domingo, 19 de abril de 2009

Conflicto de Conciencias

Artidoro Gracia/noviembre 2008

Aún y con el calor de unas cuantas copas encima, con las cuales dicen, uno se envalentona, me llené de cobardía. Me enrollaron en el plan para acabar con ella; de matarla si no cambiaba mi actitud en esa misma tarde.
En la segunda planta de una casa de mala muerte y a través de las ventanas abiertas del cuarto, entra la brisa que viene desde la bahía. Alrededor de una mesa redonda cubierta por un mantel ajado, tres matarifes, fraguan la infamia y tratan de convencerme. Por supuesto que no estoy de acuerdo, y aunque la defiendo, sucumbo ante la mayoría de votos: son tres contra uno. Quieren imponer sus reglas. Dicen que los “uno para todos y todos para uno” y los “cuatro es mejor que tres” deben predominar por encima de mis razones. Argumentos ramplones que esgrimen para hacerme cambiar de opinión. En el ambiente flotan las fichas de dominó revueltas, los restos de cigarrillos se desbordan en los ceniceros desbordan, los huecos por falta de muebles están repletos de maldiciones y abundan las botellas vacías de cerveza y vino. Impera un desorden sucio.
Las rejas de madera en la terraza, entintadas con un café castaño claro, parten en varios cuadros la mirada hacia un mar increíble y limpio. Observo a lo lejos, a través de esa retícula, a unos yates que, meciéndose con el viento, descansan de la borrachera y del banquete de estrellas que se dieron durante la pasada noche. Con sus velas izadas parecen lirios encendidos por la flama del sol que abrasa la tarde. Una moto acuática surca las aguas lanzando chorros de espuma por ambos lados. Es como un cuchillo que rasga la carne azul del mar.
–– Cuanto antes mejor –– dice el que, por su propia decisión, toma el papel de jefe de la pandilla –– no nos podemos arriesgar a que sigas en esa postura; es peligrosa para el equipo.
Se queda en silencio y me mira directo a los ojos como si yo fuera para él un desadaptado, mientras que con las manos en las sienes, me controlo. Estoy alerta ante cualquier movimiento extraño que haga el resto. El humo del tabaco quemado y el asalto a la razón, se desparraman por el cuarto con el aire del abanico en el techo. Me encomiendan aniquilarla, si es ahora mismo, mejor. Para seguir con ellos es requisito actuar de inmediato. El “no vayas en contra de la corriente” quiere imponerse. No desean volver a verla, ni oírla protestar contra lo que se hace en el equipo; les estorba; que me darán la última oportunidad; que tengo que elegir; entre los amigos, los de siempre, los juerguistas o enterrarme con la Conciencia impoluta.
El plan, para ellos, está listo y hay que cumplirlo. Salgo con la pesada carga de Conciencia y cabizbajo ruedo con ella por la pendiente de las calles curvas, estrechas y empedradas, con paredes altas en ambos lados, llenas de nichos y de flores lilas. Esquivo con prisa a la gente que sube. Llego al malecón y la humedad de la espuma, que al estallar contra la roca se dispersa en el aire, me rocía y moja la cara. La Conciencia está sentada en mis hombros recargando los tobillos en mi pecho. Sus manos me acarician el cabello y con su aliento, me hace entrecerrar los ojos. Si quisiera arruinarla, bastaría con rasgarle los brazos y lanzarla al despeñadero y que se ahogara en ese bravo reventar de olas. Entonces podría subir a trote por la empinada cuesta de piedras y unirme al grupo, con la baraja y el cubilete en mano, bebiendo de la misma botella. ¡Misión cumplida, gañanes!
“Acaba con ella y arrójala al desfiladero, no hay nada como los amigos” ––me dice alguien por el lado izquierdo.
“Nadie es capaz de matar a su propia Conciencia”–– escucho a una voz por la derecha.
Dudoso, con la disyuntiva sin resolver y con la ansiedad hiriente, me siento en el muro contenedor de mareas con las piernas colgando hacia el ronco mar. Y empiezo a sentir la frescura de sus aguas, de la brisa y de la vista de velas que me lava el rostro y purifica el alma. La Conciencia a mi lado, sin saber que ha sido condenada al cadalso o al patíbulo por el grupo, está tranquila. Su actitud serena contrasta con mis adentros, que como la bahía, se empiezan a violentar. Comparo a la Conciencia con la sencillez de las gaviotas que estallan sus trinos, mientras sus brillos blancos, salpican el azul del cielo y resaltan en las piedras prietas en donde se posan; libres, sin el temor del fastidio, al encierro o a las consignas premeditadas. Y pronto me llega el arrepentimiento. No tengo porque devastarla ni estar angustiado por ello. ¡Que la Conciencia se quede libre y que con sus alas roce las crestas de las olas! ¡Que recoja la espuma brillante que brota en esos picos y se trague a los peces y caracoles cuando tenga hambre! Volteo a mirarla, y ella, como un holograma, se confunde con el volar de las gaviotas. La abrazo y percibo el calor de su fortaleza. Por eso me siento como un cobarde. Me dejé engatusar por las mentiras de los amigos.
Con su plumaje blanco me construyo un par de alas grandes, recias y libres de podredumbre. Decido enfrentar a los malhechores. A las calles las subo a grandes zancadas y a las escaleras de la casa a brincos por cada tercia de peldaños. Por fortuna, el cuarto de los malvivientes está vacío. Ya se han marchado. Seguro fue que cuando salí, masacraron a sus Conciencias o a lo poco que quedaba de ellas. Están tiradas en el piso como rompecabezas de mil dragones. Parecen hojas de papel marchito, como desechos de trapos, olvidadas a su suerte en un rincón y entre el polvo rancio. Los rufianes no quisieron lavarlas en la caleta. El trío ha partido sin ellas, abandonándolas como a una sola. No iba a ser yo quien las levantara, ni tenía por qué hacer ese trabajo; llevarlas a cuestas hasta el lavadero del mar. Allá ellos. Al tiempo hay que darle un poco de años. ¡Ni un gramo más de nada! Un olor avinagrado me inunda la nariz y rompo los ceniceros, recojo las latas de cerveza, despego los posters chulos, pinto las paredes de blanco y lavo las maldiciones que revolotean entre las aspas del abanico. Quemo las palabrerías chuecas y vanas, las chapuzas y triquiñuelas, las mentiras y el vicio, las ofensas a los inocentes. Sacudo el polvo, enjabono los pisos y el cuarto se queda pulcro; como si fuera un recién nacido.
Mi Conciencia, con la sonrisa pintada en los ojos, se siente honrada y complacida. En un último intento quiere hacer algo por las otras, pero ya es demasiado tarde. Los gruesos tentáculos están profundamente enraizados en los laberintos de los callejones locos.