jueves, 31 de diciembre de 2009

Noche y luna llena de Año Nuevo

Artidoro Gracia, 31 diciembre 2009

Hoy fue un día intenso como pocos. Empezó desde anoche con su luna llena, brillante en la punta de la cresta de un cielo negro y miles de estrellas como si fueran gotas de pintura esparcidas por aquí y por allá, con menos brillo, pero igual de hermosas como ella.
El sol llegó desde muy temprano, entró por las cortinas y empezó a calentar mi casa con delicia.
Durante el día de un azul inmenso, el aire soplaba fresco, limpio, y mecía los árboles sacudiéndoles las últimas hojas secas. Las tiró al piso, y después, las recogió cantando como si fuera el jardinero de la casa. Sin descansar, se siguió por el cielo, le barrió las pocas nubes y lo dejó tan limpio que parecía una pista de mármol que invitaba a danzar al ritmo de sus canciones.
Y yo absorto, paladeando el color del día, la calidez del sol y la frescura de la sombra de los robles en el patio.
Yo también cantaba y le ayudé al viento a recoger hasta la última hojarasca. Mis manos hicieron lo que a él se le dificultaba. Terminamos la faena siendo amigos y nos sentamos a esperar a que llegara la negra noche. Vendría de la mano de la luna llena.
Después, el viento me acompañó a recoger un poco de gruesa leña. No podía faltar en la chimenea para calentarme junto al gato que, hecho un ovillo, ronroneaba sobre mis piernas.
Ya estábamos listos para recibir a otro Año Nuevo. Y cuando mis ojos y oídos se llenaron de luces y de truenos, llegó acompañado de sus amigas; la noche y la radiante luna.
¡Que seas feliz, Año Nuevo!

lunes, 28 de diciembre de 2009

Tendidos en La Maestranza

Artidoro Gracia/diciembre, 2009


—¿Puedo entrar al museo? —le dije asombrado por la belleza de sus ojos verdes grisáceos y el par de hoyuelos que se le formaron en las mejillas cuando me sonrió. Yo estaba encandilado por el fuerte sol que se reflejaba en los ladrillos del famoso coso. Ella se recargó en el dintel del portón guareciéndose bajo la sombra de los anchos muros.
—Ya está cerrado —me dijo con una voz angelical, suave y profundamente encantadora. Su presencia fue un remanso después de haber caminado por las calurosas, estrechas y laberínticas callejuelas del centro de Sevilla que me llevaron hasta La Maestranza, la famosa plaza de toros de España.
—Hace quince minutos debí haber cerrado. Los sábados lo hago a las cuatro. Por alguna razón que no entiendo, me retrasé. Ya estaba en la puerta cuando tocaste —. Seguía sin moverse, Sólo se balanceaban sus labios y el pelo acariciado por la brisa que venía desde el Guadalquivir.
—Vengo de muy lejos y me perdí en los callejones. No quiero irme sin haber conocido la plaza de toros y su museo. Me voy en el primer tren de mañana domingo, sale a las seis. Por favor muéstramelo rápido, tomo unas fotos y sigo conociendo la ciudad antes de que anochezca.
—Bien, pasa por favor. La ventaja es que vivo aquí muy cerca, justo enfrente, al otro lado del río.
Desdoblé un mapa que traía en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Para ir a tu casa, cruzas el río por el puente Isabel II?
—Si, por ahí paso todos los días, me lleva menos de diez minutos llegar a donde vivo.
Seguía fascinado por su belleza. Usaba una falda larga, llena de florecitas violetas y rojas sobre un pulcro blanco y una blusa de un amarillo pálido que le combinaba muy bien con el color de su cabello castaño y el verde gris de sus ojos. El gesto de la sonrisa le adornaba deliciosamente el rostro. Me tenía maravillado. No quería hablar para no romper con la magia de su presencia.
Adentro, se sentía el fresco de las gruesas paredes. El recibidor de doble altura se iluminó con la luz del portón al abrirse. Fue como entrar al cielo acompañado por el ángel que lo cuidaba; la Princesa de La Maestranza.
—¿Y dónde exactamente vives?
—En la Calle Del Rocío. Es una muy pequeña que desemboca sobre Betis que es la calle que bordea el Guadalquivir. Pasa, aquí empieza el museo.
Su voz me tenía embelesado y no me di cuenta que ya estaba en medio de la primera sala.
Me sedujo aún más con el conocimiento que tenía de la plaza y de su museo. Era una experta guía taurina.
—En esta primera sala, se pueden ver los carteles más antiguos. Ese de seda está fechado en 1740. En las vitrinas hay representaciones de los servidores de la plaza en el siglo XVIII; timbaleros, desjarretadores y lanceros.
Entramos a la segunda sala, igual o un poco más grande que la primera. Casi le rozaba sus manos con las mías, sentía su aliento fresco, perfumado y seductor.
—Aquí hay un conjunto de pinturas del siglo XIX. Destaca la obra "Cogida de muerte de Pepe Illo", de Eugenio Lucas.
Sus palabras se me perdían. No le quitaba la mirada de los impresionantes ojos que como luceros le maravillaban el rostro. Sus manos parecían mariposas que aleteaban con sus colores sobre las altas paredes blancas. Su pelo se movía cayéndole sobre los hombros.
—La tercera sala está dedicada a la época de Belmonte y Joselito el Gallo. Aquí se pueden ver obras talladas en bronce. Antes de entrar a la última sala, salgamos a la arena. Es magnífica, puedes mirar las galerías, el Palco del Príncipe, los balcones, los tendidos y las puertas por donde aparecen los toros. Toma las fotografías que necesites, yo me adelanto y te espero allá en aquella puerta en donde está la cuarta sala —me dijo. Giró sobre sus pies y se fue despacio con coquetería.
La vi caminar con su cuerpo ondulante. Apunté la cámara para tomar fotografías de su espalda, enmarcada por los arcos de las maderas rojas de la techumbre. El blanco de su falda adornada con flores se recortó sobre el color café de la arcilla de la plaza de toros. Disparé en varias ocasiones hasta que su silueta se perdió en las sombras de la puerta al final del museo.
En cuanto desapareció, fui tras ella. Entré a la sala, y me recibieron unas cabezas de toros que colgaban en las paredes, unos trajes de toreros y capotes en las vitrinas y óleos y pinturas de autores contemporáneos en nichos iluminados. Pero ella no estaba. No sabía ni cómo se llamaba. Pensé que estaría, tal vez, retocando el rímel de sus pestañas y limpiándose el polvo de las zapatillas. Seguí esperándola. Antes de terminar el recorrido, al llegar a la puerta de salida, algo me hizo volver la cabeza hacia una galería. Era un pequeño cuarto que estaba a un lado de la sala, como un lugar reservado y especial. Entré. Sobre la pared, estaba un rótulo con la leyenda; “Tragedias en La Maestranza”.
En el primer cartel, tapizado de imágenes y textos, estaba descrito un drama ocurrido en mayo de 1992. Se veía a un torero ensartado por los pitones de “Cabestito”, un enorme toro, muy basto, fino, y muy fiero que le partió el corazón en dos pedazos como si hubiera partido una manzana de un solo golpe. La arcilla se manchó de un color rojizo y los espectadores cubrieron sus bocas para que no salieran gritos de espanto. Las escalofriantes imágenes y el trágico relato me impactaron.
Mientras esperaba a que la mujer regresara, miré varios cuadros que relataban la muerte de toreros o de valientes y aguerridos banderilleros. Empezaba a impacientarme.
Casi al final de la salita, en una fotografía, se miraba a un toro volando por encima de los burladeros, parecía como si fuera un camaleón encorvado, aferrado a las tablas, brincándolas ante los ojos y bocas muy abiertas del público. En medio del coso rojo y oro, altar en donde se veneraba la fiesta, la gloria y la tragedia, algunos despavoridos, desparramaban las bebidas al aire ante el ataque bravío del morlaco gigante y el peligroso acecho de las astas filosas.
Y ahí estaba ella, con el mismo pelo bailándole por encima de su cabeza, despeinada ante la embestida de la fiera. Con la misma mirada verde grisácea que me había recibido en la puerta de este templo de la muerte festiva. Bajo la fotografía, alcancé a leer: “Pilar Marcial, joven mujer, muere por los pitones y pezuñas de imponente morlaco que voló por encima de los tendidos y le astilló el pecho como si fuera un espejo de cristal”.
Mi corazón se estrujó, era ella, sin duda, ahora sabía su nombre. Era la misma mirada brillante, el mismo cabello revuelto. Grité llamándole. Un frío y denso silencio me respondió. Afuera, sobre las tablas de los tendidos, se escabullía y silbaba el aire. Era como una lúgubre melodía. Unos pequeños remolinos levantaron polvo del redondel.
Estupefacto y como si flotara, salí de la plaza de toros, por la puerta en donde me la encontré. Sentía un escalofrío en la espalda y las manos me sudaban. Un temblor en la barbilla y la incredulidad invadió mi cabeza. Corrí por la orilla del río. Un pequeño barco carguero navegaba hacia el sur aventando un hilo de humo al cielo. Más adelante, montado sobre el Guadalquivir, estaba el puente Isabel II. Al otro lado, algunas calles que nacían del borde del río, estaban con una mitad en la sombra y la otra iluminada por la tarde. En algunas de ellas vivía Pilar. Abrí el mapa con temblorosas manos y localicé la Calle del Rocío, en donde ella dijo que vivía. Estaba a unos cien metros al sur de donde desembocaba el puente. Corrí para cruzarlo. No me quedaría con la terrorífica duda.
Llegué a la calle. Ésta era muy corta. Era seguro que todos los vecinos se conocían entre ellos. A la primera persona que me encontré, un hombre ya viejo y de mirada cansina, le pregunté por Pilar Marcial. Incrédulo y sorprendido me respondió con dos preguntas.
—¿A Pilar?… ¿En dónde… en dónde la miró?
—Allí en La Maestranza —le respondí mientras señalaba con el índice las torres de ladrillo que sobresalían al otro lado del río.
Y me dijo desesperado masticando cada palabra y con un dolor en la boca.
—¡No puede ser que la haya visto. Ese maldito lugar lo cerraron desde la muerte de mi Pilarcita!

domingo, 13 de diciembre de 2009

Sin tinta en la vena

Artidoro Gracia, 2009

Durante la noche, la pluma, con frenesí, dejó un rastro azul en unas hojas blancas sobre la mesa. A la mañana siguiente, unos ojos azorados intentaban descifrar lo escrito. Los trazos azules, titubeantes, de pronto eran unos puntos azules, y después, unas pequeñas gotas rojizas a la orilla del desfiladero. Abajo, tirada en el suelo, estaba la pluma, desfalleciente, seca, casi muerta. Ya no tenía tinta en la vena. Los ojos se cerraron al mismo tiempo que las pastas del libro. No había ya, más poemas .