me imagino tu piel desnuda, recorro los bosques, los valles y las montañas finas de tu figura, cabalgo en ellas, deslizo mis brazos, manos y cuerpo por esas laderas de pinos. Y te retiras con esa sonrisa de embrujo y voy tras ella para atraparla en mi boca. Y tras tu cuello, me fundo en tu aliento. El fuego sigue latente. Y llegan las lluvias húmedas, corrientes de cascadas cristalinas que me mojan la cara sonrosada. Tú y tus miradas, tú y tu caminar delicioso, como vaivenes que mecen mis suspiros, uno tras otro, encadenados a los tuyos cuando te me acercas.
Me quedo mirando esta noche a la luna llena de amarillos. Completamente redonda y sedienta de encontrarse con su amante el sol y de fundirse con él en un solo cuerpo durante el amanecer. Las mariposas recorren el vientre de la luna haciéndole sentir una deliciosa corriente que le erizan la piel y el pensamiento. Y el sol la espera con la piel ardiente...