martes, 5 de mayo de 2009

Fuego abrasador



Artidoro Gracia/diciembre 2008

Un juego de luces multicolores y de rayos láser, cruza el ambiente cargado de humo de cigarrillos y de neblina artificial. La música estridente satura la pista atestada por jóvenes que bailan a brincos. La alegría está presente en todos los cantos y caras; al unísono, los coros festejan al ritmo del rock moderno. Las bebidas, el alcohol y los destellos saltan a chorros y se confunden con el sudor, lubrican los cuerpos que se balancean y se mecen al ritmo de la fiesta. Las risas y los cabellos húmedos completan un escenario escandaloso. Todos se divierten. No hay uno solo que esté agobiado por preocupaciones. Los cigarros construyen sus propias Torres de Babel rumbo a lo alto del techo de la discoteca. El griterío obliga la plática al ras de los oídos; el amontonamiento de siluetas y el roce de la piel, invitan a la falta de pudor ante la vista de los primerizos. La diversión a todo tren, galopa. A tope.
Por la mañana había hecho la cita.
Le pregunta en el teléfono; –– ¿Vendrás a la tardeada?––. Y se queda callado a la espera de respuesta.
Le llega un impaciente silencio, entonces, le insiste:
–– ¿Puedo verte antes? ––. Sólo se escucha la respiración lejana y el mutismo de ella. Se empeña en arrancarle algunas palabras. Por fin, se escucha la femenina voz con un tono que lo hechiza y le vuelca el pensamiento.
–– Ahí voy a estar en el café a la misma hora.
–– ¡Espera!––. Alza la voz cuando ella ya ha cortado la comunicación.
La boca del adolescente se seca en medio de una delicia que lo invade. En un intento inútil por retener las palabras de ella antes de que se escurran como delgados hilos de agua, retuerce la línea telefónica con una de las manos. Los dedos se le enredan en el cable, pero ya no las alcanza. Quiere decirle muchas cosas, que la ama, que quiere mirarla, que el tiempo se le hará eterno hasta ese momento en que se encuentren, pero el nudo en la garganta se lo impide y el clic definitivo es más rápido que su vano impulso de atraparlas. El silencio le cae como una lápida. Sin embargo, se queda ilusionado y la emoción por encontrársela más tarde le acelera los latidos.
El volumen del festejo sube al nivel que exige la alegría de los danzantes. Alguien arroja el vino de la copa al aire y otros lo festejan como una inocente y simpática ocurrencia.
Se alisa el cabello y la camisa, simula afeitarse el mentón y se mira de reojo en el espejo por encima de los hombros; primero en un perfil y luego por el otro. El toque final a su imagen jovenzuela se lo da con unas gotas de perfume. Con cuarenta minutos por delante, sale al encuentro en aquella mesilla escondida en un rincón del café de siempre. Cada segundo que pasa sin tenerla es un suspiro sin destino. Un cartucho quemado en vano.
En la diversión, los brincos del baile se suceden en cadena. Los contoneos llegan a ser hasta grotescos. El descaro y alborozo están presentes; la prudencia y sensatez yacen dormidas. La barra colmada de sedientos se atiborra entre botellas; vino, agua, ron... Las culebras de luces caprichosas se enredan entre sí y el calor se apretuja en las alturas; unos cables de color naranja empiezan a subir de tono.
El momento ha llegado. Los minutos pasaron como ráfagas de viento quemándole la cara. La demora fue interminable, y en su pecho, bulle el deseo por tenerla cerca. Llega la hora de la cita y ella se presenta tarde, después de diez minutos y treinta miradas al reloj en la muñeca. Y él se lo reclama, pero con la vista, no con las palabras… “¿Por qué llegas tarde?, me has quitado tiempo para poder besarte”.
Con el calor acumulado, lo naranja de los cables se torna negro. La sangre se expande a punto de salírsele en el pecho. Empiezan a derretirse, primero lentamente, luego se tornan gotas plásticas que caen sobre el falso plafón de yeso. La locura se le agolpa en el cerebro y le tiembla la barbilla. La humareda empieza a correr por los ductos del aire acondicionado. Enciende un cigarrillo, ella se lo invita; lo aspira y se le llena pecho de suspiros. La fiesta sigue en todo su apogeo y el olor a hule y goma quemados avanza entrando en todos los rincones. Sostiene el humo y le ayuda a calmar sus nervios tensos. La ansiedad por besarla brota. Aparece un chisporroteo sobre el techo. Se le iluminan los ojos con el brillo en la sonrisa de la amada. En el interruptor se achicharran los fusibles. Él se derrite al tocar las suaves curvas en el cuello. Es mucho el calor que se genera con la intensidad y el alboroto. La mano acariciándole la suya tiembla de repente. Ella duda y se sonroja. A gritos piden que le suban al volumen.
El deseo por tenerla lo desborda, la toma entre sus brazos y ella se resiste. Otro corto circuito funde lo que encuentra al paso. Su mente se bloquea con lo cerca del soñado cuerpo y con lo profundo de sus ojos, con la mirada la desnuda y ella con elegancia lo detiene. Las llamas brotan por rejillas. Hay ardor en los suspiros que él le lanza. Ella los sostiene con tímida sonrisa, y en él, la tez se le estremece, le quema las palmas de las manos y palpita.
El crepitar de las llamas pone en alerta a unos cuantos. Coloca los dedos en su sien queriendo conocer sus pensamientos y desea secar sus labios con los suyos, pétalos en erupción, alas de mariposas encendidas, ansía paladear el par de mejillas con sabor a caramelo. En un intento inútil de apagarlo alguien corre con cubetas de agua, no quiere levantar el pánico, afuera hay jóvenes que pretenden ingresar a la tardeada. Embrujado avanza su tacto por el pecho, la sangre fluye en los veneros. Las llamas se arrojan por cualquier rendija desde el techo, alguien chilla con en el espanto. Ella lo alborota con un suspiro y es correspondida con decenas de ellos.
Algo estalla en el fondo y surge la histeria colectiva. Avanza a lo prohibido y ella se pone alerta. Una voz de alarma se escucha por encima del bullicio de la fiesta. Se le enciende un foco rojo en la cordura. Cuando se dan cuenta, el incendio es incontrolable y desata la estampida. Ella reacciona y coloca los brazos en sus pechos como murallas protectoras de la pasión desanudada. Un grito provoca el tropel hacia las puertas. Él se siente estallar en candente espuma, bebe su aliento con deseo extraño y sorbe su mirada mientras ella se opone, florece el apetito loco por tenerla. Manan mil puñados de reacciones. La pasión es un interminable regocijo al contemplarla.
El fuego avanza por los conductos peligrosamente. Los chispazos y los ardores crecen, empiezan a hurgar intimidades con deseo incontrolable. Y quiere penetrar en el cráter ardiente de la piel despierta. Lo tiene tan próximo que adivina el cielo y la vuelve a desvestir con la mirada y ella se levanta. Arde la techumbre y la bodega de garrafas. Al mirar sus piernas largas y torneadas, en las venas fluye tórrida lava que quiere estallar arrasando poros y latidos, siente que delira, ella duda en la osadía que provoca. Los jóvenes se agolpan en las puertas que están aseguradas con candados por fuera, lloran, se aplastan con su propio peso. Él la quiere detener con palabras atinadas, se obceca en los intentos, desea fundirse en el volcán en forma de tonel que hierve.
El pánico explota entre el gentío, golpean las tablas del acceso, las llamas amenazan ya muy cerca. En el escape, todos brincan y arrollan mesas y las sillas, las cerraduras de la discoteca impiden la salida. Ella se echa hacia atrás, se protege en el asiento y él avanza incontrolado. Saltan chorros de chispas, alguien empuja a otro y éste a aquél. Las delicadas manos en el hombro al tratar de detenerlo lo incitan todavía más. Brotan campanadas de furor y de gemidos, el tropel llega desde atrás, forcejean en la asfixia, son atrapados por las lenguas de la lumbre, una jovencita es lanzada moribunda por el aire.
––Me asustas, tengo miedo––. Bolso en mano se separa con rapidez y se marcha con una estela de mujer hermosa, la reacción lo desconcierta, el delirio lo arrasa y cree volverse loco, las palabras le anudan la garganta y el calor hace que las trague, el cerrojo de sus labios, como grilletes, en una mueca indescifrable las atrapa no dejándolas salir, como un remolino se le acumulan en los dientes y en la lengua, se le agolpan con fuerza, apiladas y mordidas. Están revueltas, tan confusas que no las puede pronunciar, se atraganta y se tropieza en ellas; un “espera, no te vayas, te amo” caen en la batidora de las cuerdas vocales en un desordenado “amo te te no espera vayas” y se ahogan en el mortal encierro de su propia boca.
Los jóvenes luchan por sobrevivir, unos lloran, otros claman, aquellos arden, aquél se desfigura el rostro por el pánico y en el horror de morir por la falta de aire. Por fin se abren las grandes puertas y la discoteca escupe a los jóvenes a la calle, unos corren, otros quedan regados en la acera. Y en el saldo final, los socorristas tienden mantas blancas y encima de ellas colocan a seis jovencitos muertos. Ya no hay nada que puedan hacer por ellos; fallecieron bajo el fuego abrasador en ese infierno. Luego cubren los inertes cuerpos con lienzos blancos. Entre ellos y ante la vista de curiosos, un par de jóvenes amantes queda calcinado, juntos, en un estrecho abrazo. Espasmo terrible en la infructuosa búsqueda de ayuda mutua. Los bomberos apagan el siniestro.
Cuando ella parte, en él, el furor sigue latente. Saca una hoja de papel blanco con poemas torpes que le ha escrito en retacería suelta y la extiende sobre la mesa. En un gran esfuerzo, rompe la rigidez de la mueca y su boca lanza sobre los papeles a seis tímidas palabras que sufren por el fuego interno. Las toma una a una con las manos y las ordena ante la mirada curiosa de algún mesero. Son letras que quedan tendidas sobre el papel marchito. Dos de ellas que dicen “te amo” quedan juntas, abrazadas, y las cubre junto al resto, con una servilleta blanca manchada con el rojo carmesí del lápiz labial que dejó su novia.
Busca consuelo en un último deseo y pensamiento; “Nada ni nadie va a impedirme bailar con ella toda la tarde en la discoteca”.