Artidoro Gracia /Agosto 2009
Es de noche y hace calor. La ventana está abierta y las cortinas se mueven con la brisa que refresca los cuerpos semidesnudos de la pareja. Yacen separados en la cama. Ella duerme.
¿Por qué su mujer dejó de parecerle bella? Han pasado meses y ya no recuerda cuándo por última ocasión, recorrió esa piel que, en ese entonces, le parecía maravillosa.
Se vuelve dándole la espalda, apaga la luz en el buró e intenta conciliar el sueño.
Mientras cae en un leve sopor, escucha distante a un mosquito que ha entrado a la recámara. Primero lo percibe como un lejano siseo, después como si fuera un minúsculo helicóptero que le roza la piel queriendo posarse en ella. Lo espanta con la mano y el zumbido va y viene. Se mece en el aire. Va y viene. No cesa.
Y en ese bamboleo adormecedor, se debate en los pensamientos de su situación matrimonial. El mosquito lo hechiza como si fuera la música de un violín. Con lentitud asombrosa, inicia una paulatina metamorfosis. Sus brazos y manos se introducen en las alas del insecto; primero los dedos, luego la mano entera y cuando termina con las piernas, su cuerpo se ha puesto por completo el traje del mosquito, haciendo de él, el suyo propio, fino y con patas esbeltas. Ahora se mira provisto de alas largas y delgadas. Un segundo par de aletas, son una especie de balancines que utiliza para mantener el equilibrio. Cobra una nueva vida. Sus antenas son plumosas y una enorme espada le nace de la boca, larga y filosa con la que se alimenta. Se la mira emocionado, tiene hambre y está dispuesto a utilizarla.
Así, transformado, se encuentra tirando del timón en varias direcciones. Abajo, ve a unos brazos que manotean de cuando en cuando espantándose el zumbido que provoca. Ahora vuela en zigzag en busca de alimento y se encuentra con aquella piel de la mujer que lo deslumbra. ¡Tanta belleza abandonada!
Unas colinas blancas, coronadas con pequeños montículos oscuros, lo invitan a encajar su espada hambrienta. Pero se contiene antes de ultrajar aquella belleza indescriptible. Queda pasmado contemplando el sedoso cutis.
¿Cuánto tiempo transcurrido desde que besó con labios de hombre ese par de montes que ahora lo deslumbran siendo un insecto?
Los mira tan de cerca, sobrevolándolos, que la piel se convierte en altas dunas de arena blanca, ¡tan tersas! que no se atreve a mancillarlas. Tira del mando y busca otro rumbo en aquel femenino cuerpo. Pero cuanto más vuela, más le aguijona el hambre. Alcanza un valle. Es el cuello de la dama. Impresionante paisaje de un acantilado liso. Una hermosura extraviada ante los ojos del varón indiferente.
Juguetea encima del cabello aromoso. Encuentra unas líneas doradas como miel que lo admiran cuando las toca. El pensamiento de hombre en el cuerpo del mosquito, está confuso. Excitadas sus patas y ávida la espada.
Y el cuerpo masculino que ya duerme, se revuelve. Se agita con los paisajes que le envían los ojos del mosquito que se posa en el vientre de la mujer e hinca el candente acero. Absorto y ansioso succiona la sangre que lo sacia, mientras se aferra con sus patas a la piel que lo adormece.
El hombre excitado, rompe la inacción ante la pareja olvidada, levanta la pierna y con su peso restriega el vientre de la dama.
Es de noche y hace calor. La ventana está abierta y las cortinas se mueven con la brisa que refresca los cuerpos semidesnudos de la pareja. Yacen separados en la cama. Ella duerme.
¿Por qué su mujer dejó de parecerle bella? Han pasado meses y ya no recuerda cuándo por última ocasión, recorrió esa piel que, en ese entonces, le parecía maravillosa.
Se vuelve dándole la espalda, apaga la luz en el buró e intenta conciliar el sueño.
Mientras cae en un leve sopor, escucha distante a un mosquito que ha entrado a la recámara. Primero lo percibe como un lejano siseo, después como si fuera un minúsculo helicóptero que le roza la piel queriendo posarse en ella. Lo espanta con la mano y el zumbido va y viene. Se mece en el aire. Va y viene. No cesa.
Y en ese bamboleo adormecedor, se debate en los pensamientos de su situación matrimonial. El mosquito lo hechiza como si fuera la música de un violín. Con lentitud asombrosa, inicia una paulatina metamorfosis. Sus brazos y manos se introducen en las alas del insecto; primero los dedos, luego la mano entera y cuando termina con las piernas, su cuerpo se ha puesto por completo el traje del mosquito, haciendo de él, el suyo propio, fino y con patas esbeltas. Ahora se mira provisto de alas largas y delgadas. Un segundo par de aletas, son una especie de balancines que utiliza para mantener el equilibrio. Cobra una nueva vida. Sus antenas son plumosas y una enorme espada le nace de la boca, larga y filosa con la que se alimenta. Se la mira emocionado, tiene hambre y está dispuesto a utilizarla.
Así, transformado, se encuentra tirando del timón en varias direcciones. Abajo, ve a unos brazos que manotean de cuando en cuando espantándose el zumbido que provoca. Ahora vuela en zigzag en busca de alimento y se encuentra con aquella piel de la mujer que lo deslumbra. ¡Tanta belleza abandonada!
Unas colinas blancas, coronadas con pequeños montículos oscuros, lo invitan a encajar su espada hambrienta. Pero se contiene antes de ultrajar aquella belleza indescriptible. Queda pasmado contemplando el sedoso cutis.
¿Cuánto tiempo transcurrido desde que besó con labios de hombre ese par de montes que ahora lo deslumbran siendo un insecto?
Los mira tan de cerca, sobrevolándolos, que la piel se convierte en altas dunas de arena blanca, ¡tan tersas! que no se atreve a mancillarlas. Tira del mando y busca otro rumbo en aquel femenino cuerpo. Pero cuanto más vuela, más le aguijona el hambre. Alcanza un valle. Es el cuello de la dama. Impresionante paisaje de un acantilado liso. Una hermosura extraviada ante los ojos del varón indiferente.
Juguetea encima del cabello aromoso. Encuentra unas líneas doradas como miel que lo admiran cuando las toca. El pensamiento de hombre en el cuerpo del mosquito, está confuso. Excitadas sus patas y ávida la espada.
Y el cuerpo masculino que ya duerme, se revuelve. Se agita con los paisajes que le envían los ojos del mosquito que se posa en el vientre de la mujer e hinca el candente acero. Absorto y ansioso succiona la sangre que lo sacia, mientras se aferra con sus patas a la piel que lo adormece.
El hombre excitado, rompe la inacción ante la pareja olvidada, levanta la pierna y con su peso restriega el vientre de la dama.
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