Artidoro Gracia/enero 2009
I
En una isla, solitario, escribo durante largo tiempo y formo pilas de papeles que custodio con mucho celo. Sin explicación y con delirio, de pronto me llega un intenso deseo por mostrarlos a alguien que tenga la magia tantas veces esperada; a una mujer que me alivie el desconsuelo de los amores extraviados y en dónde anidar la soledad de mí escritura.
Intuyo que esa mujer vive en el puerto, al otro lado del mar y que puedo encontrarla en cualquier momento.
La afición por las palomas mensajeras que domestico, es el medio y una forma emocionante para poder hacerlo. Las enviaré en su búsqueda.
Una mañana, muy temprano, decido iniciar con la osadía. En la pata de una de las aves amarro el primer escrito y le doy instrucciones en voz alta.
–– Anda, ve a buscar a mi bella dama. Vuela hacia el poniente y antes del mediodía llegarás al puerto. Por las señas que te voy a dar, sabrás cómo es la mujer que vayas a buscar. La reconocerás de inmediato. Cuando sonría, que un par de comisuras se le dibujen en los labios, que su pelo esté suelto y perfumado, que tenga el color de miel pintado en su cara y la mirada llena de perlas. Que posea un hechizo en los ademanes. Cuando mires su silueta de musa y el cuello de cisne en celo, la habrás encontrado. Búscala por las plazas, patios y callejones y regresa con su respuesta.
El animalito, a gran altura, vuela hacia el poniente y antes del mediodía aterriza al ras de los tejados del pintoresco puerto. Busca en las callejas, hurga entre las plazas, hasta que por fin la descubre. Está adornada con la blanca espuma que fabrica el agua en una fuente. Recargada en un barandal, tiene el cabello suelto y lleno de luces que se confunden con los destellos de los chorros de agua. Tiene una sonrisa eterna y una fascinación que la desparrama como gotas de lluvia.
La doncella se sorprende por el ave que se posa sobre la baranda. Llama su atención el papel en una de las patas y el misterio la invade. ¿Qué es esto? ¿Acaso es el hechizo esperado desde los cuentos de hadas leídos cuando era niña? Es muy grande la tentación, pero no se acerca. Está encantada con la imagen, pero no se atreve. Le brillan los ojos. Observa al ave que sigue en el mismo sitio. ¿Una paloma mensajera? No se explica el embrujo, que a su edad, es inconcebible. ¿Es quién debe recibir el mensaje como en la Edad Media de su enamorado? La sorpresa, y una gran curiosidad, la empujan, y con el temor de que emprenda el vuelo, desata el pequeño rollo, lo extiende y lee con avidez un poema escrito.
“Por favor contéstame, dime algo. La paloma te está esperando”. Dice la posdata.
Cuando termina, siente una danza por su cuerpo y un deseo incontenible por responderle. Mira a la emisaria. No quiere terminar con la emoción de la tarde y escribe la respuesta. Las palabras le salen espontáneas sobre un pedazo de papel; “Estoy sorprendida por la forma y el medio con el que me buscas. Me has transportado en el tiempo y me quedo con la piel erizada”
Sin creer lo que está pasando, amarra el mensaje. El ave, al sentir el encargo, alza el vuelo y se pierde en las alturas dejándola con el estupor en la cara.
II
Ya es de noche cuando escucho, con el zureo, el regreso de la paloma. Abro la puerta y la miro sentada en el portal de mi refugio. Sonrío al percatarme del recado. Aún no termino su lectura, cuando ya siento el aguijón del hechizo por la dama; una punzada deliciosa que se me clava en el cerebro, como una espina que se enquista. Y doy rienda suelta a la alegría.
Durante la noche redacto otro mensaje y cuando aún no amanece, ya la recadera vuela por el mismo rumbo que un día antes había recorrido.
III
El ave llega al puerto. Después de buscarla, la encuentra camino a casa y se posa en la repisa de una ventana. Ella, incrédula, se desconcierta por lo que le sucede. Desata el nudo y una oleada de mariposas invade su piel. Lee el primer párrafo, y cuanto más avanza, la cara se le llena de alegría. ¡Cuántas palabras bellas hay en el escrito! ¡Cuántos colores encuentra en los paisajes que ahí se le relatan!
Lee emocionada: “¿Cómo haces para arrancarme tantas letras? ¿Acaso será tu lejanía la que me hace dar rienda suelta al pensamiento? ¡Qué antojo el mío por abrazarte y de saciar mi sed de ti! El primer mensaje me llegó con la magia de tus palabras y me las comí como si fueran un racimo de uvas. Mis labios, testigos de mis arrebatos, cómplices de mis locuras, guardan secretos para cuando te tenga cerca”.
IV
Los mensajes continúan por varios días. La paloma ya sabe el camino y la pasión que ha nacido entre nosotros. Ella, la dama elegante. Yo, el soñador incansable, inventor con poemas, de las tardes con nubes blancas.
Ella está embrujada en medio de un mar de luz y con el misterio de las letras plagadas de emoción. Cuando está sola y deprimida, las lee y son un bálsamo para sus sentidos. Yo, al escribirlas, me alegro por haber encontrado cómo llenar mis noches solitarias.
Mis poemas se convierten en la larga estela de un cometa, para que ella las mire suspendidas en el cielo.
V
En unos de los tantos vuelos, la paloma no la encuentra. La busca por todo el puerto. Revolotea con desesperación. El mensaje sin entregar le desespera. No puede cumplir con el encargo y se desorienta.
La mujer se divierte en algún lugar, lejos, entre amigos y fiestas. Risas, vino y un encuentro ocasional. Una mano sobre su hombro la acaricia. Pero es diferente. Ahora extraña el embrujo y el deseo de leer a su poeta.
El retorno de la enviada se me hace eterno. ¿Mis palabras la habrán ofendido? Sé de los riesgos que corre la mensajera de amores. Las horas son como campanadas desde las torres de una iglesia, que con una lentitud pasmosa, me trastornan. Acudo a los libros para no calcinarme a fuego lento.
El ave, al no poder entregar el encargo, vuela sin rumbo. Cuando llega la noche, tiene las alas cansadas y se posa a reponer las fuerzas en un lugar recóndito.
Al segundo día, con el viento en contra y con lluvias repentinas empañándole la vista, la emisaria retoma el vuelo hacia el oriente, después vira hacia el norte y luego retorna al sur. Está perdida. No encuentra a la bella dama. Está exhausta. Vuela por encima de los tejados. Los soplos del aire frío la desorientan, pero es mayor el deseo de entregar el encargo, que la necesidad de detener la búsqueda. Con el ocaso, encuentra un lugar para pasar la noche. Picotea entre la hojarasca en busca de alimento. Duerme afligida en la espesura de un árbol canoso. Yo desespero al no recibir noticias.
En la mujer, el incierto penetra. Está lejos de casa. Un remordimiento la asalta. No sabe hasta dónde dejará entrar al desconocido poeta que la acecha. La curiosidad implacable le muerde las entrañas con una delicia indescriptible, que su mente, en el intento de ser fría, le increpa.
Después de dos noches durmiendo fuera, regresa al puerto.
VI
Guiada por el perfume femenino, al tercer día, la paloma llega al patio de su casa. En la recámara, junto a un mueble, mudo testigo de los deseos reprimidos, ella está sentada en una silla, frente a la ventana. Parece que duerme. Al escuchar el aleteo en el cristal, la dama se sobresalta. Abre la ventana, desanuda el mensaje y sonríe al leer las palabras que forman un poema. Las letras resquebrajan la última muralla de su mente fría y se deja arrastrar por los escritos del misterioso, que le calan en lo más profundo de su mente.
La mensajera sabe que ha cumplido, desprende sus patas del pretil y vuela de regreso.
En la recámara, los ojos de ella se empiezan a humedecer con un especial brillo.
Al final del poema, encuentra unas preguntas, últimas estocadas que le rompen el corazón a jirones; “¿A qué sabrán tus suspiros en mi oído, tus manos en mi cuello, tus brazos rodeándome los hombros, tus labios posados en los míos? ¿A qué sabrán las sábanas blancas llenas con el aroma de tu piel?”
Un calorcillo que le nace desde las piernas y le sube hasta el cerebro, la llena de un placer nunca antes percibido, de coquetería femenina y de un interés por conocer a quién se atrevía a acariciarle los ojos con palabras cada vez más encendidas. ¿Cómo es que había podido conocerla y decirle que era hermosa?
“La próxima semana voy a visitarte. Llego en el barco que atraca en el muelle, la tarde del martes. Te buscaré hasta encontrarnos”. Se lee al final del escrito.
Se queda perpleja e incrédula. “¿Vendrá a buscarme?”
No puede dormir esa noche ni las siguientes. No sabe si se atreverá a recibirlo.
VII
En el pequeño barco, los marinos se arremolinan sobre la cubierta y se preparan para atracar. Lanzan las sogas hacia los postes de acero en el muelle. Varios pasajeros empiezan a salir y se entrelazan con los brazos que los esperan. Entre la multitud, hay una mujer escondida. No hay duda, sé que es ella y siento un hormigueo en el pecho. Intenta esconderse en unos anteojos negros y no se atreve a enfrentar mi mirada. Desde que doy el primer paso en tierra firme, sabe que soy yo quien avanzo y no tiene el valor para esperarme. Da media vuelta y confundiéndose entre la gente, se retira con prisa.
Su corazón le ordena regresar, pero sus pasos se van hacia la dirección opuesta, casi corren. La alcanzo con mi mano en el hombro y siento por primera vez el calor de su piel. Ella cierra los ojos. No quiere voltear la cara. Hace el intento de abrir la portezuela del auto y huir por las calles. Con el corazón estrujado quiere escapar, pero no puede. Siento un temblor en todo su cuerpo.
Unos pájaros alzan el vuelo sobre el cielo que nos cobija y regresan al mismo árbol para perderse entre el follaje y seguir llenando la tarde a trinos.
Ella se desmorona cuando mis brazos la rodean por la espalda y le acaricio el cuello con mi aliento. Aspiro su perfume. ¡Nunca imaginé que tendría un aroma tan distinto!
Los pajarillos siguen con sus cánticos, y de pronto, como si se pusieran de acuerdo, callan. Quieren escuchar los suspiros que ella lanza y el sonido del primer beso. Se asoman por entre las hojas y con los ojos perplejos, se dan cuenta de nuestro apasionado encuentro.
Mientras tanto, el barco zarpa rumbo al siguiente puerto y se pierde en medio de un mar de luz dejando una huella de borbotones en la superficie.
––Mira la luna ––le digo al oído––. Parece ser la suma de los brillos de tus ojos. Ojala alguien pudiera amasar a nuestros cuerpos, hacer uno solo; tus piernas con mis piernas, tus brazos en mis brazos.
–– Vamos a casa, tú conduce ––. Me dice mientras le miro los ojos luminosos.
Es tiempo de jacarandas. Nos llenamos los zapatos de flores lilas mientras caminamos hacia el auto. Cientos de pétalos violetas están enredados con las hojas verdes y amarillas. Parecen estar enamorados.
Subimos al automóvil y ella me guía por las calles angostas.
Empieza la noche llena de silencio. El sol ya se ha ocultado por encima de las colinas y por atrás de la niebla que empieza a desprenderse del mar. El aire golpea las ventanillas del auto y me trae su perfume de mujer. Admiro su piel bronceada, las ondulaciones de su pelo y el perfil con su par de labios que me encandilan. Tengo un enorme deseo de estacionarme en la orilla del camino, pero me contengo.
Ella, con disimulo, mira mis manos.
Llegamos a su casa, y con recato, me pide que le de más tiempo. Tiene que respirar profundo. Está llena de sonrisas contenidas, de deseos amarrados. Nos quedamos en silencio mirándonos.
––Me siento extraña –– dice al fin––. ¿Estaremos haciendo lo correcto?
––No lo sé ––digo mientras busco en sus ojos una invitación para besarla––. Sólo quiero perderme entre tus labios, fuente que salpica gotas de luces y de brillos. ¿Es que aún no te has dado cuenta?
––No me dejas ni respirar ––me dice.
–– No puedo creer que te tenga tan cerca. Te he escrito sin parar en mis soledades.
––Déjame que suspiro ––dice––. Entremos a casa. Ahora que estás aquí, no sé cómo comportarme. Te invito, pasa para que conozcas el lugar en donde vivo.
Voy tras ella mientras quiere abrir la cerradura de la entrada. No la dejo. Me recargo en la puerta y la abrazo.
––De acuerdo, pero antes de que entremos, quiero decirte que en cualquier momento, cuando tú lo pidas, me detengo. Aunque siempre lo he deseado, no quiero invadir lo que no permitas. Ten la seguridad en ello––. Musito.
––Gracias, eres muy amable en decirlo, entra.
Abre y nos sentamos en una pequeña sala llena de detalles. Le tomo las manos.
––Aunque no estaba errado al imaginarte, me siento extraño. No sé por dónde empezar para conocerte. Quiero empezar por tu corazón. ¿Nunca te han mordido el corazón? Para besarte empezaría por tu voz. ¿Nunca te han besado la voz antes de que salga de tu boca?
––Estoy muy emocionada, me tienes sin habla, espera un minuto, vas muy de prisa, dame tiempo para asimilar lo que me dices. Me enamoraste con tus letras y poemas. ¿Quieres tomar algo?
––Primero, un vaso de agua fría. Después una copa de vino. Eres una mezcla de emociones y de sentimientos. Ante tu presencia, se me eriza la piel. Siento como si una brisa acariciara mi cuerpo. En el barco te escribí un poema.
––Me encanta lo que me dices, en cambio yo, pensé que sería más fácil mirarte a los ojos. ¡No sé lo que me pasa! ¿Cuál es ese poema?
Busco en mi maleta un sobre repleto de papeles escritos a mano.
––Este es, lo hice imaginándote a la orilla del mar, con la piel dorada por el sol.
Y se lo leo. Ella escucha cada palabra sin parpadear. Cuando termino de leer, suspira y lanza una exclamación de asombro.
–– ¡Divino, me encantó! ––y se abraza a mi cuello.
VIII
Ella prepara la cena y las copas de vino. Rebosantes, poco a poco minan su resistencia.
––Estoy ebria de tanto amor y de tantas copas ––me dice mientras me cubre con el lienzo de una larga mirada.
Sentados en el sillón, ella se recarga en mi pecho. Le acaricio las mejillas. Noto cómo su delicado cuerpo, en una ola de ternura, se va quedando dormido. Tiene los ojos cerrados y los labios entreabiertos, como esperando un beso. La levanto en brazos para llevarla a su recámara y ella se deja hacer. Alarga los suyos y los enreda en mi cuello. Sus piernas dobladas y el cabello revuelto. Abro la puerta y miro las sábanas blancas en la cama. Parece que nos esperan. La tensión me sube y entumece el pensamiento. Estoy ahí con ella, como siempre lo imaginé. Pero se ha quedado dormida y no quiero romper la promesa hecha.
Me acerco a la cama, retiro las sábanas y la recuesto lentamente. No quiero despertarla. Cuando ella siente la almohada en su mejilla, una leve sonrisa se le dibuja en los labios. Ahora sé que está despierta. Me enderezo y la observo durante un momento. Apago la luz y me dirijo hacia la salida en medio de la penumbra. Una suave luz de luna, que entra por la ventana, ilumina débilmente el piso junto al mueble mudo.
Llego hasta la puerta, tomo la perilla y me detengo. Volteo a mirarla. Sigue quieta. Me resisto a salir sin tenerla desnuda bajo las sábanas. Se puede escuchar el silencio de la recámara, su respiración, el latir en mis venas. Miro el cuadro de luz tenue que la luna pinta en el piso. Un solo gesto, una sola voz, un leve gemido, un tierno suspiro, serían suficientes para regresar y recostarme a su lado y pasar enamorados muchas noches juntos.
La noche, como ella, está inmóvil. Yo por dentro, hiervo. Por la ventana, más allá de los tejados, se divisa un nuevo barco en medio del mar iluminado con la luz del puerto.
En el quicio de la puerta, con un pie en la sala, y el otro en la isla, sigo solitario con los delirios de poeta.
I
En una isla, solitario, escribo durante largo tiempo y formo pilas de papeles que custodio con mucho celo. Sin explicación y con delirio, de pronto me llega un intenso deseo por mostrarlos a alguien que tenga la magia tantas veces esperada; a una mujer que me alivie el desconsuelo de los amores extraviados y en dónde anidar la soledad de mí escritura.
Intuyo que esa mujer vive en el puerto, al otro lado del mar y que puedo encontrarla en cualquier momento.
La afición por las palomas mensajeras que domestico, es el medio y una forma emocionante para poder hacerlo. Las enviaré en su búsqueda.
Una mañana, muy temprano, decido iniciar con la osadía. En la pata de una de las aves amarro el primer escrito y le doy instrucciones en voz alta.
–– Anda, ve a buscar a mi bella dama. Vuela hacia el poniente y antes del mediodía llegarás al puerto. Por las señas que te voy a dar, sabrás cómo es la mujer que vayas a buscar. La reconocerás de inmediato. Cuando sonría, que un par de comisuras se le dibujen en los labios, que su pelo esté suelto y perfumado, que tenga el color de miel pintado en su cara y la mirada llena de perlas. Que posea un hechizo en los ademanes. Cuando mires su silueta de musa y el cuello de cisne en celo, la habrás encontrado. Búscala por las plazas, patios y callejones y regresa con su respuesta.
El animalito, a gran altura, vuela hacia el poniente y antes del mediodía aterriza al ras de los tejados del pintoresco puerto. Busca en las callejas, hurga entre las plazas, hasta que por fin la descubre. Está adornada con la blanca espuma que fabrica el agua en una fuente. Recargada en un barandal, tiene el cabello suelto y lleno de luces que se confunden con los destellos de los chorros de agua. Tiene una sonrisa eterna y una fascinación que la desparrama como gotas de lluvia.
La doncella se sorprende por el ave que se posa sobre la baranda. Llama su atención el papel en una de las patas y el misterio la invade. ¿Qué es esto? ¿Acaso es el hechizo esperado desde los cuentos de hadas leídos cuando era niña? Es muy grande la tentación, pero no se acerca. Está encantada con la imagen, pero no se atreve. Le brillan los ojos. Observa al ave que sigue en el mismo sitio. ¿Una paloma mensajera? No se explica el embrujo, que a su edad, es inconcebible. ¿Es quién debe recibir el mensaje como en la Edad Media de su enamorado? La sorpresa, y una gran curiosidad, la empujan, y con el temor de que emprenda el vuelo, desata el pequeño rollo, lo extiende y lee con avidez un poema escrito.
“Por favor contéstame, dime algo. La paloma te está esperando”. Dice la posdata.
Cuando termina, siente una danza por su cuerpo y un deseo incontenible por responderle. Mira a la emisaria. No quiere terminar con la emoción de la tarde y escribe la respuesta. Las palabras le salen espontáneas sobre un pedazo de papel; “Estoy sorprendida por la forma y el medio con el que me buscas. Me has transportado en el tiempo y me quedo con la piel erizada”
Sin creer lo que está pasando, amarra el mensaje. El ave, al sentir el encargo, alza el vuelo y se pierde en las alturas dejándola con el estupor en la cara.
II
Ya es de noche cuando escucho, con el zureo, el regreso de la paloma. Abro la puerta y la miro sentada en el portal de mi refugio. Sonrío al percatarme del recado. Aún no termino su lectura, cuando ya siento el aguijón del hechizo por la dama; una punzada deliciosa que se me clava en el cerebro, como una espina que se enquista. Y doy rienda suelta a la alegría.
Durante la noche redacto otro mensaje y cuando aún no amanece, ya la recadera vuela por el mismo rumbo que un día antes había recorrido.
III
El ave llega al puerto. Después de buscarla, la encuentra camino a casa y se posa en la repisa de una ventana. Ella, incrédula, se desconcierta por lo que le sucede. Desata el nudo y una oleada de mariposas invade su piel. Lee el primer párrafo, y cuanto más avanza, la cara se le llena de alegría. ¡Cuántas palabras bellas hay en el escrito! ¡Cuántos colores encuentra en los paisajes que ahí se le relatan!
Lee emocionada: “¿Cómo haces para arrancarme tantas letras? ¿Acaso será tu lejanía la que me hace dar rienda suelta al pensamiento? ¡Qué antojo el mío por abrazarte y de saciar mi sed de ti! El primer mensaje me llegó con la magia de tus palabras y me las comí como si fueran un racimo de uvas. Mis labios, testigos de mis arrebatos, cómplices de mis locuras, guardan secretos para cuando te tenga cerca”.
IV
Los mensajes continúan por varios días. La paloma ya sabe el camino y la pasión que ha nacido entre nosotros. Ella, la dama elegante. Yo, el soñador incansable, inventor con poemas, de las tardes con nubes blancas.
Ella está embrujada en medio de un mar de luz y con el misterio de las letras plagadas de emoción. Cuando está sola y deprimida, las lee y son un bálsamo para sus sentidos. Yo, al escribirlas, me alegro por haber encontrado cómo llenar mis noches solitarias.
Mis poemas se convierten en la larga estela de un cometa, para que ella las mire suspendidas en el cielo.
V
En unos de los tantos vuelos, la paloma no la encuentra. La busca por todo el puerto. Revolotea con desesperación. El mensaje sin entregar le desespera. No puede cumplir con el encargo y se desorienta.
La mujer se divierte en algún lugar, lejos, entre amigos y fiestas. Risas, vino y un encuentro ocasional. Una mano sobre su hombro la acaricia. Pero es diferente. Ahora extraña el embrujo y el deseo de leer a su poeta.
El retorno de la enviada se me hace eterno. ¿Mis palabras la habrán ofendido? Sé de los riesgos que corre la mensajera de amores. Las horas son como campanadas desde las torres de una iglesia, que con una lentitud pasmosa, me trastornan. Acudo a los libros para no calcinarme a fuego lento.
El ave, al no poder entregar el encargo, vuela sin rumbo. Cuando llega la noche, tiene las alas cansadas y se posa a reponer las fuerzas en un lugar recóndito.
Al segundo día, con el viento en contra y con lluvias repentinas empañándole la vista, la emisaria retoma el vuelo hacia el oriente, después vira hacia el norte y luego retorna al sur. Está perdida. No encuentra a la bella dama. Está exhausta. Vuela por encima de los tejados. Los soplos del aire frío la desorientan, pero es mayor el deseo de entregar el encargo, que la necesidad de detener la búsqueda. Con el ocaso, encuentra un lugar para pasar la noche. Picotea entre la hojarasca en busca de alimento. Duerme afligida en la espesura de un árbol canoso. Yo desespero al no recibir noticias.
En la mujer, el incierto penetra. Está lejos de casa. Un remordimiento la asalta. No sabe hasta dónde dejará entrar al desconocido poeta que la acecha. La curiosidad implacable le muerde las entrañas con una delicia indescriptible, que su mente, en el intento de ser fría, le increpa.
Después de dos noches durmiendo fuera, regresa al puerto.
VI
Guiada por el perfume femenino, al tercer día, la paloma llega al patio de su casa. En la recámara, junto a un mueble, mudo testigo de los deseos reprimidos, ella está sentada en una silla, frente a la ventana. Parece que duerme. Al escuchar el aleteo en el cristal, la dama se sobresalta. Abre la ventana, desanuda el mensaje y sonríe al leer las palabras que forman un poema. Las letras resquebrajan la última muralla de su mente fría y se deja arrastrar por los escritos del misterioso, que le calan en lo más profundo de su mente.
La mensajera sabe que ha cumplido, desprende sus patas del pretil y vuela de regreso.
En la recámara, los ojos de ella se empiezan a humedecer con un especial brillo.
Al final del poema, encuentra unas preguntas, últimas estocadas que le rompen el corazón a jirones; “¿A qué sabrán tus suspiros en mi oído, tus manos en mi cuello, tus brazos rodeándome los hombros, tus labios posados en los míos? ¿A qué sabrán las sábanas blancas llenas con el aroma de tu piel?”
Un calorcillo que le nace desde las piernas y le sube hasta el cerebro, la llena de un placer nunca antes percibido, de coquetería femenina y de un interés por conocer a quién se atrevía a acariciarle los ojos con palabras cada vez más encendidas. ¿Cómo es que había podido conocerla y decirle que era hermosa?
“La próxima semana voy a visitarte. Llego en el barco que atraca en el muelle, la tarde del martes. Te buscaré hasta encontrarnos”. Se lee al final del escrito.
Se queda perpleja e incrédula. “¿Vendrá a buscarme?”
No puede dormir esa noche ni las siguientes. No sabe si se atreverá a recibirlo.
VII
En el pequeño barco, los marinos se arremolinan sobre la cubierta y se preparan para atracar. Lanzan las sogas hacia los postes de acero en el muelle. Varios pasajeros empiezan a salir y se entrelazan con los brazos que los esperan. Entre la multitud, hay una mujer escondida. No hay duda, sé que es ella y siento un hormigueo en el pecho. Intenta esconderse en unos anteojos negros y no se atreve a enfrentar mi mirada. Desde que doy el primer paso en tierra firme, sabe que soy yo quien avanzo y no tiene el valor para esperarme. Da media vuelta y confundiéndose entre la gente, se retira con prisa.
Su corazón le ordena regresar, pero sus pasos se van hacia la dirección opuesta, casi corren. La alcanzo con mi mano en el hombro y siento por primera vez el calor de su piel. Ella cierra los ojos. No quiere voltear la cara. Hace el intento de abrir la portezuela del auto y huir por las calles. Con el corazón estrujado quiere escapar, pero no puede. Siento un temblor en todo su cuerpo.
Unos pájaros alzan el vuelo sobre el cielo que nos cobija y regresan al mismo árbol para perderse entre el follaje y seguir llenando la tarde a trinos.
Ella se desmorona cuando mis brazos la rodean por la espalda y le acaricio el cuello con mi aliento. Aspiro su perfume. ¡Nunca imaginé que tendría un aroma tan distinto!
Los pajarillos siguen con sus cánticos, y de pronto, como si se pusieran de acuerdo, callan. Quieren escuchar los suspiros que ella lanza y el sonido del primer beso. Se asoman por entre las hojas y con los ojos perplejos, se dan cuenta de nuestro apasionado encuentro.
Mientras tanto, el barco zarpa rumbo al siguiente puerto y se pierde en medio de un mar de luz dejando una huella de borbotones en la superficie.
––Mira la luna ––le digo al oído––. Parece ser la suma de los brillos de tus ojos. Ojala alguien pudiera amasar a nuestros cuerpos, hacer uno solo; tus piernas con mis piernas, tus brazos en mis brazos.
–– Vamos a casa, tú conduce ––. Me dice mientras le miro los ojos luminosos.
Es tiempo de jacarandas. Nos llenamos los zapatos de flores lilas mientras caminamos hacia el auto. Cientos de pétalos violetas están enredados con las hojas verdes y amarillas. Parecen estar enamorados.
Subimos al automóvil y ella me guía por las calles angostas.
Empieza la noche llena de silencio. El sol ya se ha ocultado por encima de las colinas y por atrás de la niebla que empieza a desprenderse del mar. El aire golpea las ventanillas del auto y me trae su perfume de mujer. Admiro su piel bronceada, las ondulaciones de su pelo y el perfil con su par de labios que me encandilan. Tengo un enorme deseo de estacionarme en la orilla del camino, pero me contengo.
Ella, con disimulo, mira mis manos.
Llegamos a su casa, y con recato, me pide que le de más tiempo. Tiene que respirar profundo. Está llena de sonrisas contenidas, de deseos amarrados. Nos quedamos en silencio mirándonos.
––Me siento extraña –– dice al fin––. ¿Estaremos haciendo lo correcto?
––No lo sé ––digo mientras busco en sus ojos una invitación para besarla––. Sólo quiero perderme entre tus labios, fuente que salpica gotas de luces y de brillos. ¿Es que aún no te has dado cuenta?
––No me dejas ni respirar ––me dice.
–– No puedo creer que te tenga tan cerca. Te he escrito sin parar en mis soledades.
––Déjame que suspiro ––dice––. Entremos a casa. Ahora que estás aquí, no sé cómo comportarme. Te invito, pasa para que conozcas el lugar en donde vivo.
Voy tras ella mientras quiere abrir la cerradura de la entrada. No la dejo. Me recargo en la puerta y la abrazo.
––De acuerdo, pero antes de que entremos, quiero decirte que en cualquier momento, cuando tú lo pidas, me detengo. Aunque siempre lo he deseado, no quiero invadir lo que no permitas. Ten la seguridad en ello––. Musito.
––Gracias, eres muy amable en decirlo, entra.
Abre y nos sentamos en una pequeña sala llena de detalles. Le tomo las manos.
––Aunque no estaba errado al imaginarte, me siento extraño. No sé por dónde empezar para conocerte. Quiero empezar por tu corazón. ¿Nunca te han mordido el corazón? Para besarte empezaría por tu voz. ¿Nunca te han besado la voz antes de que salga de tu boca?
––Estoy muy emocionada, me tienes sin habla, espera un minuto, vas muy de prisa, dame tiempo para asimilar lo que me dices. Me enamoraste con tus letras y poemas. ¿Quieres tomar algo?
––Primero, un vaso de agua fría. Después una copa de vino. Eres una mezcla de emociones y de sentimientos. Ante tu presencia, se me eriza la piel. Siento como si una brisa acariciara mi cuerpo. En el barco te escribí un poema.
––Me encanta lo que me dices, en cambio yo, pensé que sería más fácil mirarte a los ojos. ¡No sé lo que me pasa! ¿Cuál es ese poema?
Busco en mi maleta un sobre repleto de papeles escritos a mano.
––Este es, lo hice imaginándote a la orilla del mar, con la piel dorada por el sol.
Y se lo leo. Ella escucha cada palabra sin parpadear. Cuando termino de leer, suspira y lanza una exclamación de asombro.
–– ¡Divino, me encantó! ––y se abraza a mi cuello.
VIII
Ella prepara la cena y las copas de vino. Rebosantes, poco a poco minan su resistencia.
––Estoy ebria de tanto amor y de tantas copas ––me dice mientras me cubre con el lienzo de una larga mirada.
Sentados en el sillón, ella se recarga en mi pecho. Le acaricio las mejillas. Noto cómo su delicado cuerpo, en una ola de ternura, se va quedando dormido. Tiene los ojos cerrados y los labios entreabiertos, como esperando un beso. La levanto en brazos para llevarla a su recámara y ella se deja hacer. Alarga los suyos y los enreda en mi cuello. Sus piernas dobladas y el cabello revuelto. Abro la puerta y miro las sábanas blancas en la cama. Parece que nos esperan. La tensión me sube y entumece el pensamiento. Estoy ahí con ella, como siempre lo imaginé. Pero se ha quedado dormida y no quiero romper la promesa hecha.
Me acerco a la cama, retiro las sábanas y la recuesto lentamente. No quiero despertarla. Cuando ella siente la almohada en su mejilla, una leve sonrisa se le dibuja en los labios. Ahora sé que está despierta. Me enderezo y la observo durante un momento. Apago la luz y me dirijo hacia la salida en medio de la penumbra. Una suave luz de luna, que entra por la ventana, ilumina débilmente el piso junto al mueble mudo.
Llego hasta la puerta, tomo la perilla y me detengo. Volteo a mirarla. Sigue quieta. Me resisto a salir sin tenerla desnuda bajo las sábanas. Se puede escuchar el silencio de la recámara, su respiración, el latir en mis venas. Miro el cuadro de luz tenue que la luna pinta en el piso. Un solo gesto, una sola voz, un leve gemido, un tierno suspiro, serían suficientes para regresar y recostarme a su lado y pasar enamorados muchas noches juntos.
La noche, como ella, está inmóvil. Yo por dentro, hiervo. Por la ventana, más allá de los tejados, se divisa un nuevo barco en medio del mar iluminado con la luz del puerto.
En el quicio de la puerta, con un pie en la sala, y el otro en la isla, sigo solitario con los delirios de poeta.
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