Artidoro Gracia, agosto/09
Al hundir los pies descalzos en el lodo de la calle, siento que piso algo redondo y duro. Meto las manos hasta alcanzarlos. Con el agua de un pequeño charco, les lavo el barro. Son pedazos de cobre y poco a poco, me doy cuenta que son monedas antiguas que brillan. Para mí, es mucho dinero. Vuelvo a meter las manos y encuentro otra, y otra, y una más. ¡No lo puedo creer, me he encontrado lo que parece ser un tesoro!
Mis fantasías infantiles son realidad. Siempre he soñado con encontrar dinero para poder comprarme los regalos que nunca he tenido.
Sentado en el lodo, manoteo con desesperación y limpio las monedas en los pantalones empapados, están batidos en el barro. Sigo excavando con mis torpes manos. Cuantas veces hundo los dedos en el agua lodosa, más monedas encuentro. Son muchas. Las amontono en un cartón colocado a la orilla de la charca. Siempre que llueve, la calle se convierte en un río de fango y charcos. Es ancha, deforme, limitada por las pocas casas que están en medio de los corrales y grandes patios. Ahora están entre la niebla y la pertinaz llovizna.
Cuando he llenado los cuatro bolsillos y sin saber porqué, empiezo a volar por encima de la calle, de los techos y establos. ¡Otra fantasía hecha realidad! Siempre había soñado con poder volar.
Alcanzo una nube espesa. ¡Ahí también hay monedas que vuelan junto conmigo! Parecen bandadas de palomas que me acompañan. Las nubes están llenas de dinero; de plata, cobre y oro. Monedas por doquier que caen a la calle y me afano por atraparlas.
Veo el techo de tierra húmeda de mi casa. Afuera, unas vacas con el agua casi rozándoles las panzas, las gallinas se guarecen debajo de un árbol. Un gato que chorrea gotas, arrastra su cola mientras cruza el patio. Vuelo por encima del paisaje triste y lluvioso. Llueven monedas y nadie se da cuenta, yo soy el único que está afuera. Me elevo; más arriba, más alto, hasta alcanzar lo que creo que es un cielo brillante.
Sigo recogiendo monedas con ambas manos, son interminables. Mi cuerpo se llena de ellas y lo siento muy pesado. Agito los brazos y piernas con mucho esfuerzo. Cada vez, un mayor peso en la espalda me sofoca. No puedo respirar. Las nubes se transforman en tierra pastosa, llenas de lodo, de granizo y de truenos. Las monedas ahora me resultan grotescas, con caras horribles que me sacan la lengua y se convierten en una pesadilla que me espanta. Ya no puedo volar. Engarrotado por el peso, las empiezo a soltar a puños, a lanzarlas hacia abajo, hacia la calle, me resultan una espantosa opresión en el pecho que me corta la respiración.
En mi cuarto, el agua sube lentamente hasta llegarme al cuello, a la nariz, y me ahoga. Ya no hay más tesoros ni fantasías, sólo mi catre que se mece en medio de un río de agua y lodo. Es la cruda realidad de un niño que se hace hombre.
miércoles, 5 de agosto de 2009
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