domingo, 28 de junio de 2009

Ánima en Alcalá de Henares


Artidoro Gracia, 28 junio 09

La ciudad de Cervantes, del Quijote, Sancho y Rocinante, entre otros, se encuentra pasando el Río Jarama, el Arroyo Henares y un montón de plantíos yendo a trote desde Madrid por carretera. Con sigilo, sale del apartamento cerca de las cinco de la madrugada. El recepcionista, un hombre gordo, dormita todavía. Cruza el lobby de puntillas y trata de no hacer ruido. Pasa junto a él, abre la puerta y la deja de par en par para que sea el frío el que lo despierte y no el golpe de la cerradura.
Empieza a correr por la misma calle de siempre, avanza unas cuantas esquinas, trota y calienta las pantorrillas. En la avenida América, enfila rumbo al este, por la carretera a Zaragoza. La noche anterior había medido la distancia en el manoseado mapa que le sirve de guía en los caminos. Calculó cerca de treinta kilómetros y casi tres horas a un buen ritmo. Empieza despacio y aprieta el paso una vez que va dejando atrás las últimas luces de la ciudad.
La claridad del día le llega cuando va por el aeropuerto de Barajas, quince kilómetros más adelante y chorreando sudor por todas partes. El viento le golpea la cara. En la autopista no hay tráfico. Hace un fuerte frío y las gotas de una ligera lluvia, que se confunden con las del sudor, le hacen cerrar constantemente los ojos.
La carretera pasa al sur de las pistas del aeropuerto. A esa hora, varios aviones aterrizan y otros tantos despegan. Con sus tronidos en el cielo, rasgan y se abren brecha por las nubes espesas hacia el Mediterráneo o rumbo al Atlántico.
Alcalá está rodeada de verdes, de una montaña que parece mesa y de muchas venas de caminos y carreteras que por ella pasan. Al llegar jadeando, se encuentra una oleada de ramos de claveles, gladiolos, nardos y muchos colores. Son flores que llevan los vivos a sus muertos. Es el uno de noviembre, el día de Todos los Santos.
La ciudad lo recibe con esas flores que se regatean junto a la barda que divide la vida con la muerte. Recién lavadas las lápidas de mármol, verdes los uno, blancos los otros y grises los muchos. Los pisos de tierra entre las tumbas están barridos y húmedos. Es el único día en donde los vivos se juntan con los muertos. Recargados a la barda pintada de ocre por el tiempo, muerta también en sus colores, se arremolinan los regateadores de precios y arcos iris.
Se topa de frente, con los ramos de margaritas encendidas. Parecen veladoras que cuidan al difunto. Los amarantos, las rosas y claveles, son cómplices en el cementerio.
Alrededor de Henares, los maizales están secos, cortados a la mitad, llenos de hojas largas y ajadas, de color café tostado, húmedos por la granizada de la noche anterior. Los largos plantíos, están cortados y heridos por las vías del ferrocarril. Las puntadas de los durmientes cosen al campo dibujándole una larga cicatriz.
Mientras el día avanza, las almas de los difuntos mueven las hojas de los árboles. Parece que juegan, que tienen su propia fiesta. Es como la clausura de su día festivo. Las familias aguardan de pie a un lado de las tumbas, esperan a que sus difuntos se despidan, borrachos de tanto jolgorio de rosas rojas.
El panteón se encuentra junto a las vías de los trenes que llegan y se van de Henares. Tres pares de vías se alinean, hacia allá, apuntando hacia Madrid o hacia acá apuntando hacia Zaragoza. Los vagones pasan muy próximos a los difuntos despertándolos con los chirridos de las ruedas de acero. Las huellas de humos blancos de los aviones que se enfilan hacia París, o allá, más arriba, a muchas partes, son estelas blancas que se descomponen en muchas esponjas mientras se alejan de las turbinas que las avientan. Son ríos de vapor que se desmoronan con los besos y abrazos del viento.
Por allá, hay montañas largas y planas, achaparradas, pelonas y áridas. También hay arroyos que fueron tejidos por la naturaleza sentada en una gran silla mecedora, cosiéndolos en la sábana de terrenos planos y hondonadas de verdes bosques que se acunan con el sopor de la tarde después de la hora de la siesta.
Los senderos junto con las vías del ferrocarril cicatrizan la tierra. La surcan al capricho de las lomas. Cuando el ferrocarril no puede rodear a la montaña, la atraviesa perforándola con túneles. Son como largas heridas en los sembradíos.
Llega a la plaza central con los últimos alientos que le dejaron estos paisajes y los kilómetros recorridos. La ciudad es una postal iluminada. Después, los pasos le llevan hasta la estación de autobuses, en donde, montado en alguno de ellos, tiene que regresarse. Se le acabaron las fuerzas para desdoblar lo recorrido. Algunos pasajeros en la sala de espera tiritando de frío, le miran extrañados cuando deja unas gotas de sudor en la ventana de la taquilla.
Sube al autobús y se sienta en la última butaca en la parte de atrás. Entre sus dedos sudorosos carga unas postales que se compró en la estación. Pasan por el cementerio. Las difuntas de Alcalá reciben más flores que las que deambulan en las calles. Al llegar al edificio de apartamentos, sube al suyo por las escaleras en silencio. No quiere que la puerta del ascensor despierte al hombre gordo que aún dormita.
Suena el timbre del despertador. Se levanta y se empieza a calzar los zapatos tenis. Es hora de iniciar el recorrido planeado. Extrañado, mira unas tarjetas postales húmedas y un boleto de autobús arrugado en la mesita de noche.

sábado, 27 de junio de 2009

A la memoria de 49 chiquitines

Artidoro Gracia, 29 julio 09

Nunca te diste cuenta de que ya estabas muerto.
Por esa razón, cuando te dieron aquellos besos en la frente, un apretón de manos y unas palabras todas rotas… no supiste.
Era el adiós de una mujer destrozada junto al lecho. Después, unas manos llenas de callos, pero con sublime delicadeza, te secaron unas gotas en la cara. Eran las de un hombre ahogándose en sus lágrimas.
¿Qué te ibas a dar cuenta de eso?... Los niños no tienen porqué andar dándose cuenta de esas cosas.

lunes, 22 de junio de 2009

Huellas de lluvia

Artidoro Gracia, junio/2009



Las gotas de lluvia tienen unos pies muy pequeños. Cuando pisan el camino sediento, dejan su huella húmeda pasajera, como besitos.

martes, 16 de junio de 2009

Primero Yo


Artidoro Gracia; Junio/ 09

La gallina discutía con el huevo sobre quién había sido primero, si él o ella. A cloqueos quería ganarle. El huevo estaba amarillo de coraje y se hacía un ovillo para no escucharla. “Yo fui primero” decía con su voz tímida y se quedaba en silencio hecho una bolita. Entonces la gallina se enfureció, cacareó más fuerte, lo maldijo y le rompió la cáscara a picotazos. Y el huevo roto se chorreó por el suelo.
La gallina se quedó sola, y ahora, de cuando en cuando, se le escucha cacarear en los corrales buscando a su pollito que nunca tuvo.

viernes, 12 de junio de 2009

En medio de un mar de luz


Artidoro Gracia/enero 2009

I
En una isla, solitario, escribo durante largo tiempo y formo pilas de papeles que custodio con mucho celo. Sin explicación y con delirio, de pronto me llega un intenso deseo por mostrarlos a alguien que tenga la magia tantas veces esperada; a una mujer que me alivie el desconsuelo de los amores extraviados y en dónde anidar la soledad de mí escritura.
Intuyo que esa mujer vive en el puerto, al otro lado del mar y que puedo encontrarla en cualquier momento.
La afición por las palomas mensajeras que domestico, es el medio y una forma emocionante para poder hacerlo. Las enviaré en su búsqueda.
Una mañana, muy temprano, decido iniciar con la osadía. En la pata de una de las aves amarro el primer escrito y le doy instrucciones en voz alta.
–– Anda, ve a buscar a mi bella dama. Vuela hacia el poniente y antes del mediodía llegarás al puerto. Por las señas que te voy a dar, sabrás cómo es la mujer que vayas a buscar. La reconocerás de inmediato. Cuando sonría, que un par de comisuras se le dibujen en los labios, que su pelo esté suelto y perfumado, que tenga el color de miel pintado en su cara y la mirada llena de perlas. Que posea un hechizo en los ademanes. Cuando mires su silueta de musa y el cuello de cisne en celo, la habrás encontrado. Búscala por las plazas, patios y callejones y regresa con su respuesta.
El animalito, a gran altura, vuela hacia el poniente y antes del mediodía aterriza al ras de los tejados del pintoresco puerto. Busca en las callejas, hurga entre las plazas, hasta que por fin la descubre. Está adornada con la blanca espuma que fabrica el agua en una fuente. Recargada en un barandal, tiene el cabello suelto y lleno de luces que se confunden con los destellos de los chorros de agua. Tiene una sonrisa eterna y una fascinación que la desparrama como gotas de lluvia.
La doncella se sorprende por el ave que se posa sobre la baranda. Llama su atención el papel en una de las patas y el misterio la invade. ¿Qué es esto? ¿Acaso es el hechizo esperado desde los cuentos de hadas leídos cuando era niña? Es muy grande la tentación, pero no se acerca. Está encantada con la imagen, pero no se atreve. Le brillan los ojos. Observa al ave que sigue en el mismo sitio. ¿Una paloma mensajera? No se explica el embrujo, que a su edad, es inconcebible. ¿Es quién debe recibir el mensaje como en la Edad Media de su enamorado? La sorpresa, y una gran curiosidad, la empujan, y con el temor de que emprenda el vuelo, desata el pequeño rollo, lo extiende y lee con avidez un poema escrito.
“Por favor contéstame, dime algo. La paloma te está esperando”. Dice la posdata.
Cuando termina, siente una danza por su cuerpo y un deseo incontenible por responderle. Mira a la emisaria. No quiere terminar con la emoción de la tarde y escribe la respuesta. Las palabras le salen espontáneas sobre un pedazo de papel; “Estoy sorprendida por la forma y el medio con el que me buscas. Me has transportado en el tiempo y me quedo con la piel erizada”
Sin creer lo que está pasando, amarra el mensaje. El ave, al sentir el encargo, alza el vuelo y se pierde en las alturas dejándola con el estupor en la cara.

II
Ya es de noche cuando escucho, con el zureo, el regreso de la paloma. Abro la puerta y la miro sentada en el portal de mi refugio. Sonrío al percatarme del recado. Aún no termino su lectura, cuando ya siento el aguijón del hechizo por la dama; una punzada deliciosa que se me clava en el cerebro, como una espina que se enquista. Y doy rienda suelta a la alegría.
Durante la noche redacto otro mensaje y cuando aún no amanece, ya la recadera vuela por el mismo rumbo que un día antes había recorrido.

III
El ave llega al puerto. Después de buscarla, la encuentra camino a casa y se posa en la repisa de una ventana. Ella, incrédula, se desconcierta por lo que le sucede. Desata el nudo y una oleada de mariposas invade su piel. Lee el primer párrafo, y cuanto más avanza, la cara se le llena de alegría. ¡Cuántas palabras bellas hay en el escrito! ¡Cuántos colores encuentra en los paisajes que ahí se le relatan!
Lee emocionada: “¿Cómo haces para arrancarme tantas letras? ¿Acaso será tu lejanía la que me hace dar rienda suelta al pensamiento? ¡Qué antojo el mío por abrazarte y de saciar mi sed de ti! El primer mensaje me llegó con la magia de tus palabras y me las comí como si fueran un racimo de uvas. Mis labios, testigos de mis arrebatos, cómplices de mis locuras, guardan secretos para cuando te tenga cerca”.

IV
Los mensajes continúan por varios días. La paloma ya sabe el camino y la pasión que ha nacido entre nosotros. Ella, la dama elegante. Yo, el soñador incansable, inventor con poemas, de las tardes con nubes blancas.
Ella está embrujada en medio de un mar de luz y con el misterio de las letras plagadas de emoción. Cuando está sola y deprimida, las lee y son un bálsamo para sus sentidos. Yo, al escribirlas, me alegro por haber encontrado cómo llenar mis noches solitarias.
Mis poemas se convierten en la larga estela de un cometa, para que ella las mire suspendidas en el cielo.

V
En unos de los tantos vuelos, la paloma no la encuentra. La busca por todo el puerto. Revolotea con desesperación. El mensaje sin entregar le desespera. No puede cumplir con el encargo y se desorienta.
La mujer se divierte en algún lugar, lejos, entre amigos y fiestas. Risas, vino y un encuentro ocasional. Una mano sobre su hombro la acaricia. Pero es diferente. Ahora extraña el embrujo y el deseo de leer a su poeta.
El retorno de la enviada se me hace eterno. ¿Mis palabras la habrán ofendido? Sé de los riesgos que corre la mensajera de amores. Las horas son como campanadas desde las torres de una iglesia, que con una lentitud pasmosa, me trastornan. Acudo a los libros para no calcinarme a fuego lento.
El ave, al no poder entregar el encargo, vuela sin rumbo. Cuando llega la noche, tiene las alas cansadas y se posa a reponer las fuerzas en un lugar recóndito.
Al segundo día, con el viento en contra y con lluvias repentinas empañándole la vista, la emisaria retoma el vuelo hacia el oriente, después vira hacia el norte y luego retorna al sur. Está perdida. No encuentra a la bella dama. Está exhausta. Vuela por encima de los tejados. Los soplos del aire frío la desorientan, pero es mayor el deseo de entregar el encargo, que la necesidad de detener la búsqueda. Con el ocaso, encuentra un lugar para pasar la noche. Picotea entre la hojarasca en busca de alimento. Duerme afligida en la espesura de un árbol canoso. Yo desespero al no recibir noticias.
En la mujer, el incierto penetra. Está lejos de casa. Un remordimiento la asalta. No sabe hasta dónde dejará entrar al desconocido poeta que la acecha. La curiosidad implacable le muerde las entrañas con una delicia indescriptible, que su mente, en el intento de ser fría, le increpa.
Después de dos noches durmiendo fuera, regresa al puerto.

VI
Guiada por el perfume femenino, al tercer día, la paloma llega al patio de su casa. En la recámara, junto a un mueble, mudo testigo de los deseos reprimidos, ella está sentada en una silla, frente a la ventana. Parece que duerme. Al escuchar el aleteo en el cristal, la dama se sobresalta. Abre la ventana, desanuda el mensaje y sonríe al leer las palabras que forman un poema. Las letras resquebrajan la última muralla de su mente fría y se deja arrastrar por los escritos del misterioso, que le calan en lo más profundo de su mente.
La mensajera sabe que ha cumplido, desprende sus patas del pretil y vuela de regreso.
En la recámara, los ojos de ella se empiezan a humedecer con un especial brillo.
Al final del poema, encuentra unas preguntas, últimas estocadas que le rompen el corazón a jirones; “¿A qué sabrán tus suspiros en mi oído, tus manos en mi cuello, tus brazos rodeándome los hombros, tus labios posados en los míos? ¿A qué sabrán las sábanas blancas llenas con el aroma de tu piel?”
Un calorcillo que le nace desde las piernas y le sube hasta el cerebro, la llena de un placer nunca antes percibido, de coquetería femenina y de un interés por conocer a quién se atrevía a acariciarle los ojos con palabras cada vez más encendidas. ¿Cómo es que había podido conocerla y decirle que era hermosa?
“La próxima semana voy a visitarte. Llego en el barco que atraca en el muelle, la tarde del martes. Te buscaré hasta encontrarnos”. Se lee al final del escrito.
Se queda perpleja e incrédula. “¿Vendrá a buscarme?”
No puede dormir esa noche ni las siguientes. No sabe si se atreverá a recibirlo.

VII
En el pequeño barco, los marinos se arremolinan sobre la cubierta y se preparan para atracar. Lanzan las sogas hacia los postes de acero en el muelle. Varios pasajeros empiezan a salir y se entrelazan con los brazos que los esperan. Entre la multitud, hay una mujer escondida. No hay duda, sé que es ella y siento un hormigueo en el pecho. Intenta esconderse en unos anteojos negros y no se atreve a enfrentar mi mirada. Desde que doy el primer paso en tierra firme, sabe que soy yo quien avanzo y no tiene el valor para esperarme. Da media vuelta y confundiéndose entre la gente, se retira con prisa.
Su corazón le ordena regresar, pero sus pasos se van hacia la dirección opuesta, casi corren. La alcanzo con mi mano en el hombro y siento por primera vez el calor de su piel. Ella cierra los ojos. No quiere voltear la cara. Hace el intento de abrir la portezuela del auto y huir por las calles. Con el corazón estrujado quiere escapar, pero no puede. Siento un temblor en todo su cuerpo.
Unos pájaros alzan el vuelo sobre el cielo que nos cobija y regresan al mismo árbol para perderse entre el follaje y seguir llenando la tarde a trinos.
Ella se desmorona cuando mis brazos la rodean por la espalda y le acaricio el cuello con mi aliento. Aspiro su perfume. ¡Nunca imaginé que tendría un aroma tan distinto!
Los pajarillos siguen con sus cánticos, y de pronto, como si se pusieran de acuerdo, callan. Quieren escuchar los suspiros que ella lanza y el sonido del primer beso. Se asoman por entre las hojas y con los ojos perplejos, se dan cuenta de nuestro apasionado encuentro.
Mientras tanto, el barco zarpa rumbo al siguiente puerto y se pierde en medio de un mar de luz dejando una huella de borbotones en la superficie.
––Mira la luna ––le digo al oído––. Parece ser la suma de los brillos de tus ojos. Ojala alguien pudiera amasar a nuestros cuerpos, hacer uno solo; tus piernas con mis piernas, tus brazos en mis brazos.
–– Vamos a casa, tú conduce ––. Me dice mientras le miro los ojos luminosos.
Es tiempo de jacarandas. Nos llenamos los zapatos de flores lilas mientras caminamos hacia el auto. Cientos de pétalos violetas están enredados con las hojas verdes y amarillas. Parecen estar enamorados.
Subimos al automóvil y ella me guía por las calles angostas.
Empieza la noche llena de silencio. El sol ya se ha ocultado por encima de las colinas y por atrás de la niebla que empieza a desprenderse del mar. El aire golpea las ventanillas del auto y me trae su perfume de mujer. Admiro su piel bronceada, las ondulaciones de su pelo y el perfil con su par de labios que me encandilan. Tengo un enorme deseo de estacionarme en la orilla del camino, pero me contengo.
Ella, con disimulo, mira mis manos.
Llegamos a su casa, y con recato, me pide que le de más tiempo. Tiene que respirar profundo. Está llena de sonrisas contenidas, de deseos amarrados. Nos quedamos en silencio mirándonos.
––Me siento extraña –– dice al fin––. ¿Estaremos haciendo lo correcto?
––No lo sé ––digo mientras busco en sus ojos una invitación para besarla––. Sólo quiero perderme entre tus labios, fuente que salpica gotas de luces y de brillos. ¿Es que aún no te has dado cuenta?
––No me dejas ni respirar ––me dice.
–– No puedo creer que te tenga tan cerca. Te he escrito sin parar en mis soledades.
––Déjame que suspiro ––dice––. Entremos a casa. Ahora que estás aquí, no sé cómo comportarme. Te invito, pasa para que conozcas el lugar en donde vivo.
Voy tras ella mientras quiere abrir la cerradura de la entrada. No la dejo. Me recargo en la puerta y la abrazo.
––De acuerdo, pero antes de que entremos, quiero decirte que en cualquier momento, cuando tú lo pidas, me detengo. Aunque siempre lo he deseado, no quiero invadir lo que no permitas. Ten la seguridad en ello––. Musito.
––Gracias, eres muy amable en decirlo, entra.
Abre y nos sentamos en una pequeña sala llena de detalles. Le tomo las manos.
––Aunque no estaba errado al imaginarte, me siento extraño. No sé por dónde empezar para conocerte. Quiero empezar por tu corazón. ¿Nunca te han mordido el corazón? Para besarte empezaría por tu voz. ¿Nunca te han besado la voz antes de que salga de tu boca?
––Estoy muy emocionada, me tienes sin habla, espera un minuto, vas muy de prisa, dame tiempo para asimilar lo que me dices. Me enamoraste con tus letras y poemas. ¿Quieres tomar algo?
––Primero, un vaso de agua fría. Después una copa de vino. Eres una mezcla de emociones y de sentimientos. Ante tu presencia, se me eriza la piel. Siento como si una brisa acariciara mi cuerpo. En el barco te escribí un poema.
––Me encanta lo que me dices, en cambio yo, pensé que sería más fácil mirarte a los ojos. ¡No sé lo que me pasa! ¿Cuál es ese poema?
Busco en mi maleta un sobre repleto de papeles escritos a mano.
––Este es, lo hice imaginándote a la orilla del mar, con la piel dorada por el sol.
Y se lo leo. Ella escucha cada palabra sin parpadear. Cuando termino de leer, suspira y lanza una exclamación de asombro.
–– ¡Divino, me encantó! ––y se abraza a mi cuello.

VIII
Ella prepara la cena y las copas de vino. Rebosantes, poco a poco minan su resistencia.
––Estoy ebria de tanto amor y de tantas copas ––me dice mientras me cubre con el lienzo de una larga mirada.
Sentados en el sillón, ella se recarga en mi pecho. Le acaricio las mejillas. Noto cómo su delicado cuerpo, en una ola de ternura, se va quedando dormido. Tiene los ojos cerrados y los labios entreabiertos, como esperando un beso. La levanto en brazos para llevarla a su recámara y ella se deja hacer. Alarga los suyos y los enreda en mi cuello. Sus piernas dobladas y el cabello revuelto. Abro la puerta y miro las sábanas blancas en la cama. Parece que nos esperan. La tensión me sube y entumece el pensamiento. Estoy ahí con ella, como siempre lo imaginé. Pero se ha quedado dormida y no quiero romper la promesa hecha.
Me acerco a la cama, retiro las sábanas y la recuesto lentamente. No quiero despertarla. Cuando ella siente la almohada en su mejilla, una leve sonrisa se le dibuja en los labios. Ahora sé que está despierta. Me enderezo y la observo durante un momento. Apago la luz y me dirijo hacia la salida en medio de la penumbra. Una suave luz de luna, que entra por la ventana, ilumina débilmente el piso junto al mueble mudo.
Llego hasta la puerta, tomo la perilla y me detengo. Volteo a mirarla. Sigue quieta. Me resisto a salir sin tenerla desnuda bajo las sábanas. Se puede escuchar el silencio de la recámara, su respiración, el latir en mis venas. Miro el cuadro de luz tenue que la luna pinta en el piso. Un solo gesto, una sola voz, un leve gemido, un tierno suspiro, serían suficientes para regresar y recostarme a su lado y pasar enamorados muchas noches juntos.
La noche, como ella, está inmóvil. Yo por dentro, hiervo. Por la ventana, más allá de los tejados, se divisa un nuevo barco en medio del mar iluminado con la luz del puerto.
En el quicio de la puerta, con un pie en la sala, y el otro en la isla, sigo solitario con los delirios de poeta.

La hija del cubero


Artidoro Gracia, Junio/09

El mozo estaba enamorado de la hija del cubero del pueblo.
— ¿De qué tamaño es tu amor? —le preguntó ella un día.
—Tan grande que no lo podrían medir ni los ojos de un buen cubero —le respondió el joven.
Incrédula, lo fue averiguar con su padre.
—Es tan inmenso que no lo sé —le contestó éste.

Soberbia


Artidoro Gracia, junio/09

“Ven a mí”, insistió la montaña al hombre soberbio. “Acércate y medita en mis faldas” le reiteró con ahínco durante varios días. “Ven tú” le contestaba una y otra vez el altanero. Hasta que la convenció.
Alud de piedras y lodo sepulta a hombre, apareció en los periódicos al día siguiente.

sábado, 6 de junio de 2009

Flor de Babel

Artidoro Gracia, junio/09

Fue construida por varios hombres. Uno le formó el tallo con sus brazos fuertes; otro le construyó sus pétalos con sus recias manos; aquél le puso el perfume con el aroma de su aliento; uno más la pintó de color rojo terciopelo con dos poemas; otro le colocó a besos unas hojas verdes; otro más le moldeó el cuerpo con su mirada.
Terminó siendo de todos y de nadie. Se sentía muy sola. Hasta que llegó uno más fuerte, y aunque era delicada como una rosa, la deshojó como a una margarita.
Hasta entonces supo lo que era estar acompañada.

Gato de tres pies

Artidoro Gracia Junio/09

¿Para qué me buscas el cuarto pie si sabes que uno lo perdí en la trampa de los ratones?
Le pregunta un gato manco a otro.

jueves, 4 de junio de 2009

Cuatro millonario


Artidoro Gracia, junio/09

Cuatro era un número muy pobre y flojo. Un día, pintado en el piso, los niños le aventaban piedritas junto a la puerta de un colegio, hasta que de hambre y aburrimiento se quedó dormido. Unas niñas que jugaban con seis aros, los dejaron olvidados junto a él.
Cuando Cuatro se despertó, pensó que tenía seis ceros y se sintió un Número Millonario.

Círculos de fuego


Artidoro Gracia, mayo/09

Sube a la cima de la colina cargando antorchas y una caja de cerillos. Abajo, en el valle, las aguas están tranquilas y controladas. Sin embargo, al hombre aquél le gusta jugar en las alturas con el fuego entre sus manos. Hace malabares arriesgándose el pellejo, practica piruetas y baila en la cuerda floja con los círculos que arden, como si fuera un malabarista del circo que se estacionó en el pueblo.
De madrugada, cuando el alcohol lo embrutece, inicia las cabriolas. Da saltos arriesgados cambiando el pie, mientras una antorcha gira con desequilibrio, otra hace círculos chispeantes y casi colisiona con los otros aros, y una más, no menos peligrosa, irrumpe con escandaloso brillo quemándole los dedos.
Allá, en el horizonte plano, las casas blancas con tejados rojizos se encuentran apacibles, se llenan con los cantos de los gallos, que sueltos, vagan por los corrales buscando a sus gallinas.
El hombre, en el filo de la navaja, está a punto de cruzar la línea delgada de la prudencia. Los círculos de fuego andan por el aire cruzándose en el río revuelto de la prisa. Cambia de pie y de manos, mientras su cabeza es un completo caos.
Una piedra en donde se apoya es de barro. Se deshace cuando las llamas chocan entre sí en la orilla del despeñadero.

Oveja negra




Artidoro Gracia, junio/09

Cuando la oveja negra contaba hombres brincando la cerca para poder dormir, uno de ellos se le abalanzó encorajinado y le quitó el sueño. Desde entonces la oveja padece insomnio y se porta mal.

martes, 2 de junio de 2009

Acné lunar


Artidoro Gracia /junio 09

En su adolescencia, la luna padeció de acné. El mal avanzó muy rápido por su cara, probó todos los ungüentos y lo único que la curó, fue la crema de conejo.

lunes, 1 de junio de 2009

Marianita


Artidoro Gracia/junio 09

Creo que a Marianita no le habían dicho en su pueblo que era una mujer muy hermosa, porque cuando se lo dije, se le enrojecieron los cachetitos, se enrolló hacia adentro de ella y se hizo tan pequeña que desapareció.

Mirada que asesina


Artidoro Gracia, mayo/09

Es tan intensa la mirada que la siente como un aguijón en la espalda, como flechas en el cuello. Gira la cabeza por encima de su hombro para conocer quién se la envía y una atractiva mujer la disimula. El hombre se lleva el tenedor a la boca, sigue comiendo, sin prisa, pero inquieto por aquellos ojos penetrantes. Los siente de nuevo en la nuca. Voltea con rapidez y ella le sostiene la mirada por un segundo con una ensayada coquetería.
Él se deja llevar. Su instinto está opacado por esos ojos que lo arrastran. El movimiento de la mano de la mujer, con una inusitada delicadeza, es una señal que él capta como una obvia invitación.
Continúa con la ensalada y resiste el par de ojos negros, misteriosos como la tarde, agudos como cuchillos en sus carnes blandas.
Afuera llueve.
El agua cae a chorros sobre los toldos de las terrazas. La noche baja con un color oscuro y lo deposita en el pavimento de las calles y entre los árboles mojados. Pequeños riachuelos como culebras sucias meten sus cabezas interminables y se escabullen por las alcantarillas.
La mujer calcula el tiempo y lo deja correr como la espuma que se desliza en el tarro de la cerveza.
Pasa a su lado con el hilo sensual de su perfume. Resultó ser más alta de lo que aparentaba. Con el movimiento de su cuerpo, lo invita a seguirla. Como si ya tuviera práctica, en sus movimientos están medidos los segundos para que él pida la cuenta, pague y salga tras sus pasos.
Ya afuera, la sigue bajo el color gris de su paraguas; ella lleva uno rojo. El contoneo de las caderas responde también a un plan premeditado. Se salpica la minifalda y las medias con la lluvia. Un auto negro arranca el motor, enciende las luces y empieza a rodar con sombrío silencio en la acera de enfrente.
Ha dejado de llover. Las paredes están empapadas con una neblina que se resiste a levantarse de los árboles y de una banca solitaria en la esquina entre dos farolas. Los ríos de agua fluyen por las orillas de la calle recogiendo las últimas gotas. Son las víboras que enlodan la ciudad en las noches lluviosas.
Él la sigue y la alcanza por el codo.
— Hola. ¿Te acompaño? — le pregunta.
La dama simula estar intrigada. Finge sorpresa y responde con una femenina sonrisa provocadora. No se detiene y lo obliga a caminar de prisa rumbo a la oscuridad.
— Es tarde, deja que te acompañe — le insiste.
Lentamente, el auto se mueve a la velocidad de las manecillas del reloj de quien lo conduce.


Se despierta en un cuarto, hecho un ovillo en un colchón maloliente. Una venda negra le tapa los ojos. No sabe en dónde se encuentra ni lo que le ha pasado. El dolor en las muñecas le hace mover las manos y se da cuenta de que las tiene atadas. Intenta zafarse pero el dolor aumenta y se queda quieto. Quiere sentarse pero las piernas no le responden, las tiene dormidas y se ladea como un torpe. Otra correa lo ata del cuello. Tiene hambre pero no le importa.
La pesadilla es la realidad que le cae encima y el pánico se le mete en las entrañas.
La dama está ahí con el mismo perfume que usaba en el restaurante. Sentada en una esquina del cuarto, sonríe cuando el hombre hace el primer movimiento. Se le acerca en silencio y de un tirón le arranca la venda de los ojos. El hombre reconoce la mirada penetrante que lo cautivó. Ahora es como un cubo de hielo, gris y sin expresión.
— Negocié hasta donde pude, pero no quieren pagar por ti ni un centavo— Le dice mientras le recarga el cañón de una pistola en la nuca.
Afuera llueve.
Un rayo con sus largos brazos, resquebraja el cielo como si estuviera hecho de un cristal negro y dibuja en él, un enorme y siniestro rompecabezas.